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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

Sepulcro (79 page)

BOOK: Sepulcro
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En el exterior, el sol por fin había perforado la cobertura de las nubes.

Meredith bostezó. Se sentía un tanto desvalida por la falta de sueño, pero en su interior vibraba la adrenalina. Miró el reloj. Hal había dicho que la doctora O'Donnell llegaría a las diez. Aún faltaba una hora. Tiempo de sobra para lo que tenía en mente.

Hal se encontraba en su habitación, en la zona correspondiente al personal del hotel, pensando en Meredith.

Después de ayudarle a conciliar de nuevo el sueño, tras la pesadilla, se dio cuenta de que estaba completamente despierto, y de que no se iba a dormir de nuevo. Como no quiso molestarla encendiendo la luz, al final decidió marcharse sigilosamente y volver a su habitación para revisar sus notas antes de la reunión con Shelagh O'Donnell. Quería ante todo estar bien preparado. Miró el reloj. Eran las nueve. Le quedaba una hora de espera antes de ver de nuevo a Meredith.

Sus ventanas, en la planta más alta del edificio, daban al sur y al este, por lo que gozaba de una espléndida panorámica de las extensiones de césped y del lago por la parte de atrás de la casa, así como de la zona de cocina y de servicio en uno de los laterales. Observó a uno de los empleados depositar una bolsa negra de basura en el contenedor. Otro estaba allí de pie, con los brazos cruzados para defenderse del frío, fumando un cigarrillo. Su respiración formaba densas nubes blancas en el claro aire de la mañana.

Hal se sentó en el alféizar, y luego atravesó la habitación para ir a buscar agua, pero cambió de idea. Estaba tan nervioso que no era capaz de estarse quieto. Sabía que no debía depositar demasiadas esperanzas en que la doctora O'Donnell tuviera todas las respuestas que andaba buscando. Pero pese a todo no podía evitar creer que aquella mujer al menos podría darle alguna información sobre la noche en que murió su padre. Tal vez recordase algo que obligara a la policía a considerar que había sido una muerte sin resolver, y no un mero accidente de tráfico.

Se pasó los dedos por el cabello. Entonces, el asunto ya no estaría en sus manos.

Sus pensamientos volvieron una vez más a Meredith. Sonrió. Quizá, cuando todo hubiera terminado, a ella no le importaría que fuese a hacerle una visita a Estados Unidos. Se abstuvo de seguir por ese camino. Era ridículo pensar en esos términos cuando sólo habían pasado dos días, pero lo cierto es que no había tenido un sentimiento tan fuerte por una chica desde hacía muchísimo tiempo.

¿Qué podía impedírselo? No tenía trabajo, su piso en Londres estaba desocupado. Podría viajar a Estados Unidos o a cualquier otra parte del mundo. Podría hacer lo que le viniera en gana. No le iba a faltar dinero. Estaba seguro de que su tío querría comprar su parte casi a cualquier precio.

Si Meredith quisiera que fuera allí…

Hal permaneció en su ventana contemplando desde lo alto el discurrir silencioso de la vida en el hotel. Flexionó los brazos por encima de la cabeza y bostezó. Apareció un coche muy despacio por la avenida. Observó cómo bajaba una mujer alta, delgada, con el cabello oscuro y muy corto, y la vio caminar con indecisión hacia las escaleras de la entrada.

Momentos después sonó el teléfono de su mesilla. Era Éloise, desde recepción, para decirle que su invitada había llegado.

—¿Cómo? ¡Se ha adelantado casi una hora a lo previsto!

—¿Le digo que espere? —preguntó Eloise.

Hal no supo qué hacer.

—No, está todo en orden. Bajo ahora mismo.

Tomó la chaqueta del respaldo de la silla y bajó los dos tramos de las escaleras de servicio; hizo una pausa para ponerse la chaqueta y para hacer una llamada desde el teléfono del personal.

Meredith se puso el jersey beis de Hal por encima de unos vaqueros y una camiseta de manga larga; se calzó las botas y se puso la chaqueta vaquera, una bufanda y unos guantes de lana, pues supuso que fuera haría frío. Ya tenía la mano en el pomo de la puerta cuando sonó el teléfono, ridículamente ruidoso en el silencio de la habitación.

Fue corriendo a contestar.

—Hola —dijo, y tuvo un aguijonazo de placer al oír la voz de Hal.

Su respuesta fue cortante, directa.

—Ya está aquí.

C
APÍTULO
85

Q
uién has dicho? No, la doctora O'Donnell. Ya ha llegado. Estoy en recepción. ¿Puedes bajar a reunirte con nosotros?

Meredith echó un vistazo al ventanal y comprendió que su expedición al lago iba a tener que esperar un poco más.

—Claro —suspiró—. Tardo cinco minutos.

Se despojó de toda la ropa que le iba a sobrar, se cambió el jersey de Hal por uno suyo, rojo, de escote redondo, se cepilló el pelo y salió de su habitación. Al llegar al rellano de la escalera tomó un instante para mirar desde arriba el suelo ajedrezado del vestíbulo. Vio a Hal charlar con una mujer alta, de cabello oscuro, que le pareció reconocer. Le costó unos instantes situarla, y entonces se acordó de ella. Delante de la pizzería, en la plaza Deux Rennes, la noche en que llegó. Estaba apoyada contra la pared, fumando.

—Vaya, ¿qué te parece? —se dijo.

El rostro de Hal se iluminó al verla llegar.

—Hola —saludó ella, y le plantó un veloz beso en la mejilla, para tender luego la mano a la doctora O'Donnell—. Soy Meredith. Siento haberle hecho esperar.

La mujer entornó los ojos: le costó algún trabajo situarla.

—Creo que cruzamos un par de frases la noche del funeral —dijo Meredith con la esperanza de ayudarla—. Delante de la pizzería, en la plaza. Quizá se acuerde.

—No me diga —repuso, y al poco se relajó su mirada—. Ah, es cierto. Tiene razón.

—Diré que nos lleven un café al bar —dijo Hal, y les indicó el camino—. Allí podremos hablar con toda tranquilidad.

Meredith y la doctora O'Donnell lo siguieron. Meredith formuló a la otra mujer alguna pregunta de cortesía para romper el hielo. Cuánto tiempo había vivido en Rennes-les-Bains, qué relación tenía con la zona, cómo se ganaba la vida. Lo de siempre.

Shelagh O'Donnell respondió con relativa soltura, aunque se palpaba una clara tensión detrás de cada una de las cosas que decía. Era muy delgada. Tenía los ojos en constante movimiento, y se frotaba repetidamente las yemas del índice y el corazón con la yema del pulgar. Meredith calculó que debía de tener treinta y pocos, si bien tenía las arrugas de una persona de mayor edad. Caso de ser cierto que bebía, Meredith entendió que la policía hubiera preferido no tomar en serio las observaciones que pudiera haber hecho a horas relativamente altas de la madrugada.

Se sentaron a la misma mesa del rincón que ocuparon Meredith, Hal y su tío la noche anterior. El ambiente era muy distinto por la mañana. Era incluso difícil evocar el recuerdo del vino y de los cócteles de la noche anterior con el olor de la cera para suelos y las flores recién puestas en la barra y una pila de cajas que esperaban que alguien las abriese y colocase.


Merci
-dijo Hal cuando la camarera les colocó una bandeja con el café delante de los tres.

Hubo una pausa mientras él servía. La doctora O'Donnell tomó el café solo. Mientras removía el azúcar, Meredith se fijó en que tenía las mismas cicatrices rojas en torno a las muñecas que ya le había visto la primera vez, y se preguntó cuál podía ser la causa.

—Antes que nada —dijo Hal—, quisiera darle las gracias por haber accedido a verme. —A Meredith le alivió que lo dijera con tranquilidad, con sosiego, en un tono perfectamente neutro.

—Conocí a su padre. Era un hombre bueno y era un amigo, pero debo decirle que lo cierto es que no hay nada que pueda contarle, se lo aseguro.

—Lo entiendo —repuso Hal—, pero si tiene la bondad de acompañarme mientras repaso todo lo ocurrido, se lo agradeceré mucho. Soy consciente de que el accidente se produjo hace más de un mes, pero hay ciertos detalles de la investigación con los que no estoy conforme. Tenía la esperanza de que usted pudiera contarme algo más sobre la noche en que sucedió. Tengo entendido que, según la policía, usted oyó algo…

Shelagh miró de pronto a Meredith y luego a Hal, y de nuevo apartó los ojos.

—¿Siguen insistiendo en que Seymour se salió de la carretera porque iba bebido?

—Eso es lo que me resulta difícil aceptar. No puedo imaginar que mi padre hiciera una cosa así.

Shelagh se quitó un hilo de los pantalones. Meredith se dio cuenta de que estaba muy nerviosa.

—¿Cómo conoció usted al padre de Hal? —preguntó, con la esperanza de que así pudiera coger confianza.

Hal pareció sorprendido ante la interrupción, pero Meredith hizo un leve gesto con la cabeza, de modo que él no dijo nada.

La doctora O'Donnell sonrió. Se le transformó la cara, y por un instante Meredith comprendió que podría ser una mujer muy atractiva si la vida no la hubiera tratado con tanta dureza.

—Aquella noche, en la plaza, me preguntó usted por el significado de
bien-aimé.

—Es cierto.

—Bueno, pues es que eso era Seymour. Una persona que caía bien a todo el mundo. Todos le apreciaban y le respetaban, aun cuando a veces no se le llegara a conocer bien del todo. Siempre era cortés, amable con los camareros, en las tiendas… Trataba a todo el mundo con respeto, al contrario que… —Calló. Meredith y Hal cruzaron una mirada; los dos habían pensado lo mismo, es decir, que Shelagh había comparado, casi sin querer, a Seymour con Julián Lawrence—. No venía aquí muy a menudo, de acuerdo —siguió diciendo enseguida—, pero yo sí lo llegué a conocer cuando…

Hizo una pausa y se puso a juguetear con un botón de su chaqueta.

—¿Sí? —dijo Meredith para darle ánimos—. Lo llegó a conocer ¿cuándo?

Shelagh suspiró.

—Yo pasé por… por una época difícil en mi vida. Fue hace un par de años. Estaba trabajando en un yacimiento arqueológico que no está lejos de aquí, en los montes de Sabarthés, y me vi arrastrada a… Tomé algunas decisiones equivocadas. Perjudiciales —Calló un instante—. Abreviando una historia que sería larga de contar, desde entonces las cosas se me han puesto difíciles. No gozo de muy buena salud, así que sólo puedo trabajar unas cuantas horas a la semana, haciendo un poco de trabajo de valoración en los
ateliers
de Couiza. —Volvió a callar—. Vine a vivir a Rennes-les-Bains hace un año y medio. Tengo una amiga, Alice, que vive en una aldea que no está lejos, en Los Seres, con su marido y su hija, así que era el sitio lógico para venir a vivir.

Meredith reconoció el nombre.

—Los Seres es la población de la que era originario el escritor Audric Baillard, ¿verdad?

Hal enarcó las cejas.

—Es que estaba antes en mi habitación leyendo un libro suyo. Una de las gangas que compró tu padre en el
vide-grenier.

Hal sonrió, obviamente complacido de que se hubiera acordado.

—Así es —dijo Shelagh—. Mi amiga Alice llegó a conocerlo bien. —Se le ensombreció la mirada—. Yo también lo conocí.

Meredith se dio cuenta, por la cara que había puesto Hal, de que la conversación le había devuelto algo a la memoria, pero no dijo nada, de modo que no insistió.

—En fin. Lo que pasa es que yo tuve problemas con el alcohol. Bebía en exceso. —Shelagh se volvió en ese momento hacia Hal—. Conocí a su padre en un bar. En Couiza. Yo estaba cansada, es probable que hubiera bebido más de la cuenta. Nos pusimos a charlar. Fue muy amable, estaba algo preocupado por mí. Insistió en traerme en su coche a Rennes-les-Bains. No hubo ninguna doble intención. A la mañana siguiente pasó por mi casa y me llevó a Couiza para que yo recogiera mi coche. —Hizo una pausa—. Nunca volvió a decir nada sobre aquel incidente, pero después se acercaba a visitarme siempre que venía de Inglaterra.

Hal asintió.

—Así que usted no piensa que se hubiera sentado al volante si no estaba en condiciones de conducir.

Shelagh se encogió de hombros.

—No puedo decirlo con total seguridad, pero así es. No me lo imagino.

Meredith siguió pensando que los dos pecaban de excesiva ingenuidad. Eran, y siempre serían, muchísimas las personas que decían una cosa y hacían otra, pero la evidente admiración que tenía Shelagh por el padre de Hal y su respeto la impresionaron a pesar de todo.

—La policía le explicó a Hal que usted creía haber oído el accidente, pero que no se dio cuenta de lo que en realidad había ocurrido hasta la mañana siguiente —le dijo con toda su amabilidad—. ¿Es así?

Shelagh se llevó la taza de café a los labios con una mano temblorosa, dio un par de sorbos y volvió a dejarla en el plato tintineando.

—Con toda sinceridad, no sé qué fue lo que oí. Si es que tiene alguna relación con lo ocurrido.

—Siga, por favor.

—No tengo ninguna duda de que oí algo, y no fue el frenazo habitual, ni tampoco el ruido de los neumáticos cuando alguien toma la curva a una velocidad excesiva, sino una especie de rumor sonoro, creo yo. —Calló—. Estaba escuchando un disco de John Martyn,
Solid Air.
Es bastante suave, pero aun y todo no habría oído el ruido de fuera si no se hubiera producido entre el final de un tema y el principio del siguiente.

—¿A qué hora fue eso?

—Más o menos a la una. Me levanté a mirar por la ventana, pero no vi nada en absoluto. Estaba todo completamente a oscuras y en silencio. Supuse que el coche había pasado de largo. Por la mañana, cuando vi a la policía y la ambulancia abajo, en el río, fue cuando lo comprendí.

Hal puso cara de no saber por dónde iba Shelagh con todo lo que estaba contando. Meredith, en cambio, sí empezaba a entender.

—Un momento —dijo—. A ver si lo he comprendido bien. Acaba de decir que miró al exterior y que no vio las luces de ningún coche encendidas, ¿es cierto?

Shelagh asintió.

—¿Y esto se lo contó a la policía?

Hal miraba a una y a otra.

—No estoy seguro de entender por qué es tan importante ese detalle…

—Tal vez no lo sea —precisó de inmediato Meredith—. De momento sólo resulta extraño. Chocante. Para empezar: si tu padre estuviera por encima de la tasa de alcohol permitida, y no estoy diciendo que lo estuviera, ¿habría querido conducir de noche sin encender los faros?

Hal frunció el ceño.

—Pero si el coche saltó por el puente y cayó al agua, lo lógico es que los faros hubieran reventado.

—Claro, pero según dijiste antes el coche no sufrió daños demasiado graves. —Siguió con su exposición—. Además, de acuerdo con lo que te explicó la policía, Shelagh había oído un frenazo. ¿No? —El asintió—. Pero Shelagh acaba de decirnos que eso es exactamente lo que no oyó.

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