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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

Señores del Olimpo (43 page)

BOOK: Señores del Olimpo
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Por detrás de los gigantes se extendía una muchedumbre humana, bárbaros que habían bajado del norte huyendo del avance de las nieves, dispuestos a recoger como fruta madura los despojos de las ciudades que arrasaban los gigantes. Insensatos, pensó Atenea, que ignoraban el auténtico alcance de los planes de Gea, donde a ellos no les tenía reservado ningún hueco.

Aquel enjambre humano llegaba hasta la playa; pero a la izquierda de Atenea, al norte, se veían más tropas que habían acudido a ayudar a los gigantes en la demolición del Olimpo. De lejos, las figuras oscuras que aguardaban sobre una pequeña loma podían parecer jinetes humanos, pero la aguda visión de la diosa de ojos glaucos los distinguía como lo que eran, centauros. Y sin duda aquella masa que se veía detrás de los centauros, extendiéndose hasta los márgenes del bosque cercano, era una horda de habitantes de la espesura, sátiros y ménades que no tomarían parte en el combate hasta que estuviera resuelto.

Las líneas enemigas se abrieron en un pasillo, y una figura solitaria avanzó entre ellas para acercarse a la puerta de la muralla. Atenea ya sentía cierta curiosidad por conocer a Tifón, de quien tanto había oído hablar. Aquella criatura que mezclaba en su ser la sangre de los dragones y de Cronos, y que en cierto modo era hijo de Gea y a la vez de la propia Hera, tenía la estatura de los gigantes más pequeños. Pero las alas desplegadas a su espalda le daban un aire más siniestro, y a la luz rojiza del alba su cuerpo resplandecía como rescoldos recién avivados.

—¡Abrizz lass puertass al legítimo señorr del Olimpo! —rugió la bestia.

Ártemis, que estaba sobre uno de los baluartes de la muralla, disparó su arco de plata. Su flecha silbó como un reflejo de luz buscando los ojos de Tifón. Pero el proyectil se desvió en pleno vuelo, chocó contra el escudo que el monstruo llevaba en el brazo izquierdo y resbaló hasta el suelo. La diosa disparó cuatro veces más, y por cuatro veces sus dardos rebotaron inofensivos contra el broquel. Al lado de Atenea, Evandro, el rey de Hieróptolis, un hombre de barba cana y rasgos afilados que aún era capaz de combatir con el brío de un mozo, dijo:

—Es imposible. Ártemis jamás falla un disparo y menos cinco.

—Ése es el escudo que Hefesto forjó para Ares —dijo Atenea—. Atrae las flechas. Aunque Tifón se lo colgara a la espalda, le protegería igual.

De todas formas, ni los dardos de Ártemis ni los de Apolo podrían perforar las escamas dracontinas que cubrían el cuerpo de Tifón. Con una fiera sonrisa, Atenea se dijo que aquella proeza estaba reservada para la punta adamantina de
Némesis
.

—¿Ésste ess el resspeto k'e mostráiss a vuesstro legítimo señorr?

—¡Sólo hay un señor del Olimpo, y se llama Zeus! —gritó Atenea, y su voz de diosa corrió por la llanura y llegó hasta las filas de los enemigos.

—¿K'ién eress tú, mujer? —preguntó Tifón.

—¡Soy Atenea Políade, defensora de la ciudad!

Tifón se había acercado lo suficiente para que Atenea pudiera contemplarle con cierto detenimiento. El monstruo había recogido las alas, que ahora perfilaban un oscuro triángulo tras su cuerpo al rojo. Desde allí, las serpientes de su cabello parecían mieses agitadas por el viento.

—¿Atenea? ¿Dónde esstá tu Ég'gida, diossa guerrera? ¡La necesitaráss cuando te abrase con miss llamass!

—¡Sólo me pongo la Égida cuando lucho contra enemigos de verdad, no contra lagartijas del campo!

Una carcajada recorrió el adarve. Atenea hubiera querido sentirse tan segura como los hombres que tenía a su lado, pues lo cierto era que echaba de menos la protección de la Égida. Tendría que suplirla con habilidad y destreza.

—¡Pronto tragaráss tuss palabrass y algo máss, hija del ussurpadorr! ¡Vete desspidiendo de tu virg'ginidazz!

¿Otra vez?
, pensó Atenea, y añadió en voz alta:

—¡Vete a buscar a tus amigos de piedra!

El monstruo se dio la vuelta y se alejó. Mientras caminaba de espaldas volvió a extender las alas en señal de desafío. Ártemis probó suerte de nuevo, pero como había predicho Atenea, sus flechas pasaron de largo, curvaron su trayectoria en el aire y se estrellaron contra el escudo fabricado por Hefesto con un sordo clangor.

—¿Crees que atacarán ya, hija de Zeus? —preguntó Evandro.

Atenea se volvió hacia él. No era un hombre bajo, pero ella le sacaba un palmo de estatura.

—¿Y a qué van a esperar si no? Son gigantes. No tienen mucho qué pensar.

El rey tragó saliva y pidió permiso a Atenea para recorrer el parapeto y dar las últimas instrucciones a sus hombres. Ella se lo concedió. Compadecía a Evandro. Sabía que para los mortales la cercanía de alguien como ella era perturbadora, en todos los sentidos. Había captado las miradas de los soldados que guarnecían el adarve. Admiración, curiosidad, un anhelo inconfesable por su belleza. Pero, sobre todo, el miedo que la presencia de los dioses despertaba en los humanos. Los Consagrados intentaban mostrarse confiados y valerosos delante de los inmortales, pero el temblor de sus voces los traicionaba.

No sólo los Consagrados guarnecían la muralla. También había refuerzos llegados de Tesalia y Pieria; y, desde dos días antes, habían acudido oleadas de refugiados, huyendo de la horda de gigantes que bajaba del norte como un maremoto en plena tierra. A los que traían armas, los habían acogido tras las murallas de Hieróptolis. A aquellos que no podían defenderse a sí mismos, los enviaron lejos, al sur del paso de Tempe, y les dijeron que se instalaran donde pudieran. Atenea sabía que allí también correrían peligro, al menos hasta que encontraran el amparo de una ciudad con murallas, pues en los llanos los centauros hacían veloces incursiones y causaban estragos con sus flechas, mientras que los bosques se habían convertido en lugares mortíferos. Pero no podían admitir a más gente en Hieróptolis, donde se libraría una batalla como los humanos jamás habían presenciado.

Al menos, los combatientes no tenían que preocuparse más que por ellos mismos. Las mujeres, los niños, los ancianos y todos los enfermos capaces de moverse habían sido evacuados a las tierras montañosas al oeste del Olimpo. Los Consagrados sólo tenían que pensar en mantener el terreno que pisaban. Aunque, fracasaban, si la montaña sagrada caía, sus familias no tendrían mucho futuro.

No permitiré que estos débiles, necios, codiciosos, impúdicos y e
ncantadores humanos desaparezcan de la tierra,
pensó.

 

 

Hieróptolis ofrecía dos murallas a los enemigos. La exterior estaba construida sobre una planta octogonal, pero sólo tenía cinco lados, pues en la parte oeste era la pared rocosa de la propia montaña que servía de baluarte. Sobre esta muralla se alzaban cuatro torres de defensa, una por cada intersección de los lienzos, y tan sólo tenía una gran puerta asomada al este, sobre cuyo dintel, en el triangulo de descarga, dos águilas de piedra oponían sus picos. Aquel muro berroqueño tenía doce codos de altura y cinco de grosor, unas medidas que se antojaban inexpugnables ante un ataque humano, pero no cuando los enemigos eran gigantes tan rocosos como la propia pared.

Pasado el muro exterior se abría el patio de liza, un espacio libre cubierto de adoquines, que subía en una empinada pendiente hasta el muro interior. Este, de forma semicircular, dominaba con sus diez codos el adarve de la muralla exterior, pues sus cimientos estaban construidos a más altura. Allí la puerta no miraba al este, en línea con la otra, sino que estaba orientada al sur. De esta forma, si los atacantes lograban derribar la primera puerta, tendrían que avanzar más de dos estadios bajo la muralla interior, al alcance de los proyectiles de los defensores, hasta llegar a la siguiente puerta.

Por detrás del muro interior se alzaban las casas, templos y palacios de la ciudad, construcciones magníficas, algunas de ellas adornadas con cúpulas cuya construcción sólo dominaban Hefesto y sus cíclopes, y que los micénicos trataban de imitar apilando hiladas de piedras en sus toscos túmulos funerarios. Pero todos esos edificios quedaban eclipsados por el puente del Arco Iris, que partía de la Crépide, la gran roca que le servía de cimiento. Allí, como última defensa, Atenea había apostado a cien cíclopes armados de grandes martillos. Si los gigantes vencían esta resistencia y conseguían poner el pie en el puente, todo quedaría en manos de los dioses.

 

 

Como había previsto Atenea, el ataque comenzó en seguida. Los gigantes avanzaron hacia las murallas sin temor, bamboleándose al avanzar y dejando caer los pies a compás. La llanura retumbó bajo sus pisadas como un inmenso tambor, con un resultado aterrador para los humanos. Los guerreros empezaron a cruzar miradas de pavor al ver aquella masa parda que se desplazaba hacia ellos y algunas piernas flaquearon.

En ese momento, se oyó una voz clara como la plata, y todos levantaron la mirada. Por encima de sus cabezas apareció la figura luminosa de Apolo. Había bajado desde la montaña y ahora sobrevolaba las primeras líneas enemigas con su vela desplegada como un gran espejo rojo a la luz del amanecer. Sus flechas caían del cielo como una lluvia de oro, mientras él cantaba
¡Ié, Pean! ¡Defended la mansión del cielo, hijos de Zeus! ¡Ié, Pean!
Varios gigantes fueron abatidos por sus saetas, y brotaron gritos de júbilo entre los defensores.
Bravo por Apolo
, pensó Atenea. Era importante para la moral infligir las primeras bajas al adversario. Aunque los gigantes derribados pertenecían a las primeras filas, jóvenes cuya piel no era aún lo bastante gruesa, e incluso así Apolo había necesitado al menos cuatro flechas para cada uno. El dios volvió a pasar sobre el adarve y voló hacia la Crépide para reponer los dardos de su carcaj, sin dejar de cantar con aquella voz que tonificaba los ánimos. Pero sólo habían caído seis de los atacantes.

Y la primera línea ya estaba a menos de cien codos de la muralla. Siguiendo el ejemplo de Apolo, varios dioses voladores pasaron sobre el adarve disparando sus arcos: Eos, Calais y Zetes, y Angelia, la hija de Hermes (traidora también, Atenea lo sabía, pero si ahora quería ganarse el perdón de los olímpicos, no sería ella quien lo impidiera). También dos de los hijos de Eolo, que trataban de detener a los gigantes levantando vendavales. Pero a esa altura eran débiles, y además no estaba con ellos Bóreas, el más poderoso.
¿También nos habrá abandonado
?, se preguntó Atenea. Céfiro y Austro sólo conseguían levantar nubaredas de polvo que molestaban a los gigantes y les hacían rugir aún más encolerizados, pero apenas frenaban su avance.

Entre las filas enemigas se oían voces de mando, graves y estridentes como aludes en la montaña. Pero las palabras eran oscuras y los torbellinos levantados por los dioses-viento se las llevaban entre el polvo.

—¡Eolo! —gritó Atenea—. ¡Controla a tus hijos!

Pero el rey de los vientos había entrado también en la lid y no hizo caso. ¡Ah, pensó Atenea, los mortales eran mucho más disciplinados que los dioses! Pero ya no necesitó escuchar lo que decían los enemigos para comprender la maniobra. Una columna entera de gigantes, tal vez cincuenta, se destacó del frente y formó una cuña que, en una carrera tosca pero constante, embistió contra la puerta de la muralla.

—¡Arqueros! —gritó Atenea.

Una nube de flechas cayó sobre los gigantes. Mil, dos mil, tres mil dardos volaron zumbando como avispas furiosas. Algunos de ellos se clavaban, pero la mayoría, si no golpeaban de lleno o no llevaban fuerza suficiente, rebotaban inofensivos en las placas petrificadas de la piel gigantina. Pocos, muy pocos de los enemigos cayeron. Acribillados como erizos o alfileteros andantes, los gigantes seguían su camino. Y protegidos por los cuerpos de los demás, seis de ellos cargaban un enorme ariete fabricado para que lo manejaran al menos treinta humanos.

¡¡Blammm!!

La puerta retembló con el primer impacto. Atenea se asomó por la parte interior del adarve. Ya había previsto eso, y el otro lado de la puerta estaba apuntalado con grandes vigas. Aún así, le pareció insuficiente y ordenó a un pelotón de diez cíclopes que acarrearan las piedras que tenían preparadas y las apilaran contra la puerta. Su idea era convertirla en una parte más de la muralla, aunque supusiera inutilizarla para salir, pues no tenía la menor intención de mandar una carga suicida de sus tropas. Cerauno, el hijo de Brontes, animó a sus camaradas, y entre todos hicieron rodar y resbalar sobre los adoquines grandes losas y enormes sillares arrancados de los edificios. Aunque los cíclopes no tenían la fuerza de los gigantes, sus brazos valían por los de cinco hombres.

Los enemigos seguían aporreando la puerta con la cabeza de cabra del ariete, mientras las flechas los hostigaban en vano. Más retrasados, los gigantes pétreos y los Quince jaleaban a gritos a sus compañeros. De las jambas de roble saltaban enormes astillas y los goznes rechinaban y temblaban, a punto de reventar, mientras los cíclopes seguían amontonando piedras. Atenea se arrepintió de no haber ordenado que actuaran antes. El propio Apolo voló sobre los gigantes y descargó una aljaba entera en menos de cien latidos de corazón. Cuatro de los enemigos que cargaban el ariete cayeron abatidos, pero otros tantos ocuparon su puesto mientras el dios arquero tenía que volver al interior de la ciudad para reabastecerse de flechas.

Atenea miró a su alrededor. Sobre el parapeto, algunos arqueros habían dejado de disparar, frustrados por el poco efecto de sus proyectiles. Otros arrojaban piedras sobre los gigantes, pero era como recibirlos en la ciudad tirándoles pétalos de rosa.

La diosa guerrera sintió cómo el icor empezaba a hervirle en las venas. Ante el asombro de los Consagrados, saltó sobre las almenas enarbolando a
Némesis
sobre su cabeza.
¡Por Zeus!
, gritó en el aire, y cayó al lado de los gigantes. No le importaron las flechas de los propios defensores, que seguían volando en granizadas hacia la puerta. Aunque no llevaba la Égida, los proyectiles humanos no tenían poder suficiente para dejarle más que arañazos en la piel.

La furia del combate se había apoderado de ella.
Némesis
empezó a causar estragos entre los gigantes. La mayoría doblaban en estatura a Atenea, pero también eran mucho más lentos y torpes que ella. La diosa guerrera aferró su lanza adamantina con ambas manos y empezó a girarla en cegadores molinetes, usando a la vez la punta y la contera para atacar a sus enemigos. Los gigantes, que no estaban acostumbrados a que nada penetrara su gruesa piel, se apartaban de ella entre rugidos de dolor. Atenea hería sin cesar, procurando inutilizar al mayor número de enemigos, buscaba tobillos y rodillas para desjarretar a algunos, y cuando podía saltaba en el aire y clavaba la punta de su lanza en los ojos o la asombrada boca de los gigantes.

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