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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Policíaco

Sangre fría (24 page)

BOOK: Sangre fría
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—¿Cuánto falta? —inquirió Betterton doblando el pañuelo.

—Quince minutos —contestó Hiram; lanzó otro salivazo por la borda—. Puede que veinte. Estamos a punto de adentrarnos en la espesura.

«No bromea», pensó Betterton. Los árboles se cerraban a ambos lados y sus ramas formaban en lo alto una bóveda que tapaba la luz del sol. El ambiente era tan denso y húmedo que tenía la sensación de hallarse bajo el agua. Los insectos zumbaban, las aves graznaban y, de vez en cuando, se oía el fuerte chapoteo de un cocodrilo que se sumergía en el agua.

—¿Cree que ese tipo del FBI llegó hasta Spanish Island?

—No lo sé —contestó Hiram—. No lo dijo.

Betterton había pasado dos días sumamente entretenidos examinando los antecedentes del agente Pendergast. No había sido fácil, podría haberles dedicado una semana entera. Puede que incluso un mes. El agente del FBI pertenecía a los Pendergast de Nueva Orleans, una familia de abolengo con antepasados ingleses y franceses. La palabra «excéntricos» se quedaba corta para definirlos: entre sus miembros había habido científicos, exploradores, mercachifles, magos, timadores y... asesinos. Sí, asesinos. Una tía abuela había envenenado a toda su familia y había acabado en un manicomio. Un tío de varias generaciones atrás había sido mago y maestro de Houdini. El propio Pendergast tenía un hermano que al parecer había desaparecido en Italia y sobre el que abundaban los rumores extraños y escaseaban las respuestas.

Pero lo que más intrigaba a Betterton era el incendio. Cuando Pendergast era pequeño, una turba había pegado fuego a la mansión familiar de Dauphine Street. La investigación fue incapaz de determinar exactamente el motivo. Aunque nadie reconoció haber formado parte de la turba, casi todos los interrogados por la policía apostaron razones diferentes y contradictorias para la quema de la casa: que la familia se dedicaba al vudú; que uno de los hijos mataba por placer las mascotas de los vecinos; que la familia planeaba envenenar el agua de la ciudad. Sin embargo, cuando Betterton consiguió abrirse paso entre todas esas informaciones incoherentes, intuyó que tras aquella acción había habido algo más: una sutil campaña de desinformación dirigida por alguien que se proponía destruir a los Pendergast.

Por lo visto esa familia tenía un secreto y poderoso enemigo.

El fondo de la planeadora rozó un banco de lodo poco profundo y Hiram aceleró. Un poco más adelante, el frondoso canal se bifurcaba. El viejo aminoró hasta casi detener la embarcación. A los ojos de Betterton ambos ramales eran idénticos: oscuros y siniestros, con enredaderas y ramas que colgaban de lo alto como salchichas en un ahumadero. Hiram se rascó la barbilla y alzó los ojos al cielo, como buscando inspiración en las alturas.

—No nos habremos perdido, ¿verdad? —preguntó Betterton. Pensó que quizá no había sido prudente ponerse en manos de aquel viejo borrachín. Si algo les ocurría en medio de aquellos parajes, podía darse por muerto. No había la menor posibilidad de que él fuera capaz de encontrar el camino de vuelta en aquellas laberínticas marismas.

—No —respondió Hiram. Tomó otro trago de whisky y, sin vacilar, dirigió la planeadora hacia el ramal de la izquierda.

El canal se estrechó aún más, bordeado de cañaverales y jacintos de agua. Los graznidos y los trinos de una fauna invisible se hicieron más fuertes. Rodearon un viejo tocón que asomaba en el agua igual que una estatua rota. Hiram redujo de nuevo la velocidad para tomar una curva muy cerrada y apartó los colgajos de liquen que le tapaban la vista.

—Debería estar aquí mismo —dijo.

Manejando con suavidad el acelerador, guió con cuidado la planeadora por el oscuro y fangoso canal. Betterton se agachó cuando pasaron bajo una tupida cortina de liquen, se levantó de nuevo e intentó ver qué había más allá. Los helechos y las hierbas altas parecían dar paso a un sombrío claro. El periodista aguzó la vista y, de repente, contuvo el aliento.

El pantano se abría a una pequeña extensión de tierra firme rodeada de antiguos cipreses. Toda la zona se veía requemada, como si la hubieran bombardeado con Napalm. Decenas de pilones de madera creosotada, quemados y ennegrecidos, se alzaban hacia el cielo cual dientes. Por todas partes había maderos quemados, restos retorcidos de metal y escombros. Un olor acre y húmedo flotaba en el lugar como una niebla.

—¿Esto es Spanish Island? —preguntó Betterton, incrédulo.

—Lo que queda de ella, me parece —contestó Hiram.

La lancha planeadora se acercó a la fangosa orilla. Betterton saltó a tierra y subió por la pendiente a paso vivo, apartando porquería con los pies. Los escombros se extendían al menos en un cuarto de hectárea y entre ellos había todo tipo de cosas: mesas de metal, somieres, cubiertos, cristales, sofás, libros medio quemados y —para su sorpresa— los restos ennegrecidos, aplastados y retorcidos de unas máquinas que no sabía para qué servían. Se agachó ante una y la levantó. A pesar de las altas temperaturas a las que había sido sometida, Betterton vio que se trataba de un tipo de dispositivo de medición: plancha de acero inoxidable con un dial y una aguja que medía algo en milímetros. En una esquina había un pequeño logotipo: precision medical equipment, fall river, mass.

¿Qué demonios había ocurrido allí?

Oyó la voz de Hiram a su espalda, chillona y nerviosa.

—Quizá deberíamos volver.

De repente, Ned se percató del silencio que reinaba allí. A diferencia de en el resto del pantano, las aves y los insectos de Spanish Island eran silenciosos. Había algo ominoso en aquella quietud. Volvió a mirar la confusión de restos que se amontonaban en el suelo, las extrañas piezas de metal requemado y la retorcida maquinaria. Ese lugar estaba muerto.

Peor aún, lleno de fantasmas.

De pronto, Betterton se dio cuenta de que lo único que deseaba era salir de allí cuanto antes. Dio media vuelta y se encaminó hacia la planeadora. Hiram, al parecer poseído por la misma urgencia, ya estaba preparado. Salieron como alma que lleva el diablo y marcaron a toda prisa las enfangadas aguas del estrecho y serpenteante ramal que llevaba hasta Lake End.

Betterton miró una vez —una sola— por encima del hombro el tupido verdor que dejaban atrás, la misteriosa espesura de enredaderas y plantas acuáticas que parecía formar un impenetrable entramado.

No sabía qué secretos escondía, no sabía qué horribles sucesos habían ocurrido en Spanish Island, pero estaba seguro de una cosa: de una manera o de otra, aquel escurridizo cabrón de Pendergast estaba en el centro de todo.

Capítulo 40

River Pointe, Ohio

La campana de la iglesia episcopaliana de St. Paul, en el barrio de clase media a las afueras de Cleveland, dio las doce de la noche. Las anchas calles estaban silenciosas y desiertas. Las hojas muertas se amontonaban junto a las aceras, empujadas por la brisa nocturna, y un perro ladraba en la distancia.

En la blanca casa de madera de la esquina de Church Street con Sycamore Terrace solo una de las ventanas del primer piso estaba iluminada. Tras ella —cerrada, atrancada y con las cortinas echadas— había una habitación abarrotada de artilugios. Una estantería que iba del suelo al techo albergaba una batería de servidores de Nivel-1, numerosos servidores de Nivel-3, varios conectores Ethernet de cuarenta y ocho gigabits y un dispositivo NAS con varios discos configurados en RAID-2. En otra había dispositivos de monitorización, tanto activos como pasivos, rastreadores e interceptadores de señales de radio civiles y policiales. Todas las superficies disponibles estaban ocupadas por teclados, amplificadores de señal inalámbricos, termómetros digitales de infrarrojos, verificadores de red y extractores Molex. En un estante alto había un antiguo módem con un acoplador acústico que todavía parecía hallarse en uso. El aire estaba cargado de olor a polvo y a mentol. La única iluminación del cuarto provenía de las pantallas de cristal líquido y de los indicadores de los paneles.

En medio de la habitación había una figura encorvada en una silla de ruedas. Vestía un viejo pijama y un albornoz. Se movía lentamente de terminal en terminal, comprobando lecturas, leyendo líneas de código y, de vez en cuando, introduciendo órdenes a toda velocidad en alguno de los numerosos teclados inalámbricos. Tenía una mano medio aplastada, con los dedos encogidos y deformados. Aun así, tecleaba con sorprendente facilidad.

De repente se detuvo. Una luz amarilla se había encendido en un dispositivo situado sobre la pantalla principal.

La figura dirigió la silla rápidamente hasta el terminal e introdujo en el teclado una serie de instrucciones. La pantalla se convirtió en el acto en un mosaico de imágenes en blanco y negro que recogían las señales de las numerosas cámaras de seguridad repartidas por toda la casa y sus alrededores.

Examinó rápidamente las imágenes. Nada.

El pánico que lo había embargado en un instante menguó. Su sistema de vigilancia era de primera y doblemente redundante. De haberse producido una intrusión, una docena de sensores de movimiento y alarmas de proximidad lo habrían alertado al instante. Aquello tenía que ser un fallo electrónico, nada más. Esa misma mañana había hecho un diagnóstico del sistema y...

De pronto una luz roja empezó a parpadear junto a la amarilla y una alarma comenzó a sonar a bajo volumen.

El miedo y la incredulidad se apoderaron de él. ¿Una intrusión en toda regla sin el menor aviso? Eso era imposible, inimaginable. La mano deforme buscó una pequeña caja metálica montada en el brazo de la silla y levantó la cubierta de seguridad del interruptor. Un ganchudo dedo acarició el botón. Cuando lo presionara, ocurrirían varias cosas en muy poco tiempo: el 911 avisaría a la policía, los bomberos y el servicio de ambulancias; unas potentes lámparas de sodio se encenderían por toda la casa; las alarmas se dispararían a todo volumen; una serie de dispositivos desmagnetizadores, repartidos estratégicamente por la habitación, generarían una señal que borraría en quince segundos el contenido de los discos duros; y, por último, se dispararía un generador de pulsos electromagnéticos que freiría tanto los circuitos como los microprocesadores de todos los aparatos electrónicos del primer piso.

El dedo se apoyó en el botón.

—Buenas noches, Mime —dijo una voz inconfundible desde el oscuro pasillo.

La mano se apartó bruscamente.

—¿Pendergast?

El agente especial asintió y entró en la habitación.

Durante unos instantes el individuo de la silla de ruedas fue incapaz de reaccionar.

—¿Cómo has conseguido entrar? ¡Mi sistema de seguridad es inviolable!

—Desde luego que sí. Al fin y al cabo, yo pagué el diseño y la instalación.

El otro envolvió su delgado cuerpo con el albornoz. Había recobrado la calma.

—Teníamos un trato: no encontrarnos cara a cara nunca más.

—Soy consciente de ello, y lamento profundamente haberlo roto. Pero tengo una petición que hacerte y... me pareció que si te la hacía en persona comprenderías mejor su verdadera urgencia.

Una sonrisa cínica se dibujó en las pálidas facciones de Mime.

—Ya veo. Míster agente secreto tiene una petición que hacer al bueno de Mime, una más.

—Nuestra relación siempre ha funcionado... ¿cómo decirlo? basándose en un principio simbiótico. ¿Acaso no fue hace apenas dos meses cuando dispuse lo necesario para que instalaran en esta casa una línea de fibra óptica?

—En efecto, y eso me ha permitido disfrutar de tres mil megas por segundo. Para mí se acabaron las esperas aburridas.

—¿Y acaso no fui decisivo a la hora de que retiraran aquellos molestos cargos que había contra ti? Lo recuerdas, ¿no? Los del Departamento de Defensa que alegaban...

—Está bien, míster agente secreto, no lo he olvidado. ¿Qué puedo hacer por ti esta noche? El Ciber-Emporio de Mime está abierto para lo que necesites. No hay cortafuegos lo bastante grande ni algoritmo lo bastante encriptado.

—Necesito información sobre cierta persona. Lo ideal sería conocer su paradero, pero cualquier cosa me servirá: historial médico, documentos legales, movimientos bancarios. Desde la fecha de su presunta muerte hacia delante.

El enjuto y extrañamente infantil rostro de Mime pareció animarse al oír aquello.

—¿Su presunta muerte?

—Sí. Estoy convencido de que la mujer en cuestión está viva. Sin embargo, tengo la certeza de que utiliza un nombre falso.

—Pero imagino que sabes el verdadero...

Pendergast tardó en responder.

—Helen Esterhazy Pendergast —dijo al fin.

—Helen Esterhazy Pendergast —repitió Mime. Su rostro revelaba cada vez mayor interés—. Esta sí que no me la esperaba. —Reflexionó unos instantes—. Naturalmente, necesitaré que me facilites toda la información personal que tengas, si quieres que haga una búsqueda amplia de tu... de tu...

—Esposa. —Pendergast le entregó una gruesa carpeta.

Mime la cogió con su mano deforme y la hojeo ávidamente.

—Por lo visto ya has hecho tus propias averiguaciones —dijo.

—Las investigaciones a través de los canales oficiales no han dado resultado.

—Ah. O sea que M-Logos no te ha servido de nada, ¿eh? —Cuando Pendergast no contestó, Mime rió—. Y ahora míster agente secreto quiere que yo lo intente desde el otro lado de la ciber-calle. Que levante las alfombras virtuales y mire qué hay debajo.

—No son unas metáforas demasiado afortunadas, pero sí, esa es la idea.

—Bueno, esto me llevará un rato. Disculpa pero aquí no hay más sillas, si quieres tráete una de la habitación de al lado. Solo te pido que no enciendas ninguna luz. —Mime señaló un contenedor de comida envasada que había en un rincón—. ¿Un Twinkie? —ofreció.

—No, gracias.

—Como quieras.

Durante los siguientes noventa minutos, ninguno de los dos dijo una sola palabra. Pendergast permaneció sentado en un rincón oscuro, tan quieto como una estatua de Buda, mientras Mime iba de un lado a otro en su silla de ruedas, de terminal en terminal, unas veces tecleando rápidas instrucciones y otras repasando las lecturas que iban apareciendo en las incontables pantallas. A medida que los minutos fueron pasando, la figura de la silla de ruedas parecía cada vez más encogida y preocupada. Los suspiros eran cada vez más frecuentes. De vez en cuando, una mano golpeaba con irritación un teclado.

Al fin, Mime se apartó del terminal principal con aire indignado.

BOOK: Sangre fría
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