Le pido que me traiga cosas: un vaso de vino, el plato con las uvas, una servilleta, lo que sea, y ella me lo trae todo. Cuando llega el momento le pido que me pele las uvas, aunque reconozco que esto último lo hago con miedo de ir demasiado deprisa. Cuando empiezas a jugar con una persona siempre corres el riesgo de que no te siga y te deje con el culo al aire, pero el alcohol es un poderoso disolvente del miedo. Arantxa no sólo me sigue, sino que me mira arrebolada, colorada y excitada. Después llegan las campanadas, el lío, los abrazos, los besos, los gritos y yo me incorporo a la juerga general sin dejar de mirar de reojo a Arantxa. Para entonces estoy deseando ir a casa a follar.
—¿Nos vamos?
Y nos vamos.
Nos vamos teniendo claro de qué manera nos vamos a relacionar. Cada una va conociendo su papel, porque hay muchas maneras de relacionarse sexualmente con una mujer. A mí me gustan muchas de ellas, puedo variar tanto como mi pareja me pida. En realidad, aunque no lo parezca, suelo adentrarme por los caminos que mi pareja me va mostrando. Es evidente que ha sido Arantxa quien me ha mostrado el camino y no al revés. Así que al llegar a casa me visto en el papel que voy a interpretar.
Abro la puerta seria y concentrada. No le digo que pase, ni la guío por la casa, simplemente dejo la puerta abierta detrás de mí. Solo quiero que se ponga nerviosa y que dude, que se sienta vulnerable; es un truco muy viejo, pero que siempre funciona. Me sigue hasta el salón y me sitúo en el medio de la habitación. No hago nada además de mirarla, otra cosa que nunca falla. Ante mi mirada tuvo que bajar la vista, pues comenzaba a estar asustada. Le digo que me espere ahí quieta y voy a mi habitación para ponerme un arnés, un dildo y un condón. Vuelvo al salón, donde me espera en el mismo sitio en el que la he dejado. Entonces le pregunto:
—¿Sabes lo que te va a pasar esta noche?
Esa pregunta sólo contribuye a ponerla aún más nerviosa, nerviosa de verdad. En ese momento podría hacer cualquier cosa con ella. Su nerviosismo comienza a excitarme.
—Esta noche te van a follar —noto que se relaja, supongo que porque eso es lo que quiere—. Te van a follar de verdad, como nunca te han follado.
Entonces bajo mucho mi tono de voz. Tengo comprobado que las órdenes se deben dar en un tono de voz muy bajo.
—Acércate —y lo hace, poniéndose muy cerca. Yo misma siento que un latigazo de placer recorre ya mi columna vertebral.
—Ahora desabróchame el pantalón.
Eso le resultó fácil y percibí que se alegraba de tener algo sencillo y comprensible que hacer. Me desabrochó el pantalón solo para descubrir el arnés y el dildo color verde.
—Ahora cómeme el coño —y a ella no se le ocurre otra cosa que meterse el dildo en la boca, lo que me hace reír.
—He dicho el coño.
Esa equivocación la pone aún más nerviosa de lo que ya está. Verdaderamente está temblando y tengo la sensación de que incluso está a punto de llorar. Por un momento me da pena y a punto estoy de detenerme pero, si lo que hago no le gusta, ¿por qué no para y se va? No sería la primera vez que he tenido que pedir, suplicar perdón, y hacerme perdonar. En realidad, no me importa cambiar las tornas: todo depende, como dije, de mi pareja.
Cuando estoy a punto de detenerme, Arantxa se agacha aún más para llegar hasta mi clítoris y poder lamerlo bien. Realmente sabe cómo hacerlo, no es una novata. Entonces soy yo la que se hace agua, la que comienza a vaciarse, la que tiembla, la que necesita un apoyo, la que se siente vulnerable y a su merced.
No quiero correrme ni aquí ni de esa forma, así que le digo:
—Ya basta. Ahora desnúdate.
Arantxa es otra, ha recuperado su seguridad, está tranquila y disfruta claramente. Mientras ella se desnuda, yo acabo de quitarme el pantalón. Supongo que ella piensa que ahora que está desnuda iremos por fin a la cama pero, por supuesto, la cosa no va a ser tan sencilla.
—Colócate de culo en el brazo del sillón, que voy a follarte por detrás.
Ahí vuelve a dudar, piensa que la voy a dar por culo y le da miedo, le da miedo el dolor, le da miedo toda la situación, no saber responder. Pero ya hemos llegado muy lejos y hace todo lo que le pido. Se coloca con el vientre apoyado en el brazo del sillón, con la parte de delante del cuerpo echada hacia el asiento y con las piernas en el suelo.
—Abre las piernas. ¿Cómo quieres que entre?
Abre las piernas.
—Más.
Y las abre todo lo que puede. Me coloco detrás de ella, acaricio con un dedo su columna vertebral, haciéndola gemir tan sólo con ese contacto, y acaricio su coño desde detrás, deslizando el dedo por toda la zona perineal. Primero meto dos dedos en su vagina y, cuando ella manifiesta placer, los saco y le introduzco el dildo.
A veces he follado con tíos, a veces me he metido o me han metido un vibrador y lo cierto es que, si de meter algo se trata, lo mejor es por detrás, porque se nota mucho más. Cualquier cosa que te penetre por detrás roza el clítoris al entrar y, al mismo tiempo, produce una cierta sensación de que te rompe por dentro. Arantxa está muy, muy caliente, muy excitada, cosa que es perceptible en sus gemidos, en su respiración y en sus temblores, tanto que me trasmite su excitación, lo que ella está sintiendo, de manera que yo misma me excito como hacía años que no me sucedía. El dildo entra como la seda en una vagina empapada y, una vez bien dentro, la sujeto por las caderas y comienzo a meterlo y sacarlo, rozando el clítoris en cada acometida. Ahora le cojo un brazo y se lo meto por debajo de su muslo, con la mano hacia afuera, de manera que yo misma me rozo contra su mano al entrarla.
Sólo puedo decir que fue fantástico, un gran orgasmo para mí y para ella. Al menos para mí fue de los mejores, de esos que nacen en el coño y que se extienden por la superficie de la piel y por dentro, como si la sangre lo distribuyera por todo el cuerpo para acabar explotando en el cerebro. Ella aplastó la cabeza contra un cojín cuando se corría, de manera que su sonido me llegó ahogado pero potente. Yo tardé un poco más, pero me corrí enseguida, animada por su propio orgasmo.
Cuando acabé, me aparté, me fui y la dejé en esa posición. Yo sabía que ella se estaba preguntando si podía moverse o no. Ahora estaba muy tranquila; ahora ya sabía que lo que le vendría de mí sería placer. Yo fui a lavarme un poco y a quitarme el resto de la ropa. Volví desnuda al salón; ella se había puesto más cómoda. Me acerqué y la besé en la base del cuello y en la espalda, le acaricié levemente los pezones y exhaló una especie de de gruñido de gusto.
—¿Quieres más? —le pregunté.
Sí, quería más, ella tenía ganas de más. Ahora me eché sobre ella y pasando mis brazos por debajo de sus caderas y de sus muslos jugué con su clítoris mientras esta vez mi lengua recorría su nuca y su espalda, hasta que volvió a correrse. Entonces me levanté, ella se incorporó y yo la senté sobre mí para besarla. La besé con mucho amor por lo bien que lo habíamos pasado, porque estaba deseando que volviera otro día.
Después hice la cena y mientras cenábamos hablamos de nosotras y comenzamos a conocernos. Yo hablé más que ella porque soy muy habladora y también porque, según me dijo después, ella tenía el coño dolorido y le costaba sentarse derecha. Después de cenar dijo que se tenía que ir y yo no la invité a quedarse porque quería quedarme sola, pero al besarla en la puerta me dijo: —Llámame cuando quieras.
Desde entonces la llamo de vez en cuando, no mucho, porque no quiero cansarme, ni cansarla. Es como un dulce que gusta mucho: más vale saborearlo despacio.
Sí, a veces hay que meter un poco de picante en la relación. Por eso he buscado en Internet algún juguete sexual, pero no sé muy bien qué es lo que quiero. Tampoco estoy muy segura de que lo que veo en esos catálogos tan cutres me vaya a gustar una vez que lo tenga en la mano y, por otra parte, tampoco sé muy bien qué es lo que le gustaría a Cata. Ir juntas a una juguetería ni pensarlo: nos da vergüenza, en parte somos tímidas y tradicionales. Ninguna de las dos somos aventureras, transgresoras ni demasiado modernas; tenemos una edad mediana, una educación antigua y una vida convencional.
Pero, aunque nos va bien en la cama, pienso que habría que innovar e Internet lo pone fácil. ¿Qué cara pondría Catalina si yo apareciera con uno de esos vibradores enormes color fucsia o con uno de esos dildos? La mitad de las cosas que veo no sé para qué sirven y no sé si sabría usarlas. Creo que el tamaño que aparece en la web no debe tener nada que ver con el tamaño real. Y, en este caso sí, el tamaño sí importa. Pero no creo que me gustara muy grande, ni a Catalina tampoco.
—Vamos, tenemos que irnos. ¿Dónde tienes el regalo? —pregunta Cata ya arreglada, mientras que yo minimizo rápidamente la pantalla del ordenador.
—Está ahí, en el cajón.
—No llegaremos a tiempo, como siempre —me amenaza, y es cierto que me he retrasado, así que corro para vestirme lo más rápido que puedo.
Pepa cumple años y da una cena a la que llegamos, como siempre, las últimas. Todas hemos dejado nuestros regalos envueltos y sin abrir encima del aparador. Nos ha costado mucho encontrar algo que regalar a Pepa y seguro que los regalos de las otras son mejores. Lo nuestro es un libro y ni siquiera estamos muy seguras de que le guste: ya no me acuerdo del tipo de literatura que le gusta leer a Pepa. Le hemos comprado una novela de éxito, pero ahora quisiera devolverla y comprarle algo más sofisticado.
Esa inseguridad me impide disfrutar de la cena, porque me paso la hora pensando en el momento en que se abran los regalos, segura de que el nuestro va a ser el más aburrido, vulgar y estúpido de todos. Cata me mira desde el otro lado de la mesa preguntándome por señas qué me pasa. Yo levanto las cejas, que es decir sin decir.
Se acerca el momento de los regalos, una amiga trae una tarta, Pepa sopla las velas —muchas velas— y todas cantamos el cumpleaños feliz con poco ánimo; creo que hay cosas que no deberían hacerse a ciertas edades. Después de eso, Pepa pone los regalos encima de la mesa en fila y los va abriendo uno por uno. Según abre los regalos, los muestra y todas aplaudimos con entusiasmo. Después los va poniendo en fila para que podamos verlos. Allí ha quedado nuestro libro que, después de todo, sí ha resultado ser original; al menos, nadie más le ha regalado un libro. Los demás regalos son juguetes sexuales. Juguetes sexuales que son recibidos con entusiasmo por parte de la concurrencia. Cada vez que Pepa ha abierto un paquete con un contenido de ese tipo ha habido risas, risitas, carcajadas y aplausos más o menos subidos de tono… vamos, como si tuviéramos quince años y aquello fuera una fiesta de fin de curso. El sexo siempre despierta ese tipo de reacciones en la gente: nunca acabamos de crecer. Había todo tipo de cosas, a cuál más horrible, alguna de ellas francamente espantosa en mi opinión. El peor de todos es una especie de pene, tan real que parece desgajado del cuerpo por parte de un asesino aficionado a los descuartizamientos. Cuando Pepa lo muestra al público a mí me parece que nuestro aplauso suena esta vez mucho más falso que antes, pero en cambio las exclamaciones son de auténtico asombro.
Lo peor viene cuando, ante la curiosidad malsana de alguna, nos vamos pasando la cosa de una a otra para que todas podamos verla de cerca. A mí me parece una muestra del peor gusto imaginable. Mi gesto apenas puede disimular el asco y Cata me hace señas para que no se me note tanto. No me atrevo a decir nada porque nadie dice nada y todas festejan la ocurrencia, así que yo también. Una cosa es un dildo color fucsia que, bueno, puede pasar, aunque no soy yo muy aficionada a las formas fálicas, y otra cosa es este pene de plástico con sus venillas hinchadas, sus testículos… sólo le faltan los pelos. Y es blando y de textura rugosa. No sé cómo será un pene de verdad porque no he tocado ninguno —si son como esta cosa puedo decir que afortunadamente—. Por un momento me da tanto asco que me parece que voy a vomitar. Me parece imposible que una lesbiana quiera manejar esto. No soy una puritana y soy partidaria de dejar a cada cual con sus perversiones sexuales, aunque las hay que me resultan imposibles siquiera de imaginar. Después de mirarlo fingiendo interés a duras penas, lo paso a la que está a mi lado como si me quemara.
Después seguimos bebiendo, nos emborrachamos, bebemos aún más, fumamos unos porros y, al llegar la medianoche, estoy que sería incapaz de reconocer a mi madre, que en paz descanse. Me asfixio en el salón, atestado de humo y de gente, y me levanto para coger un poco de aire. Salgo de la habitación con intención de ir al baño y de echarme un poco de agua por la cara, pero el baño está ocupado, por lo que retrocedo al comedor para esperar que quien esté dentro salga y me siento en una silla mientras tanto. La verdad es que no me tengo en pie.
Al levantar la cabeza veo todos los regalos expuestos en el aparador. La cosa horrible, un par de vibradores, un chisme que ni sé para qué sirve y también algo que antes me ha llamado la atención: unas bolas chinas. No me gusta que me metan nada en la vagina; a Cata le gusta a veces que le introduzca un dedo, pero nada más. Uno sólo: dos ya le parece demasiado. Cada una tiene sus gustos y no hay dos personas iguales. Pero aquellas bolas de color azul, tan redondas, llamaron antes mi atención y me la llaman ahora. Después de todo, no tienen un aspecto desagradable. Así que, tengo que confesarlo, las cojo y me las guardo en el bolsillo sin mayor preocupación. Estoy bebida, fumada y en ese momento escucho que se abre la puerta del baño. Entonces salgo corriendo porque la vomitona parece inevitable.
Tras diez minutos de lucha con mi maltrecho estómago, salgo y le digo a Catalina que tenemos que irnos porque no me encuentro bien y no hay nada más que verme para darse cuenta de que no miento. Todas se ríen de mí y de la poca costumbre que tengo de beber, y así es: costumbre no tengo ninguna. Catalina me ayuda y me sugiere que demos un paseo para despejarnos. Cuando estamos a mitad de camino y ya me encuentro mejor, saco del bolsillo las bolas chinas y, cogiéndolas por la anilla de su extremo, dejando que cuelguen entre mis dedos, se las muestro a Cata:
—¿Sabes dónde voy a meter esto?
Ella tarda un momento en entender qué es eso que le estoy mostrando, después en entender qué hace en mi bolsillo y, finalmente, en poder procesar mi pregunta. Entonces se ríe:
—Me parece que sí.