Finalmente, los hombres de Vercingetórix regresaron a sus campamentos, renunciando a la persecución. Gracias a eso, el desastre no fue mayor. Pero cuando se hizo el recuento de bajas, César descubrió que habían muerto setecientos soldados y cuarenta y seis centuriones.
Era un golpe muy duro para la autoestima de César. Él no lo reconoció, por supuesto, pero no podía dejar de ser consciente de que su golpe de efecto había conseguido precisamente el resultado contrario.
Para recuperar la moral de los soldados, al día siguiente César los arengó. Si habían perdido la batalla, les dijo, no había sido porque el enemigo fuera mejor que ellos, sino porque el terreno era adverso y, sobre todo, porque no habían seguido las instrucciones al pie de la letra. Para demostrar que los enemigos seguían teniéndoles miedo, durante dos días los hizo formar en frente de batalla y desafió a Vercingetórix a que combatiera. Como era de esperar, el galo no aceptó.
Quod erat demonstrandum
, que habría dicho César.
Gergovia fue el mayor fracaso de César en las Galias. Había cometido un error de cálculo, intentando tomar una ciudad protegida por decenas de miles de guerreros con tan solo seis legiones, una fuerza insuficiente a todas luces para cerrar un cerco. Después, su intento de maquillar aquel fiasco únicamente había dado lugar a otro fiasco mayor. Algunos historiadores ni siquiera están seguros de si César es sincero cuando afirma que su plan era un ataque limitado y sospechan que en realidad sí quería tomar la ciudad.
Tres días más tarde, César se resignó a lo inevitable y ordenó la retirada. ¿Podían ir peor las cosas?
Sí. Los galos interpretaron el fracaso de César, el general supuestamente invencible, como un éxito de Vercingetórix. Eso hizo que los eduos se decidieran a abandonar definitivamente el bando romano y atacaran la ciudad de Novioduno. Allí mataron a todos los romanos, soldados y comerciantes por igual, robaron las provisiones y los caballos y liberaron a los rehenes que César retenía para garantizar que las tribus aliadas se comportaban bien. Luego quemaron la ciudad para evitar que las legiones se aprovecharan del alimento que no habían podido cargar.
Poco después, se celebró un concilio de las tribus galas en Bibracte. Allí los eduos pretendieron asumir el mando de las operaciones, pero los demás se negaron y confirmaron a Vercingetórix como general en jefe de sus tropas.
De pronto, César y sus hombres se veían rodeados de enemigos por todas partes: los eduos detrás, los arvernos delante y los biturigos a la izquierda. El mayor problema era abastecerse de provisiones. Podía regresar a la Provincia, pero en el camino iba a tener que luchar y eso sí que lo interpretarían sus enemigos como un fracaso en toda regla. Y con «enemigos» no estaba pensando únicamente en los galos, sino en adversarios como Catón, Bíbulo y el resto de los optimates en Roma. Hablando de la opción de retirarse, César se muestra muy expresivo y utiliza las palabras
infamia atque indignitas
, que no requieren traducción (
BG
, 7.56).
Además, tenía otras cuatro legiones en el territorio de los senones. No podía abandonar a Labieno y a aquellos hombres a su suerte. Decidido a no retroceder, César se dirigió hacia el Loira. Cruzarlo parecía imposible, ya que las aguas bajaban muy fuertes por el deshielo. Pero César siempre estaba dispuesto a hacer lo impensable y sus legionarios a seguirlo adonde fuese. Tras recorrer las orillas, los exploradores encontraron un vado más o menos franqueable. Los jinetes se metieron al río con sus caballos para romper con sus cuerpos la fuerza de la corriente, y por detrás de ellos cruzaron los legionarios, con el agua por las axilas y cargando el equipo sobre los escudos por encima de la cabeza para que no se mojara.
Al otro lado del Loira, donde no se esperaba a los romanos, había ganado y cosechas intactas. Gracias a ello César pudo solventar por el momento sus problemas de logística. Días después, sus tropas se reunieron con las de Labieno. Al menos, su lugarteniente había conseguido en las cercanías de Lutecia una victoria con bastante mérito.
Con diez legiones de nuevo, el problema para César era que, tras la defección de los eduos, andaba muy corto de caballería. Eso suponía un serio problema, porque en Bibracte Vercingetórix había exigido a las tribus galas que hicieran un esfuerzo más y había conseguido reunir quince mil jinetes, un número formidable tratándose de caballería.
César había comprobado que los cuatrocientos germanos de su escolta le daban muy buenos resultados, de modo que envió emisarios más allá del Rin para pedir jinetes y soldados de infantería ligera, que combatían junto a los primeros corriendo agarrados de las crines de los caballos. Cuando esos refuerzos llegaron, comprobó que sus monturas eran muy pequeñas y las cambió por las de los tribunos, los équites y los veteranos reenganchados, que, aunque combatían a pie, en las marchas solían viajar a caballo.
Mientras tanto, Vercingetórix se hallaba al sur, atacando los límites de la Provincia, y concentrándose sobre todo en ganar para su causa a los alóbroges. Al saberlo, César se puso en camino hacia allá: ahora no se trataba de una humillante retirada, sino de proteger el territorio del que era procónsul.
Para llegar hasta allí, los romanos tendrían que dirigirse hacia el sureste y bajar por las tierras de los secuanos. Ahora que disponía de aquella enorme superioridad en caballería, Vercingetórix decidió que había llegado el momento de aplastar a los romanos y se dispuso a cortarle el paso. Sin duda, ya conocía la humillante derrota que el general parto Surena había infligido a las legiones de Craso, el amigo de César. Pese a que las tácticas de la caballería gala eran muy distintas, Vercingetórix estaba dispuesto a repetir la jugada.
Cuando llegaron a unos quince kilómetros de los romanos, el caudillo celta dividió a sus hombres en tres campamentos. Después convocó a sus oficiales a un consejo de guerra y les dijo que la hora de la victoria había llegado.
«Los romanos se retiran a la Provincia —les explicó—, y abandonan la Galia» (
BG
, 7.66). En sí, eso salvaba su libertad presente, pero debían garantizar también la futura. Por eso, lanzarían tres ataques simultáneos contra la larguísima columna de marcha romana. Si César quería defenderse de esos asaltos acelerando el paso, no tendría más remedio que dejar atrás los carros que llevaban el bagaje.
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Eso los condenaría a él y a sus hombres a perecer de hambre por el camino.
Al recibir las instrucciones de Vercingetórix, todos sus guerreros prestaron un terrible juramento: aquel que no cabalgara al menos dos veces a través de la columna de marcha enemiga, no volvería a cobijarse bajo techo alguno ni podría volver a ver a sus mujeres, sus hijos ni sus padres.
Al día siguiente, los tres cuerpos de caballería atacaron tal como estaba previsto al convoy romano en las cercanías de Divio (la actual Dijon, célebre por su mostaza). Dos actuaban por los flancos y el tercero por la vanguardia para detener el avance.
El ataque pilló por sorpresa a los romanos, pues las colinas que rodeaban el río Brenne habían ocultado a los jinetes enemigos hasta el último momento. César reaccionó con prontitud y, aunque su caballería se hallaba en inferioridad numérica, la dividió también en tres columnas. Al mismo tiempo, las legiones se detuvieron y adoptaron una formación de combate, un enorme rectángulo con la impedimenta en el centro. César ordenó que, en cualquier punto donde vieran que su caballería sufría el acoso enemigo, las legiones acudieran en su ayuda: aunque, obviamente, los soldados de infantería pesada no podían perseguir a la caballería enemiga, sí podían proteger a la propia recibiéndola tras sus filas.
El combate se libró simultáneamente a lo largo de toda la formación. Tal como César había previsto, los germanos le brindaron las magníficas prestaciones habituales y en el flanco derecho pusieron en fuga a los jinetes enemigos. Sin detenerse, tomaron una cresta y desde ella bajaron al río, donde aguardaba el grueso de la infantería de Vercingetórix. Allí mataron a muchos, mientras los demás, temiendo verse rodeados, emprendieron la desbandada. (Uno sigue preguntándose qué tenían estos germanos que a los galos les temblaban las piernas solo de verlos).
La batalla fue un desastre para Vercingetórix, y para César supuso una victoria inesperada, una auténtica bombona de oxígeno cuando más lo necesitaba. Sin duda sus pensamientos habían sido sombríos mientras se dirigía a la Provincia en una maniobra defensiva, él que tanto gustaba de adelantarse siempre al enemigo y llevar la iniciativa.
P
ensando en reorganizarse, Vercingetórix llevó a sus tropas a una fortaleza cercana, la ciudad de Alesia. Por el camino, las tropas de César lo persiguieron y le infligieron tres mil bajas más.
Alesia era la capital de la tribu de los mandubios. La fortaleza estaba situada sobre una meseta, el monte Auxois. Esta elevación se levantaba unos ciento cincuenta metros sobre los valles que la rodeaban y la planicie de su cima medía dos kilómetros de este a oeste por seiscientos metros de norte a sur. Sus laderas ofrecían un gran desnivel y además estaban sembradas de estratos verticales de roca, lo que hacía muy difícil escalarla, máxime si había enemigos disparando proyectiles desde arriba.
Parecía una buena elección para Vercingetórix: si César se decidía a perseguirlo, el monte sobre el que se alzaba Alesia era tan inexpugnable como Gergovia. El único punto que brindaba un acceso algo más fácil se hallaba al este, pero los galos lo reforzaron con una zanja y un muro de dos metros.
«Que César intente repetir la jugada de Gergovia», debió de pensar Vercingetórix, desafiante.
Pero la situación no era la misma. Cuando al día siguiente César reconoció el lugar, pensó que Alesia era inexpugnable a un asalto o que si lo intentaba perdería muchas tropas. Sin embargo, aquí, a diferencia de Gergovia, la meseta donde se alzaba la ciudad se hallaba aislada de las elevaciones vecinas, por lo que se podía rodear. Además, César no contaba esta vez con seis legiones, sino con diez, lo que le permitía extender mucho más el perímetro de circunvalación.
Sin esperar ni un minuto, el procónsul puso a sus hombres a trabajar. Mientras la caballería germana contenía los ataques de los jinetes enemigos, los legionarios se dedicaron a excavar zanjas, a levantar terraplenes y empalizadas y a realizar otras obras defensivas.
Tras el fiasco de su caballería contra la columna de marcha romana, Vercingetórix sospechaba que no le iba a servir para romper las líneas enemigas. Aprovechando que el perímetro de asedio todavía no estaba cerrado, la primera noche envió a todos sus jinetes lejos de la ciudad. Sus instrucciones eran dispersarse, dirigirse cada uno a su tribu y traer ayuda.
«La libertad de toda la Galia depende de vosotros», les recordó, conminándoles a darse prisa, pues calculaba que tenía provisiones para treinta días; algo más si las racionaba. Según César, en Alesia había ochenta mil personas sumando los soldados de infantería y los habitantes de la fortaleza. Si realmente era así, debían de estar tan hacinados como arenques en un barril.
Los romanos siguieron trabajando, día tras día. La circunvalación final, que se adaptaba a los alrededores de Alesia para aprovechar el relieve, medía unos dieciséis kilómetros e incluía once campamentos y veintitrés fuertes menores.
Al oeste de la meseta el terreno era más llano y se abría al valle del río Brenne, por lo que parecía el lugar natural por donde los sitiados podían intentar una salida para romper el cerco. Sabiéndolo, los ingenieros de César reforzaron las defensas más de lo habitual. En primer lugar, cavaron un foso de lados rectos y de seis metros de ancho. A partir de ahí, unos ciento veinte metros más atrás levantaron la empalizada: de este modo, los enemigos que llegaran hasta el foso no podrían alcanzar con sus proyectiles a los soldados situados en el parapeto.
Por si los enemigos conseguían cruzar el foso, los soldados sembraron esos ciento veinte metros de tierra de nadie con obstáculos para refrenar su marcha. Primero estaban los «estímulos», garfios medio enterrados en el suelo de tal manera que si uno no los advertía podía clavárselos en los dedos de los pies al andar o correr (es preferible no pensar en la sensación). Después venían unos agujeros circulares y disimulados con follaje llamados «lirios», en cuyo fondo había estacas afiladas. A continuación, los «marcadores», una serie de cinco trincheras en las que había ramas y troncos con las puntas aguzadas, formando una maraña impenetrable donde los atacantes que cargaran a la carrera se empalarían solos.
No era de esperar que muchos enemigos murieran en estas trampas, pero sí que se vieran obligados a moverse despacio y muy atentos al suelo que pisaban. Eso los convertía en blanco fácil para los proyectiles lanzados desde la empalizada, y además daba tiempo para enviar refuerzos si alguna posición se veía amenazada. Gracias a esas defensas, los romanos podían disponer una guarnición relativamente pequeña en el parapeto mientras otros soldados continuaban con las obras y, sobre todo, se dedicaban a forrajear y cortar leña. Pues, previendo que pronto llegarían refuerzos para auxiliar a los enemigos sitiados, lo más urgente era acopiar todas las provisiones posibles.
Por si el trabajo realizado para rodear Alesia fuera poco, César ordenó a sus hombres levantar otro perímetro concéntrico al primero, con las defensas apuntando hacia el exterior para repeler la ofensiva que se avecinaba.