Todo era magnífico y deslumbrante y me dejó muy admirada. Me presentaron sus respetos en francés y yo les respondí en la misma lengua. Cuando abrieron las puertas, entraron en el salón y bailaron de un modo que nadie conocía, al son de un instrumento similar a una guitarra y una especie de trompeta de sonido muy grave que había llevado mi señor de…
Bailaron solas tres veces, pues nadie conocía aquel baile. La novedad gustó, sin duda, aunque su manera de danzar tenía algo de extraño e incivilizado, pues reproducía al pie de la letra los usos del bárbaro país del que procedían; en cambio, el mío era un baile francés bajo ropajes mahometanos y, aunque resultaba igual de original, agradó mucho más a todos.
Después de exhibir sus atuendos georgianos y armenios y de bailar tres veces seguidas, se retiraron, volvieron a presentarme sus respetos (pues yo era la reina del momento) y fueron a cambiarse.
Luego bailaron varias parejas de damas y caballeros enmascarados y, cuando terminaron, no salió a bailar nadie más, sino que todos gritaron: «¡Roxana, Roxana!». Entretanto, mi señor de… había llevado a otra persona enmascarada a mi habitación, a quien no acerté a reconocer, aunque supe con seguridad que no era el mismo con quien había bailado la ocasión anterior. Aquel noble personaje (pues luego supe que se trataba del duque de… ), después de algunos cumplidos, me condujo al centro de la sala.
Yo iba vestida con el mismo chaleco y la misma faja de la vez anterior, pero encima de la túnica llevaba, como es costumbre en Turquía, un manto de color verde y carmesí, con el verde brocado de oro; y mi
tyhiaia
, o tocado, era un poco distinto del que había lucido en la otra ocasión, pues era un poco más alto y le había añadido algunas joyas, por lo que parecía un turbante con una corona.
No llevaba máscara ni me había maquillado y, no obstante, destaqué por encima de todas las damas que asistieron al baile, al menos de aquellas que no iban enmascaradas, pues nada puedo decir de las que sí lo iban y, sin duda, habría muchas más bellas que yo. Aunque hay que reconocer que el vestido me fue de mucha ayuda y contribuyó a que todos me miraran complacidos.
Después de bailar con aquel aristocrático personaje, no me Ofrecí a bailar sola, como había hecho la ocasión anterior, pero volvieron a llamarme y dos caballeros entraron en el salón a pedirme que les obsequiara con el baile a la turca, así que no me hice de rogar y volví a bailar justo como la primera vez.
Mientras bailaba, reparé en cinco personas que estaban un poco apartadas y entre las que había un caballero que llevaba el sombrero puesto, lo que me indicó en el acto de quién se trataba
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y, al principio, hizo que me pusiera un poco nerviosa, pero seguí bailando, agradecí los aplausos de la gente y me retiré nuevamente a mi salón. Una vez allí, los cinco caballeros acudieron a verme, seguidos por una multitud de nobles: el hombre que llevaba el sombrero dijo: «Señora Roxana, bailáis de un modo admirable». Yo estaba preparada e hice ademán de arrodillarme para besarle la mano, pero él me lo impidió y me saludó, luego volvió al gran salón y se marchó.
Todavía no puedo decir de quién se trataba, pues no lo supe con seguridad hasta más tarde. Me habría gustado retirarme para quitarme el vestido, que era demasiado ligero, pues no llevaba corsé y era tan escotado como si fuese en camisa, pero no pude hacerlo y tuve que bailar con seis o siete caballeros más, casi todos de primer rango, y más tarde supe que uno de ellos era el duque de Monmouth.
A eso de las dos o las tres de la mañana, el grupo empezó a dispersarse y sobre todo las mujeres fueron volviéndose a sus casas. Los caballeros se trasladaron al piso de abajo, se quitaron las máscaras y empezaron a jugar.
Amy pasó toda la noche atendiéndolos en la sala donde estaban jugando la partida, y por la mañana, cuando se marcharon, le regalaron el bote, que contenía sesenta y dos guineas y media, y otros criados también sacaron provecho. Amy vino a verme cuando todos se habían ido.
—¡Dios mío, señora! —dijo con la voz entrecortada—, ¿qué voy a hacer con tanto dinero? —La pobre estaba loca de alegría.
Ahora sí que estaba en mi elemento. Todo el mundo hablaba de mí y estaba convencida de que podría sacar algún beneficio. Por si fuera poco, mi reputación de mujer rica me puso a resguardo de todos esos caballeros cuyas atenciones habrían podido resultar embarazosas, pues Roxana parecía demasiado para ellos.
Vino luego un período que debo ocultar a los ojos y los oídos ajenos: durante tres años y un mes, Roxana vivió apartada, pues se vio obligada a hacer una especie de viaje con una persona a quien el deber y los juramentos personales me obligan a no delatar, al menos de momento.
Al final de esa época reaparecí, pero debo añadir que, aunque aproveché muy bien la ocasión, cuando volví no lo hice con el mismo lustre y brillo, ni con tantas ventajas como antes, pues hubo quien albergó sospechas acerca de dónde había estado y con quién había pasado todo ese tiempo, y empezó a hacerse público que Roxana era, en suma, sólo Roxana, ni más ni menos, y no la mujer honrada y virtuosa que habían supuesto al principio.
Es preciso tener en cuenta que para entonces llevaba ya unos siete años en la ciudad, y que no sólo había incrementado mis ingresos, siguiendo los consejos de sir Robert Clayton, sino que había amasado una increíble fortuna; y, no obstante, no albergaba la menor intención de reformarme. Tenía más medios para hacerlo que ninguna otra mujer, pues el vicio común de todas las prostitutas —el dinero— no era ya ningún obstáculo, e incluso mi avaricia parecía haberse saciado; pues, incluyendo lo que había ahorrado al reservar los intereses de las catorce mil libras que, como se ha dicho antes, habían ido incrementándose paulatinamente, los regalos que me hicieron con ocasión de aquellos deslumbrantes bailes de máscaras que seguí ofreciendo a lo largo de dos años, y lo que gané en aquellos tres años del más glorioso retiro del que mujer alguna disfrutó jamás (pues así me gustaba llamarlo), había duplicado mi capital y disponía además de cerca de cinco mil libras en metálico, que guardaba en casa, aparte de plata en abundancia y de joyas que me habían regalado o había adquirido yo misma para exhibirlas en público.
Al final de eso que llamo mi retiro, y que me hizo ganar tanto dinero, reaparecí como una bandeja de plata antigua que llevase varios años enterrada y estuviera descolorida y deslucida. Estaba marchita y parecía una amante abandonada, y lo cierto es que, aunque no había perdido mi belleza, había ganado algo de peso y tenía cuatro años más.
No obstante, conservaba el espíritu joven, seguía siendo brillante y una compañera alegre y era agradable con todo el mundo, por lo que me llovían los cumplidos, y en esa condición volví a mostrarme al mundo; y aunque no llegué a ser tan popular como antes, y ni siquiera lo intenté, porque sabía que no era posible, no me faltaron amigos de alcurnia, que me visitaban con frecuencia y se reunían para jugar y divertirse en mis apartamentos, donde siempre procuré recibirles lo mejor posible.
La idea excesiva que tenían de mi riqueza contribuyó a que ninguno osara hacerme nunca proposiciones, pues pensaban que jamás podrían mantenerme y no se atrevían a abordarme.
Sin embargo, por fin me habló con mucha elegancia un hombre honorable y (cosa que lo hacía particularmente estimable) propietario de unas fincas inmensas. Empezó con una larga introducción a propósito de mi riqueza. «¡Criatura ignorante! —pensé para mí, tomándolo por un lord—, ¿es que crees que una mujer dispuesta a rebajarse a ser una puta despreciaría recoger la cosecha de su vicio? No, no, vuestra señoría puede estar seguro de que, si alguna vez llega a obtener algo de mí, tendrá que pagar por ello, y la idea que os habéis formado de mi riqueza habrá de costaros muy cara, pues no podréis ofrecer una nadería a una mujer con unas propiedades que le rinden dos mil libras anuales».
Después de disertar sobre el particular un buen rato, y de asegurarme que su intención no era ni aprovecharse de mí ni meter la mano en mi bolsillo, cosa que (dicho sea de paso) yo no temía lo más mínimo, pues tenía todo mi dinero a buen recaudo, empezó a hablar sobre el amor, una cuestión tan ridícula para mí, si no va unida a lo más importante, es decir, al dinero, que no tuve paciencia para seguir oyéndole perorar de aquel modo.
Le di a entender con mucha cortesía que no me escandalizaban sus proposiciones, pero que no era fácil de seducir. Aun así continuó visitándome con frecuencia y, en suma, me cortejó con tanta asiduidad como si pretendiera casarse conmigo y me hizo valiosos regalos que no me recaté en aceptar, aunque fuese a regañadientes.
Poco a poco, cedí también a sus importunidades y, cuando me propuso obsequiarme con una pensión y afirmó que, aunque ya fuese rica, él no podía menos que agradecerme de ese modo los favores que recibía, y que, si fuese suya, no tendría que vivir de mi propio dinero, le respondí que no era nada derrochadora y que no gastaba mas de quinientas libras al año, que pagaba de mi bolsillo. Sin embargo, no aspiraba a que nadie me pagase una renta, pues eso me parecía una especie de cadena dorada, similar al matrimonio y, aunque tenía a su señoría por un hombre de honor, tenía aversión a las ligaduras, y pese a no ser tan rica como creía la gente, no era tan pobre como para dejarme maniatar por una pensión.
Afirmó que sólo aspiraba a facilitarme la vida y que los únicos vínculos que establecería entre nosotros un acuerdo privado semejante serían los vínculos del honor, que no supondrían para él ninguna carga, y añadió que sólo esperaba obtener de mí lo que una mujer honorable pudiera concederle. En cuanto a la pensión, aseguró que me valoraba muy por encima de las quinientas libras anuales y, a partir de ese momento, empezamos a ponernos de acuerdo.
Me mostré mas amable con él después de aquel discurso, y con el tiempo intimamos lo suficiente para abordar en nuestras conversaciones la cuestión principal, es decir, las quinientas libras anuales. Me las ofreció espontáneamente y consideró un favor infinito que yo las aceptase. Era tanto dinero que me dejé dominar o convencer, aunque el acuerdo fuese sólo de palabra.
Una vez hubo conseguido de aquel modo sus fines, le dije lo que opinaba:
—Ya habréis reparado, señor mío, en mi debilidad al ceder sin el menor contrato ni garantía a cambio de una generosidad que podéis interrumpir cuando os plazca, y si alguna vez me reprocháis que haya confiado así en vos, me ofenderéis de un modo que me esforzaré en no merecer.
Respondió que me daría pruebas fehacientes de que no había tratado de comprarme, como acostumbraba a hacer la gente, y que, ya que había confiado en él, comprobaría que me había puesto en manos de un hombre de honor, que conocía el valor de un compromiso y, acto seguido, sacó una letra de cambio por valor de trescientas libras y me la entregó como prueba de que no saldría perjudicada por no haber formalizado un contrato con él.
Me pareció un buen gesto, que me permitió hacerme una idea de cuál sería nuestra relación en el futuro; y en suma, como no pude evitar tratarle con mayor amabilidad de lo que había hecho hasta entonces, una cosa llevó a la otra y le di varias pruebas de que era enteramente suya, tanto por inclinación como por obligación de amante, y eso le satisfizo mucho.
Poco después de aquel acuerdo privado, empecé a pensar si no sería mejor, para la clase de vida que llevaba ahora, disfrutar de una existencia menos mundana, y le expliqué a mi señor que eso me evitaría las impertinencias y las visitas continuas de una serie de personas que él conocía y que, por cierto, ahora que tenían de mí la opinión que merecía, empezaban a hablarme otra vez de amor y a hacerme galanterías y ofertas ciertamente groseras que me parecían tan nauseabundas como si estuviera casada y fuese tan virtuosa como el resto de la gente. Las visitas de aquellas personas tediosas e impertinentes estaban empezando a incomodarme y, de haber continuado, tampoco habrían satisfecho a mi señor. Sería gracioso contar aquí cómo los desairé y, en algunos casos que me habían resultado particularmente ofensivos, les expliqué que lamentaba mucho tener que pedirles que no se tomasen la molestia de volver a visitarme, pues, aunque no quería ser grosera, no me consideraba obligada a recibir a ningún caballero que me hubiese hecho semejantes ofrecimientos, pero sería demasiado largo relatar todos los detalles. El caso es que le propuse a mi señor instalarme en otra residencia más discreta. Además, pensé que, de ese modo, podría vivir muy cómodamente y no gastar tanto dinero, de manera que las quinientas libras al año que iba a pagarme aquel hombre tan generoso superasen con creces lo que pudiese gastar.
Mi señor se mostró de acuerdo con mi propuesta y fue aún más lejos de lo que esperaba, pues encontró unos apartamentos en una casa muy elegante, donde nadie lo conocía —supongo que debió de encargarle a alguien que la buscara en su nombre—, y a cuyo jardín podía accederse fácilmente a través de una puerta que daba al parque, cosa que no estaba permitida en esos tiempos.
De este modo, podía entrar a cualquier hora del día o de la noche y, como en la parte baja de la casa también había una portezuela que siempre estaba cerrada y él tenía una llave maestra, podía acceder directamente a mi dormitorio a las doce, la una o las dos de la madrugada.
Nota bene
: Yo no temía que me sorprendiera en la cama con otro, porque, en una palabra, no me relacionaba con nadie mas que con él.
Una noche ocurrió algo muy gracioso: mi señor llegó tarde y, como esa noche no lo esperaba, yo le había pedido a Amy que se metiera en la cama conmigo. El caso es que, cuando él entró en la habitación, a eso de las tres de la mañana, las dos estábamos profundamente dormidas. Por lo visto, él estaba un poco achispado, aunque no borracho ni bebido, y entró directamente en mi dormitorio. Amy se llevó un susto de muerte y soltó un grito.
Yo dije con mucha calma:
—No os esperaba esta noche, caballero, y nos ha asustado un poco vuestra linterna.
—¡Ah! —dijo—. Ya veo que tenéis a alguien en vuestra cama. —Yo empecé a disculparme—. No, no —me interrumpió mi señor—, no tenéis por qué excusaros, ya veo que no se trata de un hombre. —Sin embargo, enseguida se desdijo en tono divertido—: Aunque, ahora que lo pienso, ¿cómo puedo convencerme de que no lo es?
—¡Oh! —respondí—, supongo que mi señor ya habrá visto que es sólo la pobre Amy.