Sicario
, el relato que marcó el paso de
Alberto Vázquez-Figueroa
a la plena madurez como escritor, recrea un terrible drama de miseria y desarraigo: los niños abandonados en las calles de las grandes ciudades de América Latina. A lo largo de sus páginas el autor ofrece, en clave de ficción, un desgarrador y valiente testimonio acerca de un fenómeno social explosivo que reclama profundos cambios sociales.
Alberto Vázquez-Figueroa
Sicario
ePUB v1.1
GONZALEZ14.12.11
PLAZA & JANES EDITORES S.A.
Primera edición: Junio, 1991
© 1991, Alberto Vázquez-Figueroa
Editado por PLAZA & JANES EDITORES, S. A.
Virgen de Guadalupe, 21-33
Esplugues de Llobregat (Barcelona)
ISBN: 84-01-32378-9
Depósito Legal: B. 19. 199/1991
Si usted quiere que le cuente mi historia, señor, yo se la cuento.
No entiendo de qué puede servirle a nadie una historia semejante, pero si ha venido desde tan lejos sólo por conocerla, sus razones tendrá y no soy quién para negárselas.
Me gustaría poder empezar diciéndole en qué día nací, en qué mes y en qué año, pero ni de eso, ni del lugar donde pudo ser, tengo una idea precisa, porque, si alguna vez mi nacimiento se registró en alguna parte, cosa que dudo, olvidado debió quedar en la memoria de mi madre, que es la única que pudo tener en su día clara conciencia de tal acto.
Y es que mi madre era puta.
Puta, borracha, ladrona y probablemente drogadicta por más señas, pues lo poco que recuerdo de su persona, va unido a la idea de botellas que rodaban por el suelo, hombres con los que se pegaba, hedor a vómitos y sonoros ronquidos que me impedían dormir casi toda la noche.
También recuerdo un largo viaje en una época en la que tendría yo dos o tres años, aunque siempre sospeché que más que un viaje fue una huida; una precipitada fuga motivada por el hecho de que, al parecer, mi madre le había robado a un cliente y confiaba empezar con ese dinero «una nueva vida» lejos del pueblo.
Que conste que nunca me importó el hecho de que mi madre fuera puta, pues desconozco las razones que tuvo para acabar de esa manera, aunque, si quiere que le diga la verdad, creo que desde aquel tiempo le tomé animadversión a las mujeres que abusan de quienes tan sólo buscan pasar con ellas un buen rato sin discutir el precio, y luego se encuentran con que les han dejado sin blanca.
En la ciudad las cosas no fueron a mejor, pues a mi madre el dinero le debió durar muy poco, y la diferencia estuvo en que los clientes no eran los viejos conocidos que solían acudir a casa, sino que ahora tenía que salir a buscarlos a unas calles en las que la competencia era muy dura y el frío le calaba hasta los huesos.
Eso hacía que bebiera aún más que de costumbre y que estuviera siempre de un humor de todos los demonios, aprovechando cualquier disculpa para propinarme una soberana paliza o quemarme con un cigarrillo el dorso de la mano, pues aseguraba que ésa era la única forma que conocía de que me quedara quieto unos minutos.
Vivíamos en un cuartucho tan minúsculo que, cuando tenía que «ocuparse» por el día, me mandaba a jugar a la calle, pero cuando se trataba de servicios nocturnos me veía obligado a acurrucarme bajo un montón de mantas, sin hacer ruido ni movimiento alguno, y orinándome encima si es que no podía aguantarme.
Si por alguna razón los clientes sospechaban, mi madre les tranquilizaba asegurando que quien dormía era un gato, convencida como estaba de que de saber que era un niño muchos no conseguirían concentrarse y acabarían por largarse aprovechando la disculpa para no pagar.
Y es que mi madre no era atractiva.
Apenas tenía más que piel cubriéndole los huesos, y como andaba siempre sucia y desgreñada le costaba embaucar a algún borracho, por lo que tenía que procurar que quedara contento si no quería tener graves problemas.
¿En verdad le interesa que le siga contando todo esto? No, a mí en realidad no me molesta, y al fin y al cabo son cosas que pasaron hace ya muchos años.
Es como si le hubiera ocurrido a otra persona.
¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí...! Mi madre. Algunas noches observaba desde mi rincón lo que hacía con aquellos pendejos, y puede usted creerme si le digo que me importaba un carajo.
Hay quien asegura que los niños tienen la obligación de amar a sus madres y sufrir cuando les colocan en semejante situación, pero le juro que para mí no fue nunca más que una bruja maloliente que de tanto en tanto me proporcionaba algo de comer, y que tampoco me demostró más afecto del que habría demostrado si en verdad hubiera sido un gato.
Yo era, al parecer, cuanto tenía, pero estaba claro que no me tenía para quererme, sino tan sólo para hacerme partícipe de todas sus desgracias, desahogando sobre mí sus frustraciones.
Darme una patada o quemarme con un cigarrillo le compensaba por no tener un vaso de ron a mano, y pegarme se había convertido en la única forma de escapar a su imagen las pocas veces que se miraba a un espejo.
Por todo ello, la vida se me fue haciendo cada Vez más difícil, ya que en el pueblo raro era el día en que una vecina no me daba un pedazo de pan, pero allí, en la ciudad, nadie parecía reparar siquiera en mi presencia.
Le aseguro, señor, o al menos ésa ha sido mi experiencia, que a los cuatro años se llega a soportar el hambre, el frío e incluso contemplar cómo un tipejo hediondo hociquea como un cerdo en la entrepierna de tu madre, pero lo que no se resiste en modo alguno es la espantosa sensación de saber que vives sin que a nadie le preocupe en absoluto lo que pueda ocurrirte.
Por no darme, mi madre ni tan siquiera me dio un nombre; no ya un apellido; me refiero a un simple nombre de pila por el que designarme, pues cuando en alguna ocasión se refería a mí, decía siempre
el Chico
, y cuando estábamos solos en el cuartucho nunca me nombraba, pues resultaba evidente que yo era el único que podía escucharla.
Cuando en un par de ocasiones le pregunté sobre ello eludió el tema, lo cual me obliga a suponer que en realidad jamás se preocupó de bautizarme, ni aun de dedicar un minuto de su vida a la sencilla tarea de buscar el modo de que pudiera diferenciarme del resto de los millones de hijos de puta que pululan por el mundo.
Siempre fui, por lo tanto,
el Chico,
y cuando años más tarde la sociedad se empeñó en que debía tener una «Personalidad Jurídica», decidí adoptar el apellido «Grande», pues se me antojó tan bueno como cualquier otro y bastante en consonancia con las circunstancias de mi vida. Ya ve, por tanto, que «Chico Grande» no es en absoluto un apodo como la mayoría imagina, sino el nombre y el apellido que figuran en todos mis documentos.
Una burla del destino para alguien que jamás tuvo infancia.
Y además, tan canijo.
Una tarde, mientras mi madre se «ocupaba» con tres tipos y otra golfa en algo que nunca he podido tan siquiera imaginar, teniendo en cuenta las reducidas dimensiones del cuarto y de la cama, me tropecé en la calle con Ramiro, un mocoso espigado, pero tan flaco que sus dos piernas apenas abultaban lo que una normal, que vagaba sin rumbo desde el día en que su madre, tan puta al parecer como la mía, desapareció por completo dejándole sin techo.
Ramiro tendría apenas un año más que yo, pero sabía mucho de la vida, y tenía una ligera idea sobre dónde dormir caliente y conseguir algo de comer.
Me fui con él.
Me fui definitivamente, debido en parte al hecho de que en cuanto llegamos al centro de la ciudad caí en la cuenta de que no tenía la más mínima idea de dónde estaba mi «casa», ni cómo carajo tenía que arreglármelas para volver a ella.
A decir verdad, nunca me pasó por la mente la idea de volver, y ni tan siquiera una sola vez en mi vida eché de menos a mi madre.
El centro de la ciudad me fascinó al instante.
Yo, que había vivido hasta aquel momento en un barrio de las afueras, nunca he sabido cuál, pero uno de esos de chabolas de madera y «calles» de barro en los que los días son casi siempre grises y las noches oscuras, pasé de pronto a encontrarme en mitad de una hermosa plaza, rodeada de altísimos edificios de iluminados ventanales, con lujosos comercios de letreros multicolores cuyos escaparates exhibían más cosas maravillosas que la más fantástica cueva de Alí Baba.
Debí permanecer con la boca abierta cuatro días.
Ramiro me enseñaba a vivir.
«Sobrevivir» sería más bien la palabra justa en este caso, pues aunque fastuoso, el mundo al que había llegado se mostró de inmediato hostil y despiadado, ya que eran centenares los que, como nosotros, pululaban en busca de un mendrugo que echarse a la boca.
Resulta difícil vivir de la caridad cuando la caridad se ha convertido en un oficio al que llegas el último, siendo el más pequeño, y sin poder ofrecer a la vista ningún defecto que mueva a la compasión del transeúnte.
En aquel tiempo llegué a envidiar a los cojos y los mancos, puesto que lo único que tenían que hacer era tomar asiento en una esquina, exhibir sus miserias y permitir que el plato se les fuera llenando de brillantes monedas.
Ramiro y yo, por el contrario, nos veíamos obligados a correr junto a los peatones tirándoles del abrigo o sollozando para no recibir la mayoría de las veces más que un empujón o un despectivo golpe con el dorso de la mano, si es que teníamos la suerte de que no nos pisaran con sus pesados zapatones.
Me dolía el cuello de mirar hacia arriba.
A mi nivel no estaban más que Ramiro, algún que otro niño y algún que otro perro.
Fue entonces cuando comprendí que existía el mundo de los adultos, y que esos adultos no eran los miembros de mi especie encargados de protegerme, sino mis peores enemigos, porque desde su altura emanaban la mayor parte de los peligros que pudieran acecharme.
Adultos eran los que nos corrían a bofetadas cuando entrábamos a un restaurante a pedir limosna a quienes se atiborraban de comida; adultos los que nos echaban de los portales calientes en los que buscábamos refugio por las noches, y adultos los que nos pateaban cuando nos sorprendían cagando bajo un árbol de la plaza.
No nos permitían utilizar los retretes de los bares, pero no querían, tampoco, que nos bajáramos los pantalones a la vista de la gente, y lo que le estaba permitido a cualquier perro, nos lo prohibían a nosotros sin que entendiéramos los motivos.