Read Sherlock Holmes y los zombis de Camford Online

Authors: Alberto López Aroca

Tags: #Fantástico, Policíaco, Terror

Sherlock Holmes y los zombis de Camford

BOOK: Sherlock Holmes y los zombis de Camford
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Es octubre de 1903. Sherlock Holmes está a punto de retirarse, Watson ha contraído matrimonio por enésima vez, y el detective de Baker Street cuenta ahora con la ayuda de un antiguo ex presidiario, Otis Mercer, para realizar las labores cotidianas del oficio.

Cuando Bernard Baker, masón y también detective privado, solicita la ayuda del Maestro para localizar al comprador de un extraño «elixir rejuvenecedor», Sherlock Holmes decide viajar a la ciudad universitaria de Camford, donde se topará con una abominable, mefítica y aterradora amenaza, así como con una serie de enigmas que desafiarán a la mente deductiva del Gran Detective: ¿Qué secreto oculta la piedra mágica del joven millonario recién llegado de Sudamérica? ¿Quién es el hombre de la mano de metal? ¿Cuáles son las verdaderas intenciones del extravagante señor Pride? ¿Qué prodigios se guardan en los lóbregos sótanos de la universidad?

Y lo que es más, ¿podrá Sherlock Holmes resolver todos estos misterios, trabajar con unos nuevos y monstruosos aliados, y evitar que el mundo acabe invadido por una plaga de muertos vivientes?

Alberto López Aroca

Sherlock Holmes y los zombis de Camford

ePUB v1.0

Nitsy
17.09.12

Título original:
Sherlock Holmes y los zombis de Camford

Alberto López Aroca, 2011

Diseño/retoque portada: Alejandro Colucci

Editor original: Nitsy (v1.0)

ePub base v2.0

S
HERLOCK
H
OLMES
Y LOS ZOMBIS DE
C
AMFORD

que es un extracto de las memorias de Otis Mercer, ex presidiario, donde se da noticia del último caso del señor Sherlock Holmes de Baker Street, primer detective consultor del mundo, antes de su retiro a una casita cerca de Fulworth, en los Sussex Downs.

Por Alberto López Aroca

Para

Ted Cowan, Reg Bunn, Jerry Siegel,

Tom Tully, Eric Bradbury, Bill Lacey,

Enrique Solano López, E. George

Cowan, Ted Kearnon, Ken Bulmer, Jesús

Blasco, Massimo Belardinelli, John

Stokes, Frank Hampson, Barrington J. Bailey

(entre muchos otros),

y por supuesto,

Arthur Conan Doyle:

Hacedores de Monstruos.

«… le confieso que

anhelo poseer su cráneo.»

Doctor James Mortimer a

Sherlock Holmes en

El sabueso de los Baskerville

I

L
OS SABUESOS

Cuando vi a mi antiguo patrón entrar por la puerta del 221 de Baker Street, me dije que el señor Holmes iba a meterse en problemas, y que quizá necesitara en breve los servicios de este viejo ratero. Y yo tenía mucha razón, ¡vaya si no!

Me encontraba sentado en un escalón, a la puerta de Candem House, porque esa mañana no había otra cosa que hacer. Un insólito sol de octubre había salido a saludar a los justos y los injustos, y siempre me ha gustado ver a los pilletes corretear y trampear a los pisaverdes que intentan intimar con las niñeras… A fin de cuentas, yo también fui uno de esos niños en otro tiempo.

Y es que yo no soy el doctor John Watson, y el Señor me libre de convertirme en un orgulloso veterano de alguna de esas guerras a las que el Imperio envía a sus jóvenes como ovejas al matadero. La juventud es una enfermedad que, por desgracia, se cura rápidamente: Uno pasa de ser un gallito descerebrado a convertirse en un astuto malvado en un decir «¡Ta-ra-ra Boom-de-ay!». Esa es la verdad.

En aquella época, yo no solía andar tirado por el suelo como un vulgar gusano, no señor. Por el contrario, era bastante fácil localizarme en las tabernas de Limehouse, o en Whitechapel. No tenía una base de operaciones fija, aunque normalmente dormía en el cuartucho de una casa de citas, donde tenía un trato preferente con la dueña. Hace ya algunos años que a Myrtelle la Gorda, que me administraba los ahorros e incluso los invertía en diversos negocios de su propiedad, la atropello un automóvil… Dios tenga piedad de su alma, sí, y muchos saben que echo de menos su compañía, pero lo cierto es que habría preferido que esa vieja cascarrabias me hubiera contado antes de morir dónde diablos guardaba mi dinero.

Pero como decía, aquella mañana había optado por dejarme caer por las inmediaciones del hogar de Sherlock Holmes. Normalmente, el señor Holmes enviaba recado al local de Myrtelle con instrucciones para mí —creo que mi jefe sentía cierta aversión por los teléfonos, actitud que nunca llegué a comprender—, pero en otras ocasiones yo mismo me adelantaba a sus intenciones, como buen sabueso, y en cuanto veía salir al botones por la puerta, me acercaba para ofrecer mis servicios al Maestro. A veces, Sherlock Holmes me enviaba de vuelta a la taberna para que mantuviera los ojos bien abiertos, lo que venía a significar que no tenía caso alguno entre manos. En otros momentos me pedía que buscara a un cochero, que comprobara la fiabilidad de un servicio de paquetería, o que averiguara si la dama de tal y cual era precisamente quien decía ser.

Y en otras ocasiones, las menos, el señor Holmes me invitaba a pasar a su casa para compartir con él una copa de coñac, y me hablaba de sus estudios sobre no sé qué idioma de Cornualles, acerca del caso del tipo que desapareció en la propia casa del individuo, o cómo había perdido la cuenta de las veces en que el doctor Watson había pasado por la vicaría. «Siempre busca esa clase de inverosímiles excusas para abandonarme», me explicaba.

La llegada de Bernard Barker a Baker Street significaba que el detective de la orilla londinense de Surrey, caballeroso rival de Sherlock Holmes, se había metido en algún callejón sin salida. Barker era un buen elemento en su terreno, uno de los muchos sabuesos profesionales que habían salido a la luz poco después de que el señor Holmes comenzara a trabajar en Londres. Y como he dicho, no era de los peores… aunque tenía truco, claro.

Barker era, como los llamábamos entonces, un «hijo de la viuda», y no lo disimulaba en absoluto. Le encantaba lucir en público su alfiler de corbata con el compás del Arquitecto Universal, símbolo de la masonería, y no dejaba de realizar sus patéticos gestos y saludos secretos en cuanto se topaba con alguno de sus camaradas. En más de una ocasión, e incluso delante de mí, llegó a hacer el ridículo más espantoso al identificarse como miembro de vaya usted a saber qué logia, y el cliente en cuestión —por poner un ejemplo— le respondía que había nacido en Dulwich, a mucha honra.

Evidentemente, Barker no disponía de los poderes adivinatorios del señor Sherlock Holmes, ni habría podido aprenderlos en un millón de años. Entre otras cosas, porque Bernard Barker era más como los de mi clase: un sabueso de estacazo y tentetieso.

Creo que fue Barker quien le habló al señor Holmes de mí, y probablemente también mi viejo amigo Shinwell
Porky
Johnson me mencionara… Aunque a veces pienso que el desaparecido Charlie Peace, que entró en una caja de caudales y nunca más fue vuelto a ver en este mundo, tuvo algo de mano en todo esto… quién sabe. En cualquier caso, yo había trabajado para Barker desde 1892, hasta que un malentendido con uno de sus «amigos especiales» —un politicucho de la ciudad— hizo que el detective prescindiera de mis servicios para siempre. O dicho de otro modo: a Barker no le agradó que durante mi irregular estancia en el interior de cierta mansión, yo aprovechara para intimar con la cocinera de la casa, y para desahogar al dueño de algunas de las joyas de su señora esposa.

La verdad, tampoco fue para tanto, pues la mayoría de esas piedras no eran más que bisutería. Y es que, como bien sabe el señor Holmes, los ricos son ricos, entre otras cosas, porque son agarrados, además de estirados, mentirosos, aprovechados y, en el mejor de los casos, unos malditos ladrones.

No habían pasado ni cinco minutos desde la llegada de Barker cuando vi salir al botones por la puerta del 221.

—¡Eh, Billy! —le grité desde el otro lado de la acera y me puse en pie—. ¡Ven aquí, muchacho!

El chico cruzó la calle. La verdad es que no parecía muy confiado, y no porque no me hubiera visto antes, sino todo lo contrario. He de decir que por aquel entonces, me gustaba tomarle el pelo a los zagales, y a Billy ya le había gastado alguna que otra jugarreta. Nada importante, por supuesto.

—El señor Holmes me ha dado este recado para usted —dijo el chico—. Iba a buscarlo a la casa de citas…

—Pues aquí me tienes. Trae acá ese billete.

El texto, como siempre, era bastante sucinto:

«Venga a Baker Street ahora mismo. S.H.»

Sin sutilezas, como era habitual.

—¿Cómo sabía usted que el amo lo iba a llamar, señor Mercer? —preguntó Billy.

—Yo también tengo poderes como él, ¿sabes, William? Por ejemplo, deduzco que esta mañana temprano has escamoteado algún dulce de la despensa de la señora Hudson, ¿verdad? Y deduzco que a ella le gustaría saberlo. ¿Me equivoco?

Billy torció el morro.

—Pero usted no se lo dirá, ¿verdad, señor Mercer?

—No sé, Billy… Creo que debería hacerlo… Lo que has hecho no es demasiado honesto, ¿no crees, muchacho?

—¡Por favor, señor Mercer! ¡No le diga nada a la señora Hudson! ¡Me pondrá de patitas en la calle! ¡Y sólo era un dulce!

—Chico, te diré lo que vamos a hacer: Tú me vas a dar unos peniques para que yo vaya a comprar un pastel, y me encargaré de reponerlo personalmente y sin que ella se entere. ¿Qué te parece?

El muchacho soltó un bufido, metió la mano en el bolsillo para buscar unas monedas, y en ese momento vi cómo se abría la puerta del 221 y aparecía un rostro que yo ya conocía bastante bien.

—¡Mercer, deje de extorsionar al joven Billy y venga aquí!

—¡Por supuesto, señor Holmes! —respondí desde el otro lado de la calle. El rostro de Billy se iluminó cuando me vio cruzar, pero su esperanza se desvaneció cuando volví la cabeza y le dije—: En cuanto termine con este negocio, me ocuparé de lo nuestro, muchacho. No pienso dejarte en la estacada.

Y entré en la casa.

El señor Holmes estaba subiendo las escaleras hacia sus aposentos, y yo lo seguí rápidamente.

En la sala de estar, Bernard Barker se hallaba sentado en una silla, mientras fumaba un puro. Tenía una copa de coñac vacía entre las manos, y aún llevaba puestas sus lentes oscuras. No parecía muy contento, no sé si por mi presencia o por algún otro asunto.

—Vaya, veo que a usted también lo ha liado este ganapán —le dijo a Sherlock Holmes.

—Mercer es un buen elemento. Me está resultando muy útil, ahora que Watson ha vuelto al rebaño de los hombres casados.

—Otis tiene los dedos demasiado ágiles —replicó mi antiguo jefe—. ¿Verdad que sí, Otis?

—Es una habilidad que puede resultar muy conveniente en nuestro oficio —dijo el señor Holmes—. Mercer incluso me ha enseñado algún truco que no conocía.

—En realidad —expliqué—, el que ha aprendido trucos nuevos soy yo. Si el señor Holmes estuviera del otro lado de la ley, sería el mejor escamoteador del mundo. Tiene una técnica exquisita, señor Barker. Ni yo en mis mejores tiempos…

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