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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Erótico, Intriga

Silencio de Blanca (4 page)

BOOK: Silencio de Blanca
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Aquel deseo insatisfecho precipitó mi placer: me apreté contra ella como un luchador cansado, y me sentí un niño feliz mojando mi ropa interior, percibiendo el tibio flujo deslizarse por mi muslo bajo el traje. Volví a presionar mi sexo contra el suyo y moví todo su cuerpo sobre ellos, como una mano delgada y alta que me acariciara. Gemiste y me oíste gemir, Blanca, y abrimos los ojos a la vez y vimos nuestro placer en el rostro del otro.

Cuánto la quise en aquel instante y qué felicidad descubrir con violencia que la soledad, después de compartir un momento así, ya siempre será imaginaria (descubrirlo y olvidarlo, como un relámpago).

(En la partitura: de repente, senza tempo, grupos de semicorcheas en la octava superior girando alrededor de una misma nota.)

Mientras la música recapitulaba en paz ella se separó de mí, pero fue más un desprendimiento: primero apartó su cuerpo, después se deshizo de mis brazos, por último abandonó mis manos, mi mano, mis dedos, y retrocedió por fin hacia la oscuridad, ya en el vacío. Me dio la espalda y el Nocturno finalizó sobre la imagen de su silueta delgada. Ella misma apagó el equipo de música, cogió su abrigo y se marchó. Descubrí antes la soledad del sonido de sus zapatos altos, del perenne bajo continuo de la lluvia detrás, en la ventana.

Escribo sobre la época en que Chopin conoció a George Sand, uno de sus períodos vitales más intensos: preparé dos borradores con sucesos biográficos, pero los he desechado. Al final le otorgué supremacía a la pura invención, porque todo lo que se narra sobre él es muy inferior a la ambigua y hermosa respuesta de su música.

Es preferible mentir, por lo tanto. He aquí el resultado:

« ¿Qué opinaría el maestro al verla por primera vez?

(Se discute cuándo fue.) Ella solía vestir ropas de hombre y fumaba cigarrillos, lo que constituía todo un capricho exótico para las damas de la época. Además, era culta y refinada, escribía libros, y su carácter, desenvuelto y enérgico, contrastaba con el del joven maestro, siempre reservado y melancólico.

Aquel día de finales de 1836 (una furiosa lluvia golpeaba París) Chopin recibía en su casa: entre los invitados, la fastuosa celebridad de Liszt y su amigo y confidente Grzymala, pero particularmente la mujer que protagonizaría sus sueños de enfermo.

Ella vestía chaqueta y pantalones de amazona. Llegó tarde, se hizo esperar por todos. Pero logró entrar en el momento perfecto: con Pryderyk al piano interpretando una de sus composiciones (he soñado con que fuera el Nocturno en mi bemol, opus 9), de tal manera que la música pareció creada para recibirla. ¿Elevó él los ojos de las franjas del teclado y fue consciente de la presencia de aquella figura ambigua? Ella era como un muchacho muy hermoso, de pelo más bien largo, chaqueta añil, botas negras y fusta de montar. Su mirada, entre dura y divertida.

—¿Madame? —interrogaría cualquiera.

—Lamento la demora.

Alguien ordenaría silencio. El piano trazaría los últimos y dulces arabescos.

La imagino contemplando a Pryderyk en ese silencio transformado, la fusta entre sus manos enguantadas, la sonrisa, como la fusta, curva y heridora.»

Ritual del espejo

Nocturno en si mayor opus 9 número 3

(En la partitura: allegretto, ritmo sincopado, scherzando, repleto de cromatismos en su repetición.)

La melodía se desliza con la suavidad de la niebla, sensualidad en el ritmo de la mano derecha, imagen que se desvanece y acude, como un sueño de opio: a veces parece perderse sin remedio, en elleggierissimo de las semicorcheas, para después recuperarse casi con ingenuidad y afirmarse otra vez, dulce, provocadora.

Una melodía tan dulce. Y nunca llega a desaparecer del todo, como ocurre con los dos Nocturnos anteriores: la mano derecha aquí debe, por tanto, servir a esta omnipresencia y evitar las interrupciones. La variación de la melodía es como una prolongación de ella misma, el reflejo en un espejo ondulado.

Toco las manos de Elisa mientras ella toca las teclas, y percibo su tensión. Toco sobre ella sin sonidos y me sorprendo de la recia tirantez de sus tendones. Casi es divertido, y desde luego hermoso, verla tan nerviosa. Su preocupación, al recorrer la distancia de mi edad, llega hasta mí convertida en una broma: ¿qué estalla dentro de ella y por qué ocasiona dentro de mí ese silencio alegre? Y, sin embargo, ambos estamos tensos.

Con algunas personas la relación se vuelve un arco: sólo se aprecia si se fuerza, si se lleva hasta el límite, si se bordea de continuo esa frontera tenue más allá de la cual yace la amenaza de rotura. Con Elisa todo es un arco tenso, y la flecha apunta a ciegas hacia mí, hacia ella, incluso hacia sus manos, como el dedo de una veleta. Precisamente, en la música, ese reflejo de lo que no nos decimos: hoy, el estudio de Czerny sonó como a través de una garganta cerrada, entre resquicios, inflexible pero también perentorio. Era una exclamación (otros días ha sido un ruego, o una propuesta tímida), un brusco imperativo, una exigencia urgente. He cogido sus manos entonces, que se han separado de las teclas con los dedos inmóviles en el vacío, aún tocando notas invisibles, aún preparados para agitarse como arañas blancas. Sonreí ante su sorpresa:

—Relájate un poco. Estás muy tensa —le dije.

Al repetir se equivocó y dejó de tocar: respeté su frustración en silencio. Permaneció inmóvil con la mirada fija en las teclas: miraba el piano como a un amigo que nos traiciona. Observé que lloraba sin hacer un solo gesto: sólo la verticalidad de las lágrimas.

—Nunca me saldrá —dijo—. Nunca.

—Al contrario: ya te ha salido —repliqué—. Pero debes relajarte.

Me detuve más de lo necesario en sus manos firmes y juveniles. Ella observa mis propias manos sobre las suyas, me mira interrogante, sonríe. Su rostro limpio sólo expresa una clase de emoción cada vez: me pregunto cuántas se reflejan juntas en el mío.

—Repítelo, pero más lento —indico.

No la oigo: la observo mientras lo hace, eso es oírla.

Sus vaqueros ceñidos, los pies sobre los pedales, el jersey holgado que a pesar de todo revela la repentina impronta de los pechos. Observo su laboriosa concentración, la ausencia de paz en todos sus músculos.

En el buzón, una propuesta prematura: se trata del folleto de una exposición en el Centro de Arte Reina Sofía. Blanca lo ha escogido como escenario de nuestro próximo ritual. Un pequeño trozo de espejo cae al suelo cuando abro el folleto: lo veo romperse con un sonido pueril.

No sé por qué estas anotaciones se han hecho indispensables: quizás porque era necesario. Ahora pasan pocos días sin que escriba mis impresiones junto a las partituras que estudio. Sentía cierto deseo de reflejarme en algo, porque la servidumbre de la música consiste en que siempre te olvida, seas intérprete u oyente, te deja solo, volcado en ella misma, poseído por ella. Así que es preciso expulsar a los demonios.

Lázaro no ha querido venir al gabinete psicológico, como era de esperar, y yo no he deseado insistir: me he limitado a comentárselo y lo he abandonado casi sin aguardar su negativa. Fue ayer tarde, en mitad de mis lecciones particulares a un intrépido aficionado de doce años de edad, cuando percibí el leve disparo de un portazo por encima de las notas de la sonatina de Clementi. Distinguí la silueta de Lázaro a través del esmerilado amarillento de la puerta como inmersa a gran profundidad: sus vaqueros, los zapatos deportivos, el jersey. Me excusé con mi alumno y abrí la puerta llamándole. Se volvió sin voluntad al final del pasillo: cargaba una mochila añil llena de correas y venía jadeante. Simplemente le dije:

—Te he conseguido cita en una consulta de psicólogos.

—Bueno —se encogió de hombros.

—¿Vas a venir?

—No —respondió en el mismo tono susurrante y débil, con la misma tranquilidad.

—Deja de fumar porquerías —le advertí sin mirarle y cerré la puerta.

Y hoy por la tarde, tras las clases, preparado como para una cita imaginaria, he acudido a la bocacalle de Princesa. Estuve esperando hasta el anochecer, repleto de paciencia, divertido con mi propia sorpresa. Cuando la vi salir descubrí estúpidamente que era a ella a quien esperaba. Al pronto no la reconocí, ya que vestía un conjunto negro de traje y pantalón que le otorgaba un aire de seria elegancia, pero su compacta melena rizada me puso en guardia. La miré justo hasta abordarla: su forma de andar, decidida, con pasos amplios, la fuerza femenina de sus gestos, su abandono, la manera de asegurarse el bolso bajo el brazo. Sin embargo, ya junto a ella, al decir «doctora Arcos», bajé los ojos.

—Ah, hola —dijo—, qué tal. ¿Y su hermano?

Le conté la verdad: que no había querido venir y que yo, fiel a sus mismas indicaciones, no había insistido. Estábamos hablando en mitad de la acera, rodeados de tráfico y gente, y el silencio que surgió apenas tuvo oportunidad de resultar incómodo. Ella parecía querer hablar de Lázaro, pero la detuve con una sonrisa:

—Por cierto, antes de que me olvide. Se me ha ocurrido traerle algo.

Hurgué en el bolsillo de mi impermeable y saqué el casete. Se lo mostré: no traía portada sino una cartulina con notas manuscritas a lápiz. Ella lo contempló con una expresión que me hizo sonreír aún más.

—Son los
Preludios
—dije—. Una grabación pirata de un recital que di en el conservatorio hace un año...

Lo cogió con las dos manos, con toda la ceremonia del que acepta una valiosa ofrenda, y abrió mucho la boca.

—Gracias, gracias de verdad —dijo—. Lo grabaré y se lo devolveré en cuanto pueda...

—Es para usted. Tengo varias copias: muchas más que amigos a los que regalárselas.

Sonreímos y ella volvió a caminar mientras guardaba el casete en el bolso y me agradecía de nuevo el detalle, pero había en su voz un tono distinto de alerta: supuse que estaría preguntándose qué era lo que yo pretendía en realidad. Procuré tranquilizarla diciéndoselo de inmediato:

—Pensé que quizás aceptaría tomar un café conmigo, si no le parece demasiado tarde...

—No puedo, lo siento —contestó enseguida y con tanta rapidez que me pareció que recibía invitaciones diarias y que ésa era su respuesta aprendida. Yo repliqué que no importaba, que lo dejaríamos para otro día, y ella, casi al mismo tiempo, se detuvo, consultó su reloj (engarzado en una muñeca absolutamente fina) y volvió a hablar igual de rápido—. O si no... Bien, bueno, de acuerdo. ¿Dónde?

La cafetería estaba cerca y poseía la oscuridad secreta de una iglesia: ocupamos una mesa roja y opaca como unos labios pintados, cerca de la barra. La luz caía sobre ella como sobre un velador de tahúres. Verónica Arcos se despojó de la chaqueta y descubrió un jersey de cuello de tortuga fruncido de color crema, tenso en el torso por la proyección de los pechos. Su cintura mostraba un angostamiento que debía de ser casi molesto: un fuerte cinturón de enorme hebilla dorada la ceñía como un corsé en violento contraste con la amplitud de las caderas. Juntó las manos sobre la mesa, manos grandes pero hermosas, de uñas bien cortadas y sin pintar, y empezó una conversación profesional y veloz que parecía improvisada para conjurar cualquier instante incómodo. Habló de Lázaro: dijo que comprendía su rechazo perfectamente, que eso evidenciaba el miedo que tenía a pertenecer al mundo adulto que le rodeaba; dijo que los jóvenes como él necesitan protección frente a una sociedad que les abandona o les invita a destruir sus vidas. Yo la tentaba con murmullos de asentimiento para conseguir que su conversación fuera inagotable. Mientras tanto la observaba: sus dedos largos y fuertes torturaban la bolsita de azúcar del café, que permanecía intacta. En ocasiones se llevaba la mano derecha al pelo y lo desplazaba hacia atrás con un gesto innecesario, ya que en ningún momento sus rizos llegaban a molestarla. Me pregunté muchas cosas mientras la contemplaba, y quise responderme que no estaba casada, que quizás era divorciada, o quizás naufragaba entre los restos de un lío sentimental: el deseo de saber si vivía sola me recomía por dentro. Sin querer, comencé también a gesticular, como si tradujera sus palabras a un grupo de sordomudos: me arreglé con indiferencia el pelo, que casi siempre llevo revuelto y largo, deslicé la yema del índice por mi bigote secular, me removí en el asiento cuando ella lo hizo y sentí un sudor frío en la espalda, una absurda inquietud interior, al percatarme de que no la estaba escuchando, como si mis oídos fueran de algodón. Sin embargo, en un momento determinado capté realmente sus palabras: creo que hablaba de la sociedad cuando lo dijo, y fue esto:

—Nos dedicamos a perseguir a ciegas el placer.

No puedo explicar por qué, pero me vi en la fisiológica necesidad de replicar algo. Me encogí de hombros y abandoné por un instante aquel laberinto de gestos para decirle:

—Bueno... Perseguir a ciegas el placer no es perjudicial.

Se detuvo en el instante de beber un sorbo de café, con los ojos por encima de la curvatura blanca de la taza: aquellos ojos aislados de su rostro me recordaron los de un ciervo sorprendido.

—Estoy de acuerdo —asintió—. No digo lo contrario, pero...

—Chopin, por ejemplo, perseguía a ciegas el placer con su propia música —continué sin mirarla—. Y es que no hay otra manera de obtener el placer absoluto: únicamente a ciegas...

—¿Por qué? —preguntó con curiosidad.

—No somos capaces de contemplarlo —dije.

Sonrió. Parecía interesada y confundida a un tiempo por mi repentina intromisión. Sin embargo, en el fondo de aquellas expresiones percibí una conformidad oculta.

—¿No somos capaces de contemplarlo? —repitió con exactitud, divertida.

Rehuí la explicación, pero quise continuar:

—Los amantes de la música, como usted y yo, formamos una hermandad selecta: nos gusta experimentar el placer, pero no cualquier tipo de placer.

—Caramba —se removió en su asiento y mostró toda su sonrisa: es de esos rostros afortunados que se embellecen al sonreír—. ¿Y por qué? ¿Qué tiene que ver la música?

—Mucho: nos convierte en seres muy sensibles. Se mordía otra vez el pulgar: pensé que lo hacía por puro deseo de ser joven.

—Ésa es una opinión de artista —dijo.

—Sí, de artista.

Hubo un silencio, pero no fue incómodo. No puedo decir lo que ella pensó durante ese silencio, aunque quizás fue sincera y ella misma me lo dijo después; sin embargo, yo tuve un curioso pensamiento contemplando su rostro divertido de mujer madura: observé las débiles líneas que se extendían a ambos lados de sus labios, la multitud de pequeñas crispaciones que adornaban el alrededor de sus ojos, las rayas a lápiz, casi invisibles, que marcaban su frente; observé toda su edad en aquel rostro treintañero y pensé que era hermosa precisamente por eso: llevaba escrita su madurez en las facciones como el destino o la muerte en las palmas de las manos.

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