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Authors: Pandora Rebato

Tags: #Erótico, relato

Sexpedida de soltera (23 page)

BOOK: Sexpedida de soltera
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Is that possible? We’re not in Christmas. Are you so sweet?

(¿Es eso posible? No estamos en Navidad, ¿tan dulce eres?).

Y volvió a reírse antes de depositar un casto beso en ella.

Aquella noche me aposté en la puerta de la habitación de Lunes con la intención de no dejarle pasar hasta que me explicara qué significaba Pandoro y por qué todos sonreían al oírlo. Ya habíamos dado tres cuartos de vuelta a la isla en busca de las mejores atracciones turísticas, siete días recorriendo paisajes vírgenes e incluso habíamos asistido al tradicional baño de los elefantes con una cópula de paquidermos incluida (¿alguna vez habéis visto la verga en erección de uno de estos bichos? No la veáis, las comparaciones son odiosas). Faltaban dos jornadas más de viaje y después una última noche en Colombo antes de que nuestra convivencia se terminase, así que teníamos bastante tensión sexual acumulada y aquella noche entró en erupción como un volcán.

No sé lo que piensan los ceilandeses sobre tener sexo con mujeres occidentales.

No sé si les parecemos atractivas o sólo nos tocan el culo (allí y en la India) como parte de una broma cultural. Pero Lunes no pareció tener dudas al respecto de cómo hacer disfrutar en la cama a una mujer procedente del otro lado del mundo y, aunque pareció sorprendido las veces que tomé la iniciativa, rápidamente le pilló el gusto al juego, aprendió las reglas y se dejó llevar.

Las siguientes noches que pasé en Sri Lanka dormí poco y follé mucho, muy lenta, muy profundamente, porque a Lunes le gustaba recrearse en la entrada y en la salida de mi cuerpo. Decía que, pese al preservativo que logré que se pusiera, si lo hacía poco a poco podía concentrarse en la sensación y el roce con mis labios menores.


That’s wonderful. You’re incredible, baby. My sweet Pandoro
. (Es maravilloso. Eres increíble, pequeña. Mi dulce Pandoro).

Un pandoro resultó ser un dulce del estilo del panetone, que los isleños habían conocido y aprendido a cocinar gracias a las sucesivas influencias culinarias de los misioneros que habían pasado por la isla.

No es exactamente un pandoro ni un panetone, pero esta mañana brindo por el recuerdo del complaciente Lunes con una magdalena en el vuelo Madrid‐Venecia, obligándome a ignorar las súplicas lamentables de Luis, que hace esfuerzos patéticos por llamar mi atención.

—¿Qué has desayunado? ¿Viagra? Como sigas así, en cuanto lleguemos a Venecia pediré que te deporten.

Creo que capta el mensaje, porque me deja en paz y, cuando aterrizamos en el aeropuerto Marco Polo, debe de imaginar que he recibido un mensaje de mi novio porque hace una mueca repipi cuando el móvil empieza a pitar en cuanto lo enciendo. Uno es de Javier, cierto, y dice «Ten cuidado», lo que quiero entender como una preocupación por mi seguridad más que como una advertencia.

Pero el otro es de Pablo. «Me gustaría tanto verte…».

No contesto a ninguno de los dos hasta que estamos sentados en una lancha camino del hotel. Sólo entonces, mientras Luis saca su cámara y aprovecha la luz de la mañana para hacer su trabajo, recupero mi teléfono del bolso y descarto el mensaje de Javier porque no precisa respuesta alguna. La contestación al de Pablo, sin embargo, la escribo y la borro siete veces antes de darme por satisfecha con un lacónico: «Estoy en Venecia por trabajo. Hablamos cuando vuelva».

La envío cuando pasamos precisamente bajo el Puente de los Suspiros.

Mientras yo suspiro por la duda de qué hacer con Pablo, Javier tiene muy claro cómo va a pasar los siguientes dos días y Pepe sigue sus pasos.

Del aeropuerto vuelve a su casa, donde aparca el coche y permanece algo más de una hora. Después baja a la calle, para un taxi al que el coche en el que va montado Pepe sigue hasta la estación de Atocha.

—Le voy a perder. Va a coger un AVE.

Juan Carlos nota desesperado a mi follamigo al otro lado del teléfono.

—Tranquilo. A ver, ¿a qué hora sale el siguiente tren para Málaga? ¿A las once? Son las diez y media. Te da tiempo de comprarte un billete.

—¿Y si va a otro sitio? —pregunta todavía nervioso.

—Es una corazonada. Hazme caso y compra el billete. Llámame cuando sepas más.

Postrado en la sala de quimioterapia, Juan Carlos corta la llamada y trata de relajarse mientras Pepe vuela hacia las taquillas de la estación.

Juan Carlos siempre ha sido un magnífico reportero y su instinto es certero como pocos. Lo que él llama corazonada no es más que olfato periodístico disfrazado de otra cosa para no darse importancia, pero Pepe le bendice cien veces cuando, billete en mano, se coloca en la cola de acceso al andén del AVE a Málaga treinta o cuarenta personas detrás de Javier.

«El pollo está en el horno». Julia está editando un reportaje sobre absentismo escolar y embarazos adolescentes cuando recibe ese enigmático mensaje telefónico desde el móvil de Elena. La llama para asegurarse de que no esté pidiendo a alguien que vigile su almuerzo.

—Era un mensaje en clave, mujer. Qué poca imaginación… Quiere decir que Javier o Héctor, como se llame, está en un AVE camino de Málaga. Sólo tenemos que rezar para que Pepe no le pierda de vista. ¿Has podido averiguar algo?

Mi jefa le reenvía un correo con copia a Juan Carlos, Carmen, Patricia y Marta (quien, desde Nueva York, reclama su derecho a no perderse nada) que acaba de recibir de unos amigos policías que le debían un favor.

—El coche está a nombre de Héctor Álvarez Ríos, que puede que sea su nombre verdadero, al menos coincide con lo que dijo la actriz esa, Red Angel o como se llame. Pero el alquiler de la casa, porque no es suya, está a su nombre. Quiero decir, a nombre de Javier Fernández Domingo, igual que la inscripción en el gimnasio. Espero que esto nos lleve a algún sitio porque hay una ley de Protección de Datos muy estricta en este sentido. Le he tenido que contar a dos amigos míos que había indicios de delito y les he prometido que, si encontrábamos lo que buscamos, les llamaría para que ellos se apuntaran la detención.

Julia, tan estricta con la legalidad, empieza a ponerse nerviosa.

—Mujer, no te preocupes. No vamos a publicar nada. No se va a enterar nadie. Sólo es consumo privado… Espera, acabo de recibir un mensaje de Patricia. Ahora te llamo.

El mensaje de Patricia revoluciona un poco más si cabe el sentido de la investigación. La cena con Claudio, el amigo de Pablo, el sábado, fue más productiva en mi favor de lo que había previsto la propia Patri, que no había ido allí con la intención de hablar de mí.

Sin embargo, cuando se entera de que Claudio trabajaba en un banco cerca de casa de Javier, le lanza la indirecta de si sería capaz de averiguar si una persona tiene cuenta en su entidad. Entre copas de vino y promesas de futuras citas, Patricia le apunta el nombre en un papel con la excusa de que es un paciente que sospecha no va a pagar la terapia a la que se está sometiendo. Claudio cumple su promesa y, a primera hora de la mañana, despierta a Patricia para decirle por teléfono lo que ha averiguado.

—Espero que sepas que esto es un delito. No podemos ni escribir esta información. No deberíamos ni hablar de ella. Hay una ley que…

Elena está un poco cansada ya de los escrúpulos de sus compañeros de aventura.

—La maldita ley de Protección de Datos, ya lo sé. ¿Me lo vas a contar o me tengo que acostar yo con tu novio para averiguarlo?

—No es mi novio, pero no te acerques a él, ¿oíste? Sí, te cuento. Resulta que tiene una cuenta en este banco con el nombre de Javier. Es una cuenta con mucho movimiento de tarjeta de crédito, pero con poco saldo. De hecho, no tiene nómina. Al menos no la tiene domiciliada allí.

—¡Vaya…!

—Espera. Lo mejor es que mensualmente recibe un ingreso de tres mil euros de una cuenta en otro banco a nombre de Héctor Álvarez… no me acuerdo qué más.

—Álvarez Ríos —completa Elena.

Patricia está más que sorprendida.

—¿Cómo lo sabes?

—Julia acaba de decirme que el coche está a ese nombre también. ¿Qué clase de país es éste en el que uno puede comprarse un coche y abrir una cuenta en un banco con un nombre falso? Estoy flipando.

Pepe tiene que silenciar el móvil porque los continuos mensajes que le entran molestan al resto de los pasajeros de su vagón.

—¿Qué hago cuando lleguemos a la estación? ¿Cojo un taxi y le digo: «Siga a ese coche», como en las películas?

A Juan Carlos aún le entran ganas de reírse pese a lo débil que le ha dejado la sesión de quimio.

—No seas peliculero, chaval. He llamado a un amigo en Málaga que conoce a un tipo que te va a estar esperando en la puerta de la estación con un coche, pero no le pierdas de vista. Cuando averigües a dónde va y con quién se ve, me llamas. ¡Ah! Y haz fotos si puedes. Suerte.

Pepe suspira y se deja caer en su asiento lamentando momentáneamente haberse implicado en tamaño disparate. «Con lo tranquilo que soy yo. ¿Qué coño hago aquí, en un tren, persiguiendo al novio cabrón de una antigua amante?…», piensa. Pero tiene que reconocer que las últimas semanas le han dado algo de interés y un giro inesperado a su monótona vida de temporero de hostelería y que servidora le ha dejado siempre un recuerdo imborrable. Del primer al último polvo que echamos.

Reviviendo momentos, nota que se ha empalmado y piensa en hacerle una visita al baño, cuando una voz por los altavoces comunica al pasaje que han llegado a la estación María Zambrano de Málaga. «Hay que joderse. No puede uno ni pajearse tranquilo», refunfuña mientras recoge su mochila y se aposta para ser el primero en saltar al andén.

Ya en la calle, sofocado por la humedad y el calor del mes de abril y sin dejar de mirar con el rabillo del ojo a Javier, se va sin dudarlo hacia un tipo que sostiene un cartel con su nombre: Pepe.

No es su estilo desconfiar de la gente, pero el emisario de Juan Carlos parece un ex convicto más que otra cosa. Dice llamarse Domingo mientras se coloca un pitillo entre los labios y lo enciende siguiendo la mirada nerviosa de mi amigo.

—¿Ése es el tipo al que tenemos que seguir? Pues arreando, que se ha subido a un coche.

No sé cuántas veces he tenido encendidas conversaciones entre las sábanas con Pepe sobre Dios y el agnosticismo, pero él, que siempre se ha considerado no creyente, se santigua en cuanto Domingo mete la primera casi por la fuerza y el coche pega un tirón hacia adelante.

—Tranquilo,
perroflauta
, que no se me pierde —dice chasqueando la lengua.

Pepe le mira de hito en hito y trata de calcular su edad. Aunque Domingo parece pasar de los 40, Pepe descuenta el desgaste de las drogas y decide que no tiene más de 30 o 32 años.

La verdad es que perderse no se le pierde, aunque sea porque el conductor del coche en el que viaja Javier no demuestra ninguna prisa por llegar a Marbella. Les siguen todo lo discretamente que pueden por los alrededores de la ciudad, hasta que el vehículo se dirige a una urbanización de chalés de lujo con seguridad privada y Domingo no tiene más remedio que pasar de largo por delante de la garita del guardia sin parar.

Detiene el coche más adelante, junto a una empalizada de setos.

—Vamos a ver, chaval, la situación está así. Tu colega millonetis ha entrado con su cochazo, pero a nosotros no nos van a dejar ni acercarnos a la puerta. Tenemos dos opciones. O te llevo de vuelta a la estación y aquí no ha pasado nada o saltamos la valla a la
mecagoendiós
y salga el sol por Antequera.

—¿A la
mecagoendiós
? —pregunta Pepe abriendo la puerta del coche y dando por hecho que ésa es la opción que más le gusta.

—Muy bien,
perroflauta
. Así me gusta, con dos cojones…

Están los dos encaramados a los setos a punto de dejarse caer hacia el otro lado cuando alguien les llama la atención desde la parte noble de la valla.

—¡Ya os estáis largando o llamo a la policía! Esto es propiedad privada. Ahora mismo aviso al portero, como Narciso que me llamo —les amenaza teléfono en mano desde el suelo un jardinero vestido con mono de trabajo y una gorra de visera.

—¡Coño! ¡Narciso! ¡Narciso el Bulboso! Que soy yo, Domingo, el del trullo. Del módulo 1 de Alhaurín. El Tijeritas…

Resulta que, como Pepe ha sospechado, Domingo es un ex presidiario que cumplió condena por posesión de narcóticos en Alhaurín de la Torre, donde conoció a Narciso, también condenado por trapichear con pastillas, en los talleres de jardinería de la prisión.

De ahí el mote del Tijeritas, porque Domingo tenía más maña con las tijeras de podar que nadie, mientras que Narciso era único trasplantando macetas.

En memoria de los años de condena, Narciso les deja saltar al césped sin tener en cuenta los macizos de flores que pisan al caer y se sienta con ellos a la sombra de un árbol para fumarse un pitillo.

—Yo ya estoy rehabilitado y eso, pero a veces me aliño un poco el cigarrito. ¿Os importa? —pregunta el jardinero, que explica que tiene su propia planta de marihuana en un zulo del invernadero de la urbanización.

Animados por los efectos relajantes del canuto, Domingo y Pepe le explican que vienen siguiendo a uno de los vecinos, pero que lo han perdido al entrar.

Cuando Narciso quiere saber el motivo, Pepe no tiene más remedio que contar la historia completa y los tres están de acuerdo en que, por mucho dinero que maneje, es un cabrón con pintas. Pero el jardinero, además, tiene una idea.

—Por lo que has contado creo que ya sé quién puede ser. Creo que es el que dio el braguetazo con la inglesa. Héctor se llama, creo. La mujer es mayor y muy simpática. Ella es la que tiene la pasta. Él no tiene un duro, es un guaperas que no sabe hacer la O con un canuto. Sólo tiene mucha labia; princesa por aquí, princesa por allá… Se dejó querer la mujer, supongo. Ella tiene un gusto espléndido para las plantas. Siempre está alabando mis flores y a veces le llevo unas cuantas para su casa. Tiene una casa muy bonita y, cuando está aquí, va todos los días a jugar al golf… Pero él es un imbécil. No os puedo dejar pasar, porque si nos trincan me echan a la calle, chavales, y la cosa está muy mal… —Narciso sigue contando cosas que sabe, intuye o le han contado sobre el extraño matrimonio de Javier/Héctor con aquella mujer—. Dorothy se llama —precisa.

Y aunque toda aquella información vale el esfuerzo de haber viajado a Marbella, Pepe necesita más.

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