El gobernador y yo salimos a caballo al encuentro del soberano, y cuando coronamos el puerto de Karo, a tres jornadas de Gyangtse por la ruta de Lhasa, descubrimos una interminable caravana que, envuelta en nubes de polvo, esta subiendo por la otra vertiente. Al contemplar al joven Dalai cabalgando en medio de su cortejo, me viene a la memoria una profecía: un adivino ha predicho que el decimocuarto Dalai será el último soberano del Tíbet. Mucho temo que acierte. Desde la coronación ha transcurrido un mes, pero, contra lo que esperaban todos los habitantes del Tíbet, el enemigo ha proseguido la ocupación del país y el pontífice ha abandonado su capital.
En el momento en que Kundun pasa cerca de mí, me descubro y me inclino, y él me responde con una inclinación de cabeza.
El viento sopla a ramalazos; sobre la cumbre se queman bastoncillos de incienso, y en los mástiles de plegarias ondean las oriflamas. Sin detenerse, la comitiva sigue su camino en dirección a un monasterio cercano.
Allí me reúno con Lobsang Samten, que, por encontrarse enfermo, ha hecho el viaje en litera. La víspera de la marcha sufrió un ataque cardíaco que le tuvo sin conocimiento durante varias horas. Habiendo llamado al médico de Su Majestad, este lo reanimó con un remedio que se considera infalible y que a mí me parece capaz de despertar a un muerto: se trata de la aplicación de un hierro candente. Lobsang Samten me da algunos detalles de la huida del Dalai. Por miedo a que cundiera el pánico entre la población y que los monjes de los conventos cercanos a Lhasa se opusieran a la marcha, el Gobierno había guardado el silencio más absoluto en torno a ese proyecto, y los pocos que lo conocían habían jurado no revelarlo a nadie.
A las dos de una madrugada negra como boca de lobo, el Dalai Lama bebió té con manteca y luego volvieron a llenarse las tazas: según una antigua superstición tibetana, las tazas llenas abandonadas son presagio de un pronto regreso.
Después de una breve parada en el Norbulingka, el joven rey había elevado una plegaria a los dioses tutelares.
Aún no se hallaba la caravana en el primer relevo, cuando la noticia de la marcha del pontífice se difundía ya por la capital y de allí a todas las provincias. Los monjes del convento de Dchang salieron a millares al encuentro del soberano para suplicarle que renunciara a su proyecto; por un momento, los acompañantes del Dalai temieron que los monjes fueran a impedir la continuación del viaje, pero, muy dueño de sí, el joven dios explicó a los religiosos que su presencia en Lhasa resultaría inútil si el había de ser tan sólo un prisionero en manos de los chinos y que, en cambio, podría intervenir más fácilmente y negociar su regreso si permanecía libre. Los monjes se dejaron convencer y, en testimonio de sumisión, alfombraron de echarpes blancos el camino por donde había de pasar la caravana.
En cuanto se supo que el Buda Viviente había de atravesar la ciudad de Gyangtse, toda la población surgió de sus casas y a lo largo de las calles formó dos hileras de piedras blancas para alejar a los espíritus maléficos. De los monasterios vecinos acudieron bandadas de monjes y religiosas, y los soldados hindúes de guarnición en la ciudad montaron a caballo y salieron al encuentro del pontífice.
Antes de entrar en una localidad importante, el Dalai se apeaba del caballo y se instalaba en su litera; todos los nobles y notables de la población le acompañaban hasta la salida.
La caravana viajaba de noche, a fin de evitar las tempestades de arena que se levantaban durante el día. La temperatura era glacial (3 bajo cero) y Kundun, para protegerse del frío, iba envuelto en un amplio abrigo y se tocaba con un gorro de pieles. Incluso cuando el viento se calmaba, constituía un verdadero tormento permanecer inmóvil sobre el caballo; a menudo, no pudiendo resistir más, el joven soberano ponía pie a tierra y continuaba a pie al frente del cortejo. Los caballeros le imitaban y le seguían andando al lado de sus monturas, pero, acostumbrados a viajar a caballo o en mula, iban quedando muy retrasados del grueso de la caravana. Cuando. después de atravesar los últimos puertos del Himalaya, el convoy se dirigió hacia comarcas más templadas, todo el mundo demostró su satisfacción.
La vista de las montañas y los glaciares sorprendió al joven soberano, y los bosques de pinos y de abetos, que veía por primera vez, le llamaron la atención. En el valle de Chumbi, las casas recuerdan los chalets del Tirol. Al paso del dios-rey, los habitantes se prosternaban, y nosotros desfilábamos entre dos hileras de bastoncillos de incienso que se consumían lentamente. Cerca de una mísera aldea, la afluencia era tan grande, que el monarca ordenó hacer un alto; uno a uno, sus súbditos desfilaron ante el para recibir su bendición, y el cortejo no pudo ponerse de nuevo en camino hasta tres horas más tarde.
Dieciséis días después de la partida, llegamos a casa del gobernador de Tchumbi, meta provisional para los fugitivos. En su litera amarilla, el Dalai Lama penetra en su nueva residencia: «palacio divino, lumbrera y paz del universo», tales son los epítetos que en adelante se aplicaran a la humilde morada que alberga bajo su techo al dios y señor del Tíbet.
Los dignatarios acampan en las granjas de los alrededores y procuran adaptarse a su nueva existencia. Al cabo de unos días, no queda más remedio que despedir a los soldados y a las bestias de carga, enviándolos a Gyangtse y Chigatse. pues resulta imposible encontrar donde alojarlos y. sobre todo, con que alimentarlos. Los puertos que conducen al valle de Tchumbi están guardados militarmente y sólo pueden atravesarlos quienes vayan provistos de un pasaporte especial. Poco a poco, los ministerios se van organizando y el Gobierno se reúne de nuevo. Los correos sirven de enlace con Lhasa y transmiten las instrucciones oficiales a los funcionarios que quedaron en la capital; el sello del Dalai Lama garantiza la autenticidad de los mensajes. Para efectuar el viaje de ida y vuelta a caballo se necesitan nueve días.
Poco después de la instalación del soberano en Tchumbi, Reginald Fox, el operador de la radio de Lhasa, llega también con su material y monta una nueva estación emisora.
Las esposas e hijos de los nobles y altos funcionarios, después de una breve parada, marchan a la India. A excepción de Lobsang Samten, todos los miembros de la familia del monarca se instalan en un bungalow de Kalimpong, en el Sikkim, en las proximidades de la frontera. Por primera vez, los tibetanos ven un ferrocarril, automóviles y aviones; pero, a pesar de los atractivos de ese universo desconocido, todos suspiran por retornar a su patria y a sus tradiciones ancestrales.
En Tchumbi me hospedo en casa de un amigo que ocupa un cargo importante en la administración… Comprendo que mi persona ya no es de ninguna utilidad, y a menudo el aburrimiento me incita a cruzar la frontera, pues aquí no soy mas que el impotente espectador de un drama de cuyo desenlace, desgraciadamente, no cabe la menor duda.
Para pasar el tiempo, me voy cada día a las montañas de los alrededores a alzar planos topográficos.
No conservo ya mas que uno de los cargos que me fueron confiados en Lhasa: el de «escucha” de la radio, para captar las noticias de todo el mundo. Al contrario de lo que se temió en un principio, los chinos no han tratado de invadir la ciudad santa; se han detenido a doscientos kilómetros de la capital, invitando al Gobierno a enviar sus delegados a Pekín. Considerando que esta solución es la más prudente, el Dalai Lama y sus ministros deciden acceder a la propuesta china y, convencidos de lo inútil de toda resistencia, los plenipotenciarios negocian el retorno del dios-rey a Lhasa. Por una parte, los chinos desean que el soberano se reintegre al Potala, y, por la otra, en Tchumbi se suceden incesantemente las comisiones de notables tibetanos que también piden la vuelta del pontífice.
En Pekín, las conversaciones prosiguen, llegándose a un acuerdo por el cual la China comunista garantiza al Dalai Lama el libre ejercicio del poder y se compromete a respetar la religión lamaísta y la libertad del culto; por contrapartida, el Tíbet reconoce al Gobierno de Mao Tse Tung el derecho de representarle en el extranjero y de asegurar su defensa contra toda agresión exterior. Con este fin mantendrá en territorio tibetano cierto número de guarniciones, reservándose el derecho a fijar el número de sus efectivos. En resumen, que, salvando las apariencias, el vencedor impone su ley; tal es la conclusión de esta forzosa «avenencia» entre vencedor y vencido.
Al cabo de tres semanas, el pontífice decide instalarse en el monasterio de Dung Kar. En adelante, hace una vida muy retirada y cada vez son más raras las ocasiones que tengo de verlo.
Lobsang vive en el mismo convento y me invita a ir a verlo, y a veces acompañamos a Kundun, que visita a pie los monasterios cercanos. A los religiosos y funcionarios les cuesta seguir el paso del dios-rey, y se les ve escalar con penas y fatigas los senderos de montaña en seguimiento de su soberano. En Lhasa, el Dalai me dijo una vez que lo que más le incomodaba era la falta de ejercicio, de modo que ahora se resarce de los largos años de inactividad forzosa en sus palacios del Potala y del Norbulingka. Siguiendo su ejemplo, nobles y funcionarios se entregan a una vida más sana e higiénica; los monjes abandonan su costumbre de tomar rape, y los soldados de la guardia personal dejan la bebida.
Siguen celebrándose las ceremonias rituales, pero nada recuerda la pompa de las que tenían lugar en Lhasa.
No obstante, una de ellas reviste singular esplendor: es la que se celebra a la llegada de los sacerdotes hindúes que traen al Dalai Lama una urna de oro con una reliquia de Buda. En esta ocasión hago las últimas y, por cierto, las mejores fotografías que tengo de Kundun.
A semejanza de su soberano, los nobles aprenden a hacer una vida más sobria y, renunciando a sus caballos, ya sólo van a pie a todas partes. Han conservado a sus numerosos servidores, pero carecen de sus habituales comodidades, sus palacios y sus fiestas y reuniones. A consecuencia de ello, pasan el tiempo intrigando, forman clanes y capillitas y ponen en circulación rumores incontrolables.
Sin querer confesárselo, los aristócratas comprenden que aquellos buenos tiempos de antes han pasado para no volver quizá, que su poder y su influencia no son ya mas que un recuerdo. En adelante necesitarán contar con la voluntad del Dalai Lama y someterse a sus órdenes. También les preocupa otro interrogante: los chinos ¿habrán respetado sus bienes? El sistema feudal se ha derrumbado, y la nobleza tibetana lo sabe perfectamente.
Permanezco en el valle de Tchumbi hasta el mes de marzo de 1951, y entonces decido trasladarme a la India, pues se que no podré volver a Lhasa nunca más. Como sigo estando a sueldo del Gobierno, solicito un permiso, que obtengo sin la menor dificultad. El pasaporte que el Gobierno me entrega es valedero por seis meses y en el hay un párrafo que dice: «Se ruega al Gobierno hindú que facilite el regreso al Tíbet del titular de este pasaporte». Al leerlo no puedo contener una sonrisa: inútil recomendación. Ya nunca más podré hacer uso del pasaporte, pues dentro de seis meses el Dalai habrá vuelto a la capital y allí los chinos lo tolerarán como jefe religioso, pero no como jefe de Estado.
Aufschnaiter y yo nos carteamos con regularidad; he vuelto a ver a mi compañero en Gyangtse, donde me comunicó su decisión de permanecer en el Techo del Mundo el mayor tiempo que le fuera posible y luego cruzar la frontera india. En el momento de despedirnos, ambos ignorábamos que habrían de pasar varios años antes de volver a vernos. Aufschnaiter me había confiado su equipaje, que yo cuide de trasladar a Kalimpong, en el Sikkim, y ponerlo a buen recaudo: luego pasó todo un año sin que supiera nada más de el.
Corrían rumores contradictorios sobre su paradero e incluso se decía que había muerto. Después de mi regreso a Europa, me enteré de que Aufschnaiter había vuelto a Kyirong, en pleno Himalaya, donde ambos habíamos vivido; allí aguardó la entrada de las tropas chinas, antes de pasar al Nepal. Más adelante recibí noticias suyas, y ahora reside todavía en Katmandú.
Aufschnaiter es uno de los poquísimos europeos que conocen a fondo el Tíbet y el Himalaya. ¡Cuántas cosas podría contar el día que se decida a volver a Europa! Por haber vivido trece años en Asia, tiene que ver las cosas de un modo particular.
A los siete años, casi día por día, de haber entrado en el Tíbet, me detengo en lo alto del puerto que separa este país del Sikkim; las mismas oriflamas ondean al viento en los mástiles que se alzan sobre los mismos montículos de piedras. En aquel entonces, yo no era mas que un vagabundo y el Techo del Mundo representaba para mí un puerto, un refugio, una promesa de libertad. Hoy, en cambio, me acompañan mis servidores y miro el porvenir con serena confianza. Sin embargo, siento mi corazón oprimido por la angustia, y con lágrimas en los ojos contemplo por última vez el territorio del Tíbet, en el que la alta pirámide del Chomolari parece decirme adiós.
Ante mí se extiende el Sikkim, presidido por la mole del Kangchenjunga, la última cumbre entre las de más de 8.000 metros que aún no había contemplado.
Lentamente, llevando de la brida a mi caballo, empiezo a descender hacia la llanura india…
Dos días después, en Kalimpong, me encuentro de nuevo entre europeos y me veo asediado por periodistas de todos los países, que me piden las últimas noticias del Techo del Mundo. Al principio, me cuesta mucho volver a adaptarme a esa vida.
Los meses van pasando y no acabo nunca de decidirme a regresar a Europa.
En el verano de 1951, el Dalai Lama vuelve a su capital y las familias refugiadas en la India emprenden también el regreso a la ciudad santa. En Kalimpong presencio la llegada del gobernador chino que se dirige a Lhasa para asumir sus funciones; las noticias que llegan del Tíbet son cada vez más escasas y contradictorias.
En el momento en que escribo estas líneas, lo que temía es ya, por desgracia, una realidad: un país libre gime bajo el yugo de la ocupación extranjera.
El hambre se ha abatido sobre el Tíbet, pues los veinte mil soldados chinos que viven a costa del país son una carga excesiva para el.
En los periódicos he visto últimamente unas fotografías en las que se ven al pie del Potala enormes pancartas con la efigie de Mao Tse Tung. Los tanques patrullan por las calles de la ciudad santa.