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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Policíaco

Sangre fría (16 page)

BOOK: Sangre fría
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—Vale, entendido. —Intentó nuevamente ordenar sus pensamientos y tranquilizarse—. No tienes ni idea —jadeó—, ni la menor idea, de lo que está en juego aquí. Se remonta a mucho antes de Longitude. —Intentó cambiar de posición en el suelo, pero no pudo—. Se remonta a antes de que tú y yo naciéramos.

—Te escucho.

Esterhazy respiró profundamente. Aquello le resultaba más difícil de lo que nunca había imaginado. La verdad era tan terrible, tanto que...

—Empieza por el principio.

—Corría el mes de abril de 1945 cuando...

De repente la presión de la pistola desapareció.

—¡Mi querido amigo, qué caída tan tonta! Deja que te ayude. —La voz de Pendergast había cambiado y el acento galés había vuelto a hacer acto de presencia—. ¡Te has hecho un corte en la oreja!

Esterhazy notó que la pistola le presionaba el costado desde el bolsillo de Pendergast. Al mismo tiempo oyó que la puerta de un coche se cerraba y voces, un coro de voces. Levantó la cabeza y parpadeó. Un alegre grupo de hombres y mujeres se acercaba con bastones, impermeables, libretas, lápices y cámaras. La furgoneta en la que acababan de llegar se encontraba aparcada justo al otro lado del muro de piedra que rodeaba el cementerio. Ni él ni Pendergast la habían oído llegar en medio del fragor de su enfrentamiento.

—¡Hola! —dijo el que parecía el líder del grupo, acercándose a grandes pasos y agitando un paraguas cerrado—. ¿Se encuentra bien?

—Solo ha sido una pequeña caída sin importancia —contestó Pendergast al tiempo que ayudaba a Esterhazy a ponerse en pie sin dejar de sujetarlo con mano de hierro ni de clavarle la pistola en los riñones.

—Qué agradable encontrar a otra gente en este olvidado rincón de Escocia. Y han venido hasta aquí en bicicleta, ¡ahí es nada! ¿Qué los ha traído hasta estos inhóspitos parajes?

—La iconografía funeraria —repuso Pendergast con notable calma. Sin embargo, su mirada era cualquier cosa menos calma.

Esterhazy hizo un esfuerzo enorme por tranquilizarse. Pendergast acababa de ver frustrados sus planes, pero estaba seguro de que no perdería la menor oportunidad de rematar lo que había empezado.

—¡Pues nosotros somos genealogistas! —dijo el recién llegado—. Nos interesan los nombres. —Tendió una mano—. Soy Rory Monckton, de la Sociedad Genealógica Escocesa.

Mientras el hombre estrechaba la mano de Pendergast, este tuvo que soltar por un momento a Esterhazy.

—Encantado de conocerlo —contestó Pendergast—, pero me temo que tenemos prisa y...

Esterhazy vio entonces su oportunidad.

Lanzó el brazo hacia atrás, golpeó el bulto de la pistola, se dio la vuelta y se agachó rápidamente.

Pendergast disparó, pero no lo bastante rápido, y para entonces Esterhazy ya había sacado su pistola.

—¡Madre de Dios! —El recién llegado se echó al suelo.

El grupo, que había empezado a desplegarse entre las lápidas, se dispersó presa del pánico. Algunos se pusieron a cubierto, mientras que otros corrieron asustados como perdices.

Un segundo disparo desgarró el abrigo de Esterhazy al mismo tiempo que él disparaba contra Pendergast. Refugiándose tras una lápida, el agente del FBI abrió fuego nuevamente, pero falló. No estaba en buena forma. Obviamente la reciente herida lo había debilitado.

Esterhazy disparó dos veces, obligando a Pendergast a permanecer acurrucado, y después echó a correr como un loco hacia la furgoneta. La rodeó por fuera, saltó dentro y se mantuvo agachado.

Las llaves estaban puestas.

Una bala atravesó la ventanilla, rozándolo con fragmentos de cristal. Esterhazy devolvió el disparo.

Luego, puso en marcha el motor y siguió disparando con una mano por la destrozada ventanilla, por encima de las cabezas de los aterrorizados genealogistas y entre las lápidas, obligando a Pendergast a mantenerse a cubierto. Un coro de gritos invadió el cementerio cuando Esterhazy metió la marcha atrás y aceleró arrojando una lluvia de piedras con los neumáticos. Oyó que las balas de Pendergast impactaban en la parte de atrás del vehículo mientras clavaba el pie en el acelerador y se alejaba.

Otra ráfaga alcanzó la furgoneta justo antes de que coronara la colina y desapareciera por el otro lado. No daba crédito a su buena suerte. Se dijo que la iglesia de St. Muns se encontraba a unos veinte kilómetros de Lochmoray y que por allí los móviles no tenían cobertura. No había coches, solo un par de viejas bicicletas.

Calculó que tardaría un par de horas, quizá menos, en llegar al aeropuerto más próximo.

Capítulo 25

Edimburgo, Escocia

—Ya puede ponerse la camisa, señor Pendergast.

El anciano médico guardó los instrumentos en su maletín con movimientos rápidos y precisos: el estetoscopio, el medidor de tensión, la linterna, el otoscopio y el oftalmoscopio. Por último, guardó el ECG portátil. Cerró la bolsa, contempló la lujosa suite del hotel y después lanzó una mirada de reprobación a Pendergast.

—Esa herida ha cicatrizado mal —dijo.

—Lo sé. Las condiciones de la recuperación no fueron lo que se dice idóneas.

El médico dudó.

—Está claro que es una herida de bala.

—Sí. —Pendergast se abotonó la camisa y se puso encima una bata de seda con un discreto dibujo de cachemira—. Fue un accidente de caza.

—Ya sabrá que hay que dar parte a la policía de esos accidentes.

—Muchas gracias, las autoridades están informadas de todo lo relevante.

El ceño del médico se arrugó un poco más.

—Está usted muy débil. Sufre de anemia y arritmia. Yo le recomendaría un par de semanas de descanso en cama, a ser posible en un hospital.

—Le agradezco el diagnóstico, doctor, y tendré muy en cuenta su consejo. Ahora, si es tan amable de entregarme el informe de mis constantes vitales y el electrocardiograma, estaré encantado de abonarle sus servicios.

Cinco minutos más tarde, el médico salía de la suite y cerraba suavemente la puerta. Pendergast se lavó las manos en el cuarto de baño y descolgó el teléfono.

—¿En qué puedo servirlo, señor Pendergast?

—Por favor, haga que me suban a la habitación lo necesario para un cóctel: ginebra Old Raj, vermut Noilly Prat y limón.

—De acuerdo, señor.

Colgó el teléfono, cruzó la habitación, abrió las ventanas y salió a la pequeña terraza. El rumor de la ciudad lo envolvió. El atardecer era fresco. Más abajo, en Princess Street, varios taxis hacían cola ante la puerta del hotel. Los viajeros entraban y salían de la estación Waverly. Pendergast alzó la vista por encima de la Ciudad Vieja y contempló el gran castillo de Edimburgo, profusamente iluminado, recortándose contra el purpúreo resplandor del ocaso.

Oyó que llamaban a la puerta y que esta se abría. Un camarero entró con una bandeja en la que había copas, una coctelera, hielo, dos botellas y un plato con unas peladuras de limón.

—Gracias —dijo Pendergast mientras entraba en la habitación y le deslizaba un billete en la mano.

—Es un placer, señor.

Cuando el camarero se hubo marchado, llenó la coctelera con hielo, echó varios dedos de ginebra, un chorrito de vermut y agitó la mezcla durante cincuenta segundos. A continuación, la vertió en una de las copas y estrujó encima un trozo de corteza de limón. Se llevó la bebida a la terraza, se instaló cómodamente en una de las tumbonas y se sumió en sus pensamientos.

Al cabo de una hora, entró para llenarse la copa y volvió a instalarse fuera, donde permaneció otra hora sin moverse. Cuando hubo apurado el segundo cóctel, cogió el móvil y marcó un número.

El timbre del teléfono sonó varias veces, hasta que contestó una voz soñolienta.

—D'Agosta. ¿Diga?

—Hola, Vincent.

—¿Pendergast?

—Sí.

—¿Dónde estás? —Esta vez era una voz de alerta.

—En el hotel Balmoral de Edimburgo.

—¿Y cómo vas de salud?

—Todo lo bien que se puede esperar.

—¿Y Esterhazy? ¿Qué ha pasado con él?

—Logró escapar de mis garras.

—¡Dios mío! ¿Cómo fue?

—Los detalles carecen de importancia. Bastará con que te diga que hasta los planes más cuidadosamente trazados pueden ser víctimas de un imprevisto.

—¿Y dónde está ahora?

—En el aire, en algún vuelo internacional.

—¿Cómo puedes estar tan seguro de eso?

—Porque robó una furgoneta y la han encontrado abandonada en la cuneta de una carretera secundaria, junto al aeropuerto de la ciudad.

—¿Cuándo?

—Esta tarde.

—Bien. Eso quiere decir que su avión no ha aterrizado todavía. Dime adonde se dirige ese hijo de puta y tendré un comité esperándole para darle la bienvenida.

—Me temo que eso no podrá ser.

—¿Por qué no? ¡No me dirás que piensas dejarlo escapar!

—No es eso. He hecho algunas comprobaciones con inmigración y control de pasaportes. No existe constancia de que ningún Judson Esterhazy haya salido de Escocia. Han salido cientos de estadounidenses, pero no Judson.

—Entonces la furgoneta abandonada no es más que una treta y él sigue escondido por ahí.

—No, Vincent. Le he dado mil vueltas desde todos los puntos de vista posibles y estoy seguro de que ha salido del país, seguramente con rumbo a Estados Unidos.

—¿Cómo narices puede haberlo hecho sin pasar por el control de pasaportes?

—Cuando la investigación terminó, Esterhazy hizo saber que se marchaba de Escocia. En control de pasaportes tienen constancia de la fecha y del número del vuelo; sin embargo, no hay el menor indicio de que volviera, aunque nosotros sabemos que lo hizo.

—Eso no puede ser, no con la seguridad que hay hoy en día en los aeropuertos.

—Puede ser si está utilizando un pasaporte falso.

—¿Un pasaporte falso?

—Seguramente consiguió uno en Estados Unidos, cuando volvió después de la investigación.

Siguió un breve silencio.

—Actualmente es casi imposible falsificar un pasaporte de Estados Unidos. Tiene que haber otra explicación.

—No la hay. Esterhazy tiene un pasaporte falso, lo cual resulta muy preocupante.

—No podrá esconderse. Le echaremos los perros.

—Sabe que estoy vivo y que estoy deseando atraparlo, así que se esconderá. A corto plazo, no tiene sentido buscarlo. Está claro que ha recibido ayuda profesional. En consecuencia, mis investigaciones deben seguir un nuevo camino.

—¿Sí? ¿Y qué camino es ese?

—Debo descubrir por mi cuenta el paradero de mi esposa.

Aquella respuesta fue recibida con un silencio más prolongado que el anterior.

—Mira, Pendergast, lamento tener que insistir, pero ya sabes dónde está tu mujer: en el panteón familiar.

—No, Vincent. Helen está viva. Nunca he estado tan seguro de algo como de esto.

D'Agosta suspiró ruidosamente.

—No permitas que te haga esto. ¿Acaso no ves lo que está ocurriendo? Sabe perfectamente lo mucho que Helen representaba para ti y que harías cualquier cosa para conseguir recuperarla. Está manipulándote por algún sádico motivo.

Cuando Pendergast no contestó, D'Agosta juró entre dientes.

—Supongo que esto significa que has dejado de esconderte...

—Ya no tiene sentido que lo haga. De todas maneras, tengo previsto pasar desapercibido durante un tiempo. No hay razón para que dé cuenta de mis movimientos.

—¿Puedo ayudarte en algo desde aquí?

—Podrías ir a ver a Constance al hospital Mount Mercy. Asegúrate de que no le falta nada.

—Hecho. ¿Y tú? ¿Qué harás ahora?

—Lo que te he dicho: encontrar a mi mujer.

Dicho lo cual, Pendergast colgó.

Capítulo 26

Bangor, Maine

Había pasado el control de inmigración y recuperado sin problemas sus maletas. Sin embargo, Judson Esterhazy no se sentía con valor suficiente para abandonar la sección de equipajes. Siguió sentado en el último asiento de una hilera de sillas de plástico, escrutando el rostro de todos los que pasaban. El aeropuerto internacional de Bangor, en Maine, era el más recóndito del país, y Esterhazy había cambiado dos veces de vuelo —primero en Shannon y después en Quebec— para borrar su rastro y dificultar la persecución a Pendergast.

Un hombre se sentó pesadamente a su lado, y Esterhazy lo miró con suspicacia. Pero ese viajero debía de pesar casi doscientos kilos, ni siquiera Pendergast habría podido simular los michelines de tejido adiposo que rebosaban por encima de su cinturón. Esterhazy volvió a centrarse en los rostros de la gente que pasaba. Pendergast podía ser fácilmente uno de ellos. Sin embargo, con sus credenciales del FBI podía encontrarse en uno de los despachos de seguridad, observándolo a través de los monitores de circuito cerrado. O podía estar aparcado ante su casa de Savannah. O peor aún, esperándolo dentro.

La emboscada que Pendergast le había tendido en Escocia le había dado un susto de muerte. Una vez más, le había embargado una combinación de pánico y rabia. Tantos años borrando sus huellas, teniendo un cuidado exquisito, y de repente Pendergast lo desmontaba todo. El agente del FBI no tenía la menor idea de las dimensiones de la caja de Pandora que estaba abriendo. Cuando «ellos» intervinieran... Se sentía implacablemente atrapado entre Pendergast por un lado y la Alianza por el otro.

Se aflojó el cuello de la camisa y respiró hondo para aplacar el pánico. Él era capaz de manejar la situación. Tenía la inteligencia y los medios necesarios para lograrlo. Pendergast no era invencible. Debía de haber una manera de salir airoso de aquello. Se escondería, desaparecería durante un tiempo. Así tendría ocasión de reflexionar.

Pero ¿qué lugar podía ser tan remoto y olvidado para que Pendergast no lo encontrara? En cualquier caso, aunque pudiera esconderse en algún rincón lejano, no estaba dispuesto a vivir con miedo, año tras año, como habían hecho Slade y los Brodie.

Los Brodie. Se había enterado de su horrible muerte por los periódicos. Sin duda la Alianza los había descubierto. Había sido un shock, pero tendría que haberlo imaginado. June Brodie apenas sabía en qué se había metido o, mejor dicho, en qué la habían metido Slade y él. De haberlo sabido, nunca habría salido de aquel pantano. Se le antojaba increíble que Slade, incluso en plena locura y declive, nunca hubiera traicionado el más importante de los secretos.

En aquel momento de miedo y desesperación, Esterhazy comprendió por fin lo que debía hacer. Había una respuesta, solo una. No podía hacerlo solo. Con Pendergast rondando por ahí, tenía que echar mano del último recurso: debía ponerse en contacto con la Alianza y hacerlo de forma rápida y proactiva. Si no se lo decía, y ellos se enteraban por su cuenta, sería mucho más peligroso. Debían verlo con ánimo colaborador, alguien de confianza, a pesar de que eso significara ponerse completamente en sus manos una vez más.

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