Roxana, o la cortesana afortunada (7 page)

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Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

BOOK: Roxana, o la cortesana afortunada
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Una mañana Amy me estaba vistiendo, pues ahora tenía dos criadas y Amy se había convertido en mi doncella.

—Señora, ¿todavía no os habéis quedado encinta?

—No, Amy, al menos no he notado ningún síntoma.

—Dios mío, señora —dijo Amy—, ¿se puede saber qué habéis estado haciendo? Lleváis casada ya un año y medio, os aseguro que a mí el señor me habría dejado encinta dos veces en ese mismo tiempo.

—Es muy posible, Amy —respondí—, ¿no quieres intentarlo?

—No —dijo Amy—, vos no lo consentiríais. Ya os dije que lo habría hecho de todo corazón, pero ahora que os pertenece no podría.

—¡Oh! —repliqué—, cuentas con mi consentimiento, a mí no me importa lo más mínimo. Es más, si tanto lo deseas, te meteré en su cama un día de éstos.

—No, señora —dijo Amy—, ahora os pertenece.

—¡Serás tonta! ¿No te acabo de decir que te meteré yo misma en su cama?

—Bueno, en ese caso la cosa es diferente, pero creo que tardaría mucho en levantarme.

—Correré el riesgo —repuse.

Esa noche, después de la cena y antes de levantarnos de la mesa, le dije en presencia de Amy:

—Oíd, señor… ¿Sabíais que Amy va a compartir vuestro lecho con vos esta noche?

—No, no lo sabía —respondió él—. ¿Es eso cierto, Amy?

—No, señor —dijo ella.

—Vamos, tonta, no digas que no. ¿Acaso no te he prometido meterte en su cama?

Pero la chica volvió a negarse y yo no insistí más.

Por la noche, cuando nos fuimos a acostar, Amy entró a la habitación para desvestirme, y su amo se metió en la cama primero. Luego le conté lo que me había dicho Amy de que no entendía cómo era que no estaba embarazada y que ella se habría quedado encinta dos veces en ese tiempo.

—Sí, Amy, yo también lo creo. Ven aquí y lo comprobaremos.

Pero Amy no se movió.

—Vamos, sinvergüenza, dijiste que, si te metía en su cama, lo harías de todo corazón.

Y la senté, le quité las medias y los zapatos y toda la ropa, prenda a prenda, y la llevé a la cama con él.

—Veamos qué podéis hacer con ella.

Ella retrocedió un poco y trató de impedir que le quitara la ropa, pero hacía calor y no llevaba demasiadas prendas ni corsé. Por fin, cuando vio que hablaba en serio, dejó que hiciera lo que quisiese, así que la desnudé, abrí la cama y la empujé dentro.

No es necesario decir más. Con eso basta para convencer a cualquiera de que no lo consideraba mi marido, y de que había dejado de lado cualquier principio o recato y me las había arreglado para acallar mi conciencia.

Debo decir que Amy se arrepintió y trató de salir de la cama, pero él le dijo:

—Vamos, Amy, ya ves que es tu señora quien te ha metido en mi lecho, cúlpala a ella.

Y la sujetó con fuerza, y, como la muy descarada estaba desnuda con él en la cama, fue tarde para arrepentimientos, así que se quedó inmóvil y dejó que él hiciese lo que quisiera con ella.

Si me hubiese tenido a mí misma por una esposa, es inimaginable que hubiese permitido que mi marido se acostara con mi doncella, y mucho menos delante de mis propios ojos, pues me quedé allí todo el rato, pero como me tenía por una prostituta, sólo puedo decir que quise que mi doncella también lo fuera y no pudiera reprochármelo a mí.

No obstante, Amy estaba menos pervertida que yo y a la mañana siguiente amaneció deshecha y se pasó el día llorando y gimiendo con vehemencia, diciendo que estaba arruinada y acabada, y no hubo manera de tranquilizarla: ¡era una prostituta, una furcia, y estaba acabada! ¡Acabada!

Yo hice lo que pude por consolarla.

—¡Una prostituta! —le dije—. Bueno, y ¿acaso no lo soy yo tanto como tú?

—No, no —replicó Amy—, vos no lo sois, porque estáis casada.

—No lo estoy —respondí—, ni tampoco pretendo estarlo. Él podría casarse contigo mañana mismo si quisiera, pues ni estoy casada ni podría hacer nada para impedirlo.

En fin, el caso es que no logré tranquilizarla y se pasó dos o tres días llorando y lamentándose, aunque poco a poco se fue recuperando.

Sin embargo, las cosas cambiaron mucho entre Amy y su amo, pues, aunque ella siguió teniendo el mismo temperamento que siempre, él empezó a odiarla con toda su alma y creo que incluso habría estado dispuesto a matarla, y de hecho me lo dijo, ya que creía haber cometido una mala acción, mientras que con respecto a nosotros dos tenía la conciencia tranquila, porque le parecía totalmente legítimo y me consideraba tanto su esposa como si lleváramos casados desde jóvenes. Incluso admitía que, en cierto sentido, tenía dos mujeres: una, que era la esposa a quien quería, y otra a la que aborrecía.

A mí me preocupó mucho la aversión que le había cogido a mi doncella y recurrí a todas mis artes para hacerle cambiar de opinión, pues, aunque era cierto que había pervertido a la joven, yo sabía que la principal responsable era yo, y como era muy buena persona acabé por conseguir que se portara mejor con ella y, dado que me había convertido en el agente del diablo para lograr que los demás se volvieran tan malvados como yo, lo animé a acostarse con ella otras veces, hasta que acabó por ocurrir lo que había predicho la pobre chica y quedó encinta.

Ella se preocupó terriblemente y él también.

—Vamos, amigo mío —le dije—, cuando Raquel metió a su doncella en el lecho de Jacob, se hizo cargo de los niños. No os preocupéis, diremos que el hijo es mío. ¿Acaso no fue a mí a quien se le ocurrió la locura de meterla en vuestra cama? La culpa es más mía que vuestra.

Llamé a Amy y traté de consolarla a ella también y le expliqué que tenía intención de ocuparme tanto del niño como de ella y le expuse el mismo argumento:

—Amy, la culpa es toda mía. ¿Acaso no fui yo quien te desnudó y te metió en la cama con él?

Y así, yo, que había sido la causa de su depravación, les consolé a ambos cuando les embargaban los remordimientos y les animé a seguir adelante mas que a arrepentirse.

Cuando Amy empezó a engordar, fue a un lugar que yo había dispuesto para ella, y los vecinos tan sólo supieron que nos habíamos separado. Tuvo una niña preciosa y, cuando estuvo criada, volvió al cabo de medio año para vivir con su antigua señora, pero ni mi caballero ni Amy quisieron volver a repetir la broma, pues, como dijo él mismo, aquella descarada podía llenarnos la casa de hijos.

Después de esto vivimos tan felices y contentos como cabe esperar, teniendo en cuenta nuestras circunstancias, el matrimonio fingido y todo lo demás. Mi caballero no se preocupaba por eso lo más mínimo, pero por muy endurecida que yo estuviera, y creo que llegué a estarlo tanto como pueda concebirse, no podía evitar que hubiese momentos en los que me acometían involuntariamente siniestras reflexiones que me hacían suspirar en mitad de mi canto, y ocasiones en que cierta pesadez de corazón se mezclaba con mi alegría y me llenaba los ojos de lágrimas. Y, dígase lo que se quiera, me parece imposible que sea de otro modo: no puede haber placer en una vida que radique en una maldad evidente. Tarde o temprano, aparecerá la conciencia para recordarnos nuestra perversidad, hagamos lo que hagamos por evitarlo.

Pero no es mi misión predicar sino relatar, y, por mucho que me entristecieran tales reflexiones, yo hacía lo posible para ocultárselas a él y por reprimirlas y acallarlas en mí, por lo que en apariencia vivíamos tan alegres y felices como cualquier pareja. Después de pasar así con él mas de dos años, yo también quedé encinta. Mi caballero se alegró mucho e hizo toda clase de preparativos para el momento del parto, que fue no obstante muy discreto, pues yo no quería compañía y ni siquiera me relacionaba con los vecinos, de modo que no había nadie a quien invitar a la ocasión.

Di a luz sin mayores problemas (a una hija también, como Amy), pero la niña murió a las seis semanas de edad, de modo que todo, los dolores, los gastos, los viajes, etcétera, fue en vano.

Al año siguiente, le compensé dando a luz a un hijo para su enorme contento: era un niño precioso y se crió sano y fuerte. Después de eso, mi marido, como él se llamaba, vino a verme una noche y me explicó que había surgido una complicación, que no sabía cómo resolver, a menos que yo le ayudara, y es que sus negocios le obligaban a trasladarse a Francia unos dos meses.

—Bueno, amigo mío —dije—, y ¿cómo queréis que os ayude?

—Pues permitiéndome partir —respondió—. En ese caso, os explicaré el motivo de mi marcha y vos misma podréis juzgar si es o no necesaria. —Luego, para tranquilizarme, me aseguró que antes de irse haría testamento a mi entera satisfacción.

Yo le respondí que la última parte era tan amable que no podía negarme a la primera, a menos que me permitiese añadir que, si no le suponía un gasto excesivo, estaba dispuesta a ir con él.

Le alegró tanto aquella oferta que afirmó que me recompensaría por ella y la aceptó. Así que al día siguiente me llevó con él a Londres, donde dictó testamento, me lo mostró, lo selló en presencia de testigos y me lo entregó para que lo guardara. Aquel testamento dejaba mil libras en manos de una persona de nuestra entera confianza, para que me las pagara con intereses a mí o a mis herederos en el momento de su muerte. Luego garantizó el pago de mi dote, como lo llamó él, es decir: la carta de compromiso por valor de quinientas libras pagaderas a su muerte, y todos los muebles, vajillas, etcétera.

Fue muy conmovedor que un hombre hiciera todo eso por una persona en mis circunstancias y, tal como le dije a él mismo, habría sido muy ruin negarle cualquier cosa o rehusar acompañarlo a donde quisiera. Así que lo dispusimos todo lo mejor que pudimos: dejamos a Amy al cuidado de la casa y a dos personas de su confianza para que se ocuparan de su negocio de joyería y mantuvieran correspondencia con él.

Tomadas aquellas precauciones, partimos para Francia, llegamos sanos y salvos a Calais, y en ocho cómodas jornadas estábamos en París, donde nos alojamos en la casa de un comerciante inglés conocido suyo que nos recibió muy cortésmente.

Mi caballero había ido a hacer negocios con ciertas personas de alto rango, a quienes les había vendido unas joyas de gran valor por las que había recibido en prenda una elevada suma y, tal como me contó en privado, ganó tres mil
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con el trato, aunque no se lo habría confiado ni a sus amigos más íntimos, pues llevar tanto dinero encima no es tan seguro en París como en Londres.

El viaje se alargó mucho más de lo que pretendíamos, y mi caballero mandó llamar a uno de sus administradores en Londres para que le trajera unos diamantes e incluso volvió a enviarlo allí para que le trajera algunos más. Luego le surgieron otros negocios de forma tan inesperada que llegué a pensar que acabaríamos por instalarnos en París definitivamente, cosa que no me importaba demasiado, teniendo en cuenta que se trataba de mi país natal y que hablaba el idioma a la perfección. Así que alquilamos una buena casa en la ciudad, y nos instalamos con gran comodidad. Además mandé llamar a Amy, pues vivíamos con mucha elegancia, y mi caballero quiso en dos o tres ocasiones comprarme un carruaje, aunque yo decliné su oferta, sobre todo en París, donde por un precio muy moderado me era posible alquilarlo siempre que quisiera. De modo que vivía lujosamente y aún podría haber vivido mejor, si hubiera querido.

Pero, en medio de aquella felicidad, aconteció un terrible desastre que dio al traste con todos mis proyectos y me devolvió al mismo estado en que estaba antes, con la única diferencia de que, en lugar de ser pobre y casi mísera, ahora no sólo tenía dinero, sino que era muy rica.

En París mi caballero pasaba por ser un hombre muy acaudalado, y desde luego lo era, aunque no tan inmensamente rico como creía la gente; pero su perdición fue que siempre llevaba un estuche de piel de zapa en el bolsillo, sobre todo cuando iba a la corte o a casa de los príncipes, en el que guardaba joyas de gran valor.

Un día en que tenía que ir a Versalles a ver al príncipe de… Vino a mi habitación por la mañana, sacó el estuche, porque no iba a mostrarle ninguna joya, sino a recoger una letra de cambio que había recibido de Amsterdam, me lo dio y dijo:

—Querida, creo que es mejor dejar esto aquí, porque tal vez no vuelva hasta la noche y no quiero correr riesgos.

—Entonces no vayáis —respondí.

—¿Por qué? —preguntó él.

—Porque yo tampoco quiero correr riesgos y no os dejaré marchar a menos que me prometáis que no vais a volver tarde.

—No creo que sea peligroso, puesto que no llevo nada de valor, pero para estar más seguro será mejor que os dé esto también. Y me entregó su reloj de oro y un anillo de diamantes que llevaba siempre en el dedo.

—Pero, querido —repliqué—, ahora me dejáis todavía más intranquila, pues, si no os parece peligroso, ¿a qué vienen tantas precauciones? Y, si os lo parece, ¿por qué vais?

—No lo es —respondió él—, siempre que no me quede hasta tarde, y no tengo intención de hacerlo.

—En ese caso, prometedme que volveréis pronto —insistí—, o de lo contrario no os dejaré marchar.

—Así lo haré —dijo—, a menos que no me quede otro remedio. Os aseguro que no pretendo volver tarde, pero, aunque lo hiciera, no vale la pena robarme, pues no llevo encima más que seis
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en mi monedero y esta bagatela. Y me enseñó un pequeño anillo de diamantes, que debía de valer diez o doce
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y que se puso en lugar del que llevaba siempre. Volví a insistirle para que volviera pronto, y me respondió que así lo haría.— Y, si me entretengo más de lo previsto —dijo—, pasaré allí la noche y volveré por la mañana. —Tan prudente solución no logró disipar mi inquietud y así se lo hice saber y le pedí que no se fuese. Le dije que ignoraba el motivo, pero tenía el extraño presentimiento de que, si se iba, le ocurriría alguna desgracia. Él sonrió y me dijo—: En fin, amiga mía, en tal caso, tendríais la vida asegurada, porque todo lo que hay aquí es vuestro. —Cogió el estuche—. Aquí dentro hay una fortuna: si algo me sucediera, es vuestra. —Me entregó el estuche, el anillo, el reloj de oro y la llave de su escritorio y añadió—: También hay un poco de dinero en mi escritorio.

Me quedé mirándolo aterrada, pues su cara me pareció una calavera; luego vi su rostro ensangrentado y de pronto creí ver su ropa cubierta de sangre. Enseguida todo desapareció y volvió a tener un aspecto normal. Al instante rompí a llorar y me abracé a él.

—Amigo mío —le dije—, estoy muy asustada. Es mejor que no vayáis, creedme, u os ocurrirá alguna desgracia.

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