Sierra de oro / El exterminio de la «Calavera» (2 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: Sierra de oro / El exterminio de la «Calavera»
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—Está bien —dijo Bolton, con una dura sonrisa—. Me ha condenado a una pena inmerecida, Esley; pero le juro que sus palabras van a resultar proféticas y que cuando salga de la cárcel o del reformatorio lo primero que haré será cortarle las orejas y clavarlas en la puerta de este tribunal.

Esley escuchó sonriente aquellas palabras.

—Confirmas mi creencia de que la piedad que contigo se tiene es malgastada; pero yo no he escrito la ley. Me limito a aplicarla.

De esta forma, y cuando sólo tenía dieciocho años, Ralph Bolton fue arrancado de su hogar y encerrado en el reformatorio de Houston. Allí pasó dos años, añorando el aire, el sol, el paisaje de su tierra natal y, sobre todo, la libertad. Allí perdió su alegría juvenil y en dos años envejeció quince. A cambio de todo esto aprendió lo que sólo allí podía aprender: a odiar a la sociedad que le había encerrado en aquel lugar donde se seguía la equivocada táctica de que para reformar las almas no existía método mejor que el de castigar y humillar los cuerpos. La dureza era lo que predominaba. La alimentación era escasa. El trabajo, agotador.

—Mientras trabajan no piensan cosas malas —decía el director del reformatorio.

Cuando al fin las puertas del establecimiento se abrieron para Ralph Bolton, dieron paso a un hombre dispuesto a seguir el torcido camino hacia el cual se sentía empujado.

Si entonces se salvó fue gracias al desastre que debía hundir tantas fortunas y destruir tantos orgullos.

La libertad de Bolton coincidió con los primeros cañonazos de la Guerra de Secesión. El Sur se alzaba contra el Norte. Bolton se vio arrastrado por el torrente guerrero y antes de darse cuenta se encontró vistiendo el gris uniforme y arrastrando el pesado sable de los soldados de caballería. Formó en la brigada de Picket y cargó, siguiendo a su jefe, en la batalla de Gettysburgh. Fue uno de los pocos que volvieron con vida y fue citado por su valor.

Mientras se reorganizaba su escuadrón, Ralph Bolton regresó a San Juan. Y regresó oportunamente, porque si hasta entonces se había tolerado en la población la presencia de Esley, a quien todos sabían simpatizante con el Norte, una desgraciada sonrisa del juez cuando se hizo pública la derrota de la Confederación en Gettysburgh colmó la ira del pueblo y se decidió celebrar la triste noticia con un alegre linchamiento.

En aquel instante Bolton, con los galones de sargento, entraba en San Juan.

—Van a linchar a Esley —le dijo alguien al reconocerlo.

El joven estuvo a punto de encogerse de hombros. ¿Qué le importaba una muerte más, si regresaba de una batalla en la que había visto caer para siempre a dos mil de sus más íntimos compañeros, que ya nunca más cabalgarían a su lado ni lanzarían el erizante grito de guerra del Sur? Realmente no le importaba la ejecución de un hombre en quien todas las noches, mientras estuvo en la cárcel, pensó para no olvidarse de que debía cortarle las orejas. Pero ¡qué pequeño le parecía su odio al compararlo con la inmensa tragedia que asolaba a la nación entera!

—Dejadle —ordenó secamente a los que arrastraban a Esley hacia el árbol del que colgaba la cuerda que debía acabar con su miserable vida.

El que ordenaba esto era un veterano de la guerra, un hombre de reconocido valor, que había sido felicitado por el propio generalísimo Lee.

No fue necesario más para que Esley viera perdonada su vida. Lo único que hizo Bolton fue ordenarle que abandonase el pueblo, pues allí peligraba su seguridad.

Unciendo a un destartalado carricoche un caballejo tan malo que había escapado a las repetidas requisas ordenadas por el Gobierno, Esley abandonó San Juan y fue a pasar el tiempo que faltaba para la terminación de la guerra en California, adonde llegó milagrosamente indemne.

También Ralph marchó a recorrer el calvario de todos los seguidores de la perdida causa de la Confederación. Terminó la guerra y el Ejército del Sur fue desmovilizado o se desmovilizó por su propia iniciativa. Bolton quitóse la corta chaquetilla y la guardó, porque en ella estaban cosidos los galones que representaban sus méritos guerreros. Como no le veía ninguna utilidad, regaló el sable a un soldado del Norte que había roto el suyo y que a cambio le entregó un Colt del 45, último modelo salido de la fábrica del famoso armero. Con el poco oro que le quedaba compró una camisa de franela y vestido con ella y con los pantalones del uniforme, y armado con el revólver que le proporcionara su antiguo enemigo y el que había utilizado durante toda la guerra, emprendió la vuelta a Tejas.

¡Qué distinta la tierra que encontró!

¡No parecía ni sombra de lo que había sido antes de la conflagración! El ganado que antes se guardaba en los enormes ranchos había revertido al estado salvaje y estaba prácticamente perdido. Era preciso cazar a los cornilargos bueyes como si fuesen búfalos; pero todo Tejas se entregó animosamente a la tarea de la reconstrucción del Estado.

Un día, el juez Ezequiel Esley regresó a San Juan. Volvía lleno de honores y de poderes. Al cruzarse con Ralph Bolton sonrió torcidamente y declaró:

—Me alegro mucho de verte, Ralph. Veo que has mejorado bastante. No he olvidado lo que hiciste por mí. No, no lo he olvidado.

Y por sus crueles y repulsivos ojos pasó un destello de extraña e inmensa alegría.

Ralph Bolton se encogió de hombros y se apartó. Aquel hombre le parecía una repulsiva alimaña a la que de buen grado hubiera aplastado bajo su pie.

Capítulo II: La heredera del rancho Ortiz

Dolores Ortiz apretó con fuerza los puños y esforzóse por serenar su corazón, que latía desacompasadamente. Luego su mirada buscó la de don César de Echagüe, que le dirigió una tranquilizadora sonrisa y le palmeó cariñosamente la mano derecha. Don Jacinto de Piedrabuena, el viejo notario de San Alfonso del Río Cristales, apartó los gruesos pliegos de papel de barba que tenía delante y, quitándose los lentes de ovalados cristales y montura de acero, declaró:

—Querida Dolores: no creo que sea necesario que te lea todo el testamento de tu padre. Lo que a ti te interesa especialmente es su esencia, y en cuanto a los términos legales, se utilizan sólo para cumplir todos los requisitos de la ley, a fin de que nadie pueda atacar el testamento por ninguna parte. ¿No opina usted lo mismo, don César?

—Claro —suspiró Echagüe, adoptando su eterna actitud de hombre aburrido—. Me parece muy bien lo que dice, pues, con opinión seguramente equivocada, creo que los términos legales o técnicos, o como se llamen, sólo sirven para dar sueño a los herederos y hacerles pasar por alto algún truquito. Díganos lo que, antes de emprender su última cabalgada, decidió don Eduardo Ortiz que debía hacerse con su fortuna, que, si no me engaño, asciende a algo así como un millón y medio de pesos.

—Don Eduardo, gran católico, deja doscientos mil pesos para reparaciones en la misión de San Alfonso del Río Cristales, para obras de caridad, para nuevo edificio escolar y para misas anuales por su alma. Esos doscientos mil pesos representan el total que excede de la suma total del millón y medio de pesos. Don Eduardo supo aprovechar muy bien los tiempos en que un buey valía hasta quinientos dólares y, además, en unas tierras suyas encontró un pequeño yacimiento de oro, que explotó sin que nadie se enterase. Estas operaciones aumentaron su fortuna y le permitieron renovar todo su rancho y convertirlo en casi el mejor de California, mejorando lo presente —agregó el notario, saludando con una inclinación de cabeza a César—. Don Eduardo fue siempre un carácter muy previsor y debemos reconocer que no estuvo nunca seguro de que su heredera pudiese cargar sobre sus hombros la pesada tarea de dirigir el rancho Ortiz. Con este objeto (y no quiero criticar en absoluto la decisión del que fue mi amigo, a pesar de que la adoptó contra mi consejo) en su testamento nombró un tutor para ti, Dolores, y le concedió unos poderes, acaso excesivos, aunque siempre bien intencionados.

—Don Jacinto, sospecho que si continúa así tendremos que pedirle que nos lea el testamento, pues será más breve su lectura que ese prolongado resumen.

El notario sofocóse un momento y quiso replicar; luego, comprendiendo que el conocido hacendado no andaba exento de razón, replicó:

—Bien, me limitaré a los hechos. Don Eduardo lega a su hija un capital en efectivo de seiscientos mil pesos, más un rancho, tierras y ganados que valen exactamente novecientos mil pesos. Este capital ha de ser administrado por don Ezequiel Esley…

—¡Él! —exclamó Dolores—. ¿El juez Esley?

—El mismo, Dolores. El juez Ezequiel Esley, de San Juan, Tejas.

—¿Quién es ese juez? —preguntó César.

—Un refugiado del Sur, partidario del Norte —explicó el notario—. Fue expulsado de San Juan por sus reconocidas simpatías hacia los yanquis y, huyendo de los que pretendían lincharle, se refugió en California, dando con sus huesos en San Alfonso del Río Cristales y, más exactamente, en el rancho Ortiz, donde pasó unos meses hasta que la terminación de la guerra le permitió volver a San Juan. Don Eduardo intimó mucho con él, cobró gran admiración a su inteligencia y, por último, lo destinó a tutor de su hija. Antes de que el señor Esley se marchara, fueron los dos a mi casa y extendieron el testamento. Por lo tanto, Dolores permanecerá bajo la tutoría del señor Esley hasta cumplir los veintitrés años o hasta el momento en que se case; pero su matrimonio, si se celebra antes de que Dolores cumpla los veintitrés años, necesitará la aprobación del tutor, y si llegara a efectuarse sin ese consentimiento, el señor Esley queda facultado para limitar la herencia de Dolores a una simple renta anual de seis mil pesos.

—¿Es posible eso? —preguntó César de Echagüe, olvidando por un momento su expresión de hombre cansado de la vida y de sus placeres, distracciones y problemas.

—Así está escrito en el testamento y confirmado por los necesarios testigos. No pretendo que sea una medida muy afortunada; pero don Eduardo era un hombre muy firme en sus decisiones y cuando las tomaba lo hacía irrevocablemente. Además, desde el momento de su muerte, Dolores empezará a recibir esa renta de quinientos pesos mensuales para que pueda atender libremente a sus gastos y no se crea en ningún momento humillada por una falsa idea de que ha sido subordinada a las órdenes de un extraño. Debo añadir, Dolores, que don Eduardo decidió esto aceptando una sugerencia mía, que, en honor a la verdad, es preciso hacer constar que fue apoyada por el señor Esley.

—¿Y no puede usted decirnos qué clase de hombre es, en su opinión, el juez Esley? —preguntó César.

El notario se encogió de hombros.

—Parece un hombre honrado, porque de lo contrario no le habrían nombrado juez.

—Eso es tanto como afirmar que por el simple hecho de ser juez un hombre no puede ser un canalla.

—No, don César; lo único que yo puedo decir es que no sé nada malo ni nada bueno de Ezequiel Esley. Por lo tanto, no tengo por qué acusarle de defectos, ni suponerle excesivas perfecciones. No sé nada de él y, en cambio, debo creer que, al elegirle como tutor de su hija, don Eduardo debía de saber lo que hacía.

—¿No hay nada más en el testamento de mi padre? —preguntó Dolores.

—Hay un detalle más que estoy seguro que te complacerá, Lolita. Cualquier duda que se te presentara acerca de la buena administración de tu tutor, podrá facultarte para solicitar la intervención de don César de Echagüe, a quien tu padre nombra tutor adjunto o, mejor dicho, revisor de la administración de Esley. Una vez al año el señor Esley deberá llamarle y presentarle un estado de cuentas. Si ese estado de cuentas no satisface a don César, él podría solicitar una revisión total de la administración e imponer las reformas que creyera convenientes. Lo único que no puede hacer don César es invalidar a Esley, quien, en el suponer de que administrara equivocadamente la fortuna, siempre podrá presentar la excusa de que ha hecho lo que a su juicio ha sido lo mejor, con lo cual salvaría su honorabilidad.

—Es decir, que mi buen amigo don Eduardo Ortiz me ha nombrado gran rompesobres de su imperio —rió César—. Puedo exigir, puedo reclamar, puedo protestar, puedo llamarle tramposo y todo lo que me venga en gana; pero a cambio de todos esos honores no puedo hacer nada, ¿no es cierto?

Jacinto Piedrabuena sonrió ante las palabras del californiano.

—Aunque lo ha dicho usted un poco exageradamente, en realidad así es. Lo único que usted puede hacer eficazmente es (y para calificarlo emplearemos una frase tal vez demasiado vulgar, pero certera) meter las narices en la administración del rancho y de la fortuna.

—¿Y qué gano yo con eso? —preguntó César, ahogando un bostezo.

Jacinto Piedrabuena miró fijamente a César de Echagüe y replicó:

—Si usted no lo sabe, yo lo sé mucho menos.

—Entonces…

—Un momento, don César —pidió el notario—. Le explicaré lo que hablamos don Eduardo y yo unos meses antes de su fallecimiento. A mi pregunta de que por qué le concedía unos honores tan poco prácticos, don Eduardo me dijo, poco más o menos, esto: «Yo sé bien lo que hago, Jacinto. Tengo plena confianza en Esley y también la tengo en otra persona. Y si llegase a ocurrir lo que no espero, esa otra persona sabría arreglarlo sin necesidad de otra cosa que meter un poco las narices en la administración. No creas que he obrado a tontas y a locas; pero es que hay cosas que no se pueden hacer, so pena de causar disgustos y molestias a quien no los merece». No quiso decirme más. Creo que se refería a usted, don César, aunque por la sonrisa con que acompañaba sus palabras y el tono con que las pronunció casi me hizo pensar en que existía otra persona que podría obrar en la oscuridad o bien surgir en un momento dado con poderes especiales para resolver cuantas dificultades se presentaran.

—Tal vez —replicó César—; pero ignoro quién pueda ser esa persona.

—Confiemos en que saldrá a su debido tiempo o, mejor, confiemos en que su aparición no será precisa.

—Eso es mejor —replicó César, poniéndose en pie—. Si no nos necesita para nada más…

—No, no les necesito. Como ya saben lo que decidió don Eduardo, recibirán los dos copia del testamento. Otra copia será enviada al juez Esley y el original quedará en mi poder. Buenos días. Dolores, si en algo más puedo serte útil…

—Gracias, don Jacinto. De momento no creo que le necesite.

Acompañada de César de Echagüe, la joven salió de casa del notario y al llegar a la calle subió a un cochecillo de negra capota, tirado por dos viejos caballos blancos. César se acomodó a su lado y dejó que la muchacha le condujera hasta su rancho.

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