Seda

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Authors: Alessandro Baricco

BOOK: Seda
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Alessandro Baricco presentaba
Seda
en su país con estas palabras: "Ésta no es una novela. Ni siquiera es un cuento. Ésta es una historia, que empieza con un hombre que atraviesa el mundo, y acaba con un lago que permanece inmóvil, en una jornada de viento". Con un ritmo cuidadosamente estudiado, el autor despliega una historia entre Francia y Japón y el comercio de sada, en la que se entremezclan con exquisita sencillez y serena elegancia el amor, el dolor, la melancolía y el deseo. Pero no es solamente una historia de amor. En palabras del propio autor, "si sólo fuera una historia de amor, no habría valido la pena contarla".

Alessandro Baricco

Seda

ePUB v1.1

jabo
16.07.11

1

Aunque su padre hubiera imaginado para él un brillante porvenir en el ejercito, Hervé Joncour había terminado por ganarse la vida con un oficio insólito, al cual no le era extraña, por singular ironía, una característica tan amable que traicionaba una vaga entonación femenina.

Para vivir; Hervé Joncour compraba y vendía gusanos de seda.

Corría el año de 1861. Flaubert estaba escribiendo Salambó, la iluminación eléctrica era todavía una hipótesis y Abraham Lincoln, al otro lado del océano, estaba combatiendo en una guerra de la cual no vería el fin.

Hervé Joncour tenía 32 años. Compraba y vendía. Gusanos de seda.

2

Para ser exactos, Hervé Joncour compraba y vendía los gusanos cuando su existencia de gusano consistía en ser huevos minúsculos, de color gris o amarillo, inmóviles y aparentemente muertos. Bastaba la palma de una mano para tener millares.

"Lo que se dice tener una fortuna en la mano.”

A principios de mayo los huevos se rompían, liberando una larva que, después de 30 días de febril alimentación a base de hojas de morera, procedía a encerrarse nuevamente en un capullo, para luego salir definitivamente dos semanas más tarde, dejando tras de sí un patrimonio que en seda hacía mil metros de hilo crudo y en dinero una bonita cantidad de francos franceses: suponiendo, claro está, que todo esto acaeciera en el respeto de las reglas y, como en el caso de Hervé Joncour, en alguna región de la Francia meridional.

Lavilledieu era el nombre del lugar en el cual vivía Hervé Joncour. Hélene el de su mujer.

No tenían hijos.

3

Para evitar los daños de las epidemias que cada vez con mayor frecuencia afligían los cultivos europeos, Hervé Joncour llegaba incluso a cruzar el Mediterráneo para adquirir los huevos de gusano en Siria y Egipto. En eso consistía la característica más exquisitamente aventurera de su trabajo. Cada año, a principios de enero, partía. Atravesaba mil seiscientas millas de mar y ochocientos kilómetros de tierra. Escogía los huevos, discutía el precio, los compraba. Después se volvía, atravesaba ochocientos kilómetros de tierra y mil seiscientas millas de mar y entraba de nuevo en Lavilledieu, de ordinario el primer domingo de abril, de ordinario a tiempo para la Misa Mayor.

Trabajaba todavía dos semanas más para poner a punto los huevos y venderlos. El resto del año, descansaba.

4

—¿Cómo es África? —le preguntaban.

—Cansada.

Tenía una gran casa en las afueras del pueblo y un pequeño laboratorio en el centro, justo enfrente de la casa abandonada de Jean Berbeck.

Jean Berbeck había decidido un día que no hablaría nunca más. Mantuvo la promesa. La mujer y las dos hijas lo abandonaron. Él murió. Nadie quiso su casa; así, ahora era una casa abandonada.

Comprando y vendiendo gusanos de seda, Hervé Joncour ganaba cada año una cifra suficiente para asegurarse a sí y a su mujer esas comodidades que en provincia tienden a considerarse como un lujo. Gozaba con discreción de sus haberes y la perspectiva, verosímil, de llegar a ser realmente rico lo dejaba del todo indiferente. Era, por otra parte, uno de esos hombres a los que les gusta asistir su propia vida, considerando impropia cualquier ambición de vivirla.

Se habrá notado que ellos observan su propio destino del modo en que la mayoría suele observar un día de lluvia.

5

Si se lo hubieran preguntado, Hervé Joncour habría respondido que su vida continuaría así para siempre. Al inicio de los años sesenta, sin embargo, la epidemia de pebrina que había destruido los huevos de los cultivos europeos se difundió al otro lado del mar, alcanzando África y, según algunos, incluso la India. Hervé Joncour volvió de su habitual viaje, en 1861, con una carga de huevos que se reveló, dos meses después, casi totalmente infectada. Para Lavilledieu, como para tantas otras ciudades que fundaban su riqueza en la producción de seda, aquel año pareció representar el comienzo del fin. La ciencia se mostraba incapaz de comprender las causas de las epidemias, y todo el mundo, hasta en las regiones más lejanas, parecía prisionero del aquel sortilegio sin explicación.

—Casi todo el mundo —dijo despacio Baldabiou—. Casi —agregando dos dedos de agua a su Pernod.

6

Baldabiou era el hombre que veinte años antes había llegado al pueblo, había enfilado directo a la oficina del alcalde, había entrado sin hacerse anunciar, le había puesto encima del escritorio una bufanda de seda color ocaso y le había preguntado:

—¿Sabe qué es esto?

—Cosas de mujer.

—Se equivoca. Cosas de hombre: dinero.

El alcalde lo echó. Él construyó una hilandería abajo del río, un cobertizo para el cultivo de gusanos a espaldas del bosque y una capilla dedicada a santa Inés en el cruce de caminos de Vivier. Contrató una treintena de trabajadores, hizo traer de Italia una misteriosa máquina de madera, todas ruedas y engranajes, y no dijo nada más por siete meses. Después volvió a donde el alcalde, poniéndole sobre el escritorio, bien ordenados, treinta mil francos en billetes de alta denominación.

—¿Sabe qué es esto?

—Plata.

—Se equivoca. Es la prueba de que usted es un pendejo.

Volvió a coger los billetes; los metió en la cartera e hizo el ademán de irse. El alcalde lo detuvo.

—¿Qué diablos debería hacer?

—Nada; y será el alcalde de un pueblo rico.

Cinco años después Lavilledieu tenía siete hilanderías y se había convertido en uno de los principales centros europeos de sericicultura y filatura de la seda. No todo era propiedad de Baldabiou. Otros notables y terratenientes de la zona lo habían seguido en aquella curiosa aventura empresarial. A cada uno Baldabiou le había revelado, sin problemas, los secretos del oficio. Eso lo divertía mucho más que hacer dinero a montones. Enseñar. Y tener secretos que contar. Era un hombre así.

7

Baldabiou era, también, el hombre que ocho años antes había cambiado la vida de Hervé Joncour. Eran los tiempos en que las primeras epidemias habían comenzado a mellar la producción europea de huevos de gusano. Sin descomponerse, Baldabiou había estudiado la situación y había llegado a la conclusión de que el problema no había que resolverlo; había que evitarlo. Tenía una idea, le faltaba la persona apropiada. Se dio cuenta de haberla encontrado cuando vio a Hervé Joncour pasar delante del café de Verdun, elegante en su uniforme de subteniente de infantería y orgulloso en su paso de militar en licencia. Tenía 24 años, entonces, Baldabiou lo invitó a su casa, le desplegó delante un atlas lleno de nombres exóticos y le dijo

—Felicitaciones. Finalmente has encontrado un trabajo serio, muchacho.

Hervé Joncour oyó toda una historia que hablaba de gusanos, de huevos, de pirámides y de viajes en barco. Luego dijo:

—No puedo.

—¿Por qué?

—En dos días termina mi licencia. Debo regresar a París.

—¿Carrera militar?

—Sí. Así lo ha querido mi padre.

—No es un problema.

Tomó a Hervé Joncour y lo llevó a donde el padre.

—¿Sabe quién es éste? —le preguntó después de haber entrado en su estudio sin hacerse anunciar.

—Mi hijo.

—Mire mejor.

El alcalde se recostó contra el espaldar de su poltrona de cuero y comenzó a sudar.

—Mi hijo Hervé, que en dos días volverá a París, donde lo espera una brillante carrera en nuestro ejército, si Dios y santa Inés lo quieren.

—Exacto. Sólo que Dios está ocupado en otras cosas y santa Inés detesta a los militares.

Un mes más tarde Hervé Joncour partió para Egipto.Viajó en un barco llamado Adel. A los camarotes llegaba el olor de la cocina, había un inglés que decía haber combatido en Waterloo, la tarde del tercer día vieron delfines brillar en el horizonte como olas borrachas, en la ruleta caía siempre el dieciséis.

Volvió dos meses después —el primer domingo de abril, a tiempo para la Misa Mayor con millares de huevos envueltos en algodón en dos grandes cajas de madera. Tenía un montón de cosas que contar. Pero lo que le dijo Baldabiou, cuando se quedaron solos, fue:

—Háblame de los delfines.

—¿De los delfines?

—De la vez que los viste. Ése era Baldabiou.

Nadie sabía cuántos años tenía.

8

—Casi todo el mundo —dijo despacio Baldabiou.

Casi —agregando dos dedos de agua a su Pernod, Noche de agosto, después de medianoche, A esa hora, de ordinario, Verdun había cerrado hacía rato, Las sillas estaban vueltas, en orden, sobre las mesas. Había limpiado la barra y todo lo demás. No quedaba sino apagar las luces y cerrar. Pero Verdun, esperaba: Baldabiou hablaba.

Sentado frente a él, Hervé Joncour, con un cigarrillo apagado entre los labios, escuchaba, inmóvil.

Como ocho años antes, dejaba que ese hombre volviera a escribirle ordenadamente su destino. Su voz le llegaba débil y nítida, sincopada por los periódicos sorbos de Pernod. Estuvo hablando minutos y minutos sin parar. La última cosa que dijo fue:

—No tenemos opción. Si queremos sobrevivir, debemos llegar hasta allá. Silencio.

Verdun, apoyado en la barra, levantó la mirada hacia los dos.

Baldabiou se empeñó en encontrar todavía un sorbo de Pernod en el fondo del vaso.

Hervé Joncour puso el cigarrillo en el borde de la mesa antes de decir:

—¿Y en dónde queda, exactamente, el tal Japón?

Baldabiou alzó la punta de su bastón y la apuntó hacia el otro lado de los techos de Saint-August.

—Siempre derecho hacia allá. Dijo.

—Hasta el fin del mundo.

9

En esos tiempos el Japón estaba, en efecto, al otro lado del mundo. Era una isla hecha de islas y por doscientos años había vivido completamente separada del resto de la humanidad, rechazando cualquier contacto con el continente y prohibiendo el acceso de cualquier extranjero. La costa china distaba casi doscientas millas, pero un decreto imperial había conseguido volverla aún más lejana, prohibiendo en toda la isla la construcción de barcos con más de un mástil. Según una lógica a su modo iluminada, la ley no prohibía salir del país: pero condenaba a muerte a los que intentaban volver. Los mercaderes chinos, holandeses e ingleses habían tratado repetidamente de romper aquel absurdo aislamiento, pero sólo habían conseguido establecer una frágil y peligrosa red de contrabando. Habían ganado poco dinero, muchos problemas y algunas leyendas, fáciles de vender en el puerto por la tarde. Donde ellos habían fallado, encontraron éxito, gracias a la fuerza de las armas, los norteamericanos. En julio de 1853 el comodoro Matthew C. Perry entró en la bahía de Yokohama con una moderna flota de naves a vapor, y les dio un ultimátum a los japoneses en el cual se "auguraba" la apertura de la isla a los extranjeros.

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