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Authors: Imre Kertész

Tags: #Histórico

Sin destino (23 page)

BOOK: Sin destino
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Mi equipaje no pesaba mucho: era un bolso un tanto incómodo de llevar, por ser demasiado estrecho y demasiado largo, un bolso azul marino de lona, típico del ejército norteamericano. Dentro del bolso llevaba dos mantas gruesas, una muda, un suéter gris, con el cuello y las mangas verdes, procedente de los almacenes abandonados por las SS, y también víveres, latas de conservas y cosas así. Iba vestido con pantalones verdes de pana del mismo ejército, zapatos con suelas de goma que parecían resistentes y una especie de polainas de cuero que parecían irrompibles y estaban equipadas con cintas de cuero con hebillas. Para taparme la cabeza, encontré un gorro rarísimo que parecía excesivo para el calor: tenía visera y, en ella, un rombo -me acordé del nombre por mis estudios de geometría-; según me dijeron, probablemente habría sido propiedad de algún oficial polaco. Hubiera podido conseguir, en los almacenes, un abrigo mejor, pero me conformé con el mismo de siempre, el de las rayas, pero sin triángulo ni número, usado, que me había servido durante tanto tiempo. La verdad es que lo escogí, no me podía desprender de él y pensé que así no habría lugar a dudas. Además, era una prenda práctica y cómoda, no muy calurosa para el verano.

Hicimos el viaje en camiones, carros de caballos, a pie y también utilizamos los autocares regulares, según lo que encontrábamos y los vehículos cedidos por los distintos ejércitos. Dormíamos en cobertizos abandonados, en los bancos de una escuela vacía o simplemente bajo el cielo estrellado, sobre el césped de los parques que hallábamos en el camino, entre aquellas casitas como de cuento. Incluso llegamos a viajar en barco por un río más pequeño que el Danubio, el Elba, según me dijeron. En una ocasión pasamos por algo que había sido muy probablemente una ciudad, pero que ahora se reducía a un montón de escombros y alguna que otra pared solitaria, negra y quemada. La gente vivía entre aquellas paredes, entre aquellos escombros, debajo de lo que quedaba de los puentes, y yo trataba de alegrarme por ellos, porque a fin de cuentas estaban vivos. Llegué a coger un tranvía rojo y un tren de verdad que tenía vagones de verdad, para uso humano, con asientos y todo, aunque yo sólo encontrara sitio en el techo. Nos apeamos en la estación de una ciudad checa, donde ya había gente hablando en húngaro. Mientras esperábamos el tren de enlace, la gente se reunió alrededor de nosotros: hombres y mujeres, niños y mayores, gente de todo tipo. Nos preguntaron si veníamos de algún campo de concentración y si nos habíamos encontrado por casualidad con algunos de sus parientes, llamados así y asá. Yo les respondía que en los campos de concentración la gente no tenía nombres ni apellidos. Entonces trataron de describirlos, el color del pelo, los rasgos característicos, y yo les dije que tampoco con eso llegaríamos a nada, puesto que la gente suele cambiar mucho y muy rápido en los campos de concentración. Así pues, terminaron yéndose, pero uno de ellos se quedó con nosotros. Era un hombre vestido con camisa y pantalones de verano; metía los dedos gordos en el cinturón, y con los demás dedos golpeaba rítmicamente la tela. Me preguntó -y me entraron ganas de sonreír- si había estado en las cámaras de gas. Le dije: «Entonces no estaría aquí, hablando con usted». «Por supuesto», me respondió, pero insistía en querer saber si las cámaras de gas existían de verdad. Le contesté que claro que existían, como otras muchas cosas, pero que todo dependía del tipo de campo. En Auschwitz sí las había, le expliqué, pero yo venía de Buchenwald. «¿De dónde?», me preguntó, y tuve que repetirle: «De Buchenwald». «Así que de Buchenwald», me imitó, y yo asentí con la cabeza: «Sí». Él dijo entonces: «Vamos a ver -y puso cara de entendido-, así que usted oyó hablar de las cámaras de gas». No sé por qué pero me emocionó que alguien me llamara de usted, de esa manera tan seria, tan parsimoniosa. Yo volví a asentir. «Sin embargo -prosiguió con la expresión de alguien que pretende poner orden en el desorden y arrojar luz sobre la oscuridad-, no las vio con sus propios ojos.» Tuve que reconocer que no. «Ya entiendo», dijo, y se fue, con un pequeño gesto de cabeza como de despedida, caminando con la espalda muy recta; de alguna manera parecía contento. Luego nos llamaron porque el tren ya había llegado: corrimos, y yo pude coger un sitio bastante bueno, en una de las escaleras de madera, de considerable amplitud.

Por la mañana me despertaron los movimientos del tren aunque avanzábamos despacio. Me fijé en que los pueblos ya tenían nombres húngaros. Aquel río que brillaba un poco más lejos era el Danubio, y toda esa tierra que ardía y temblaba bajo el calor era tierra húngara. Después entramos en una estación destartalada cuyas ventanas estaban rotas: los otros decían que era la estación oeste, y era verdad: la reconocí más o menos.

Fuera, delante de la estación, el sol iluminaba la acera. El calor era asfixiante, había muchísima gente, muchísimo tráfico, muchísimo polvo por todas partes. Los tranvías eran amarillos y llevaban el número seis: eso tampoco había cambiado. Había vendedores que ofrecían pasteles rarísimos, periódicos y otras cosas. La gente parecía tener mucha prisa, iban y venían en todas las direcciones, empujándose, casi corriendo. Nosotros -según me enteré- teníamos que ir a un puesto de socorro para dar nuestros nombres y recoger a cambio papeles y dinero: cosas ya imprescindibles de la vida. El puesto en cuestión se encontraba justo delante de otra estación, la del este, así que en la primera esquina cogimos un tranvía. Aunque las calles me parecieran un tanto destartaladas, desgastadas, aunque algunas casas estuvieran en ruinas o no existieran, otras tuvieran ventanas rotas y muchos desperfectos más, pude reconocer todos los lugares que recorrimos durante el itinerario y también la plaza donde nos bajamos. El puesto de socorro se encontraba justo enfrente de un cine que yo conocía, dentro de un edificio público grande, gris y bastante feo: el patio, la sala de espera, los pasillos estaban llenos de gente. Algunos estaban de pie; otros sentados, esperando, unos iban y otros venían, algunos conversaban y otros permanecían callados. Muchos llevaban ropa usada, uniformes de los distintos campos de concentración y de los distintos ejércitos; había algunos que vestían un uniforme a rayas como el mío, pero también había otros que llevaban ropa normal, con camisa blanca y corbata. Éstos, de vestimenta tan elegante, hablaban de asuntos importantes, cogiéndose las manos por detrás de la espalda, llenos de orgullo, igual que hacían antes de irse a Auschwitz. Algunos recordaban y comparaban la situación en los campos de concentración, otros trataban de adivinar el montante de la ayuda que nos darían, algunos opinaban que los trámites eran lentos y complicados y que existían tratos favorables para algunos y desfavorables o desventajosos para ellos mismos, pero todos parecían estar de acuerdo en una cosa: había que esperar y mucho. Yo me aburría también, por lo que pronto cogí mi bolso y regresé al patio para luego salir a la calle. Vi otra vez el cine y me acordé de que un par de calles hacia la derecha estaba la calle Nefelejcs.

Encontré fácilmente la casa: allí estaba, igual -por lo menos para mí- que las demás casas, unas amarillas y otras grises, todas destartaladas. En el portal encontré los nombres de los vecinos, y vi que no me había equivocado: allí estaba el nombre. Subí hasta el segundo piso. Mientras subía, despacio, por unas escaleras viejas y malolientes, observé a través de las ventanas el patio interior con los pasillos alrededor: abajo había un poco de césped, un árbol solitario y triste que apenas tenía unas cuantas hojas polvorientas. De uno de los pasillos salió una mujer para sacudir la bayeta, por el otro lado se oía una radio y también un niño que chillaba. Cuando la puerta se abrió ante mí, me quedé sorprendido, porque después de tanto tiempo volví a ver los rasgos de Bandi Citrom en el rostro de una mujer bajita, de pelo negro, todavía bastante joven. Se echó ligeramente para atrás, probablemente por mi abrigo, y antes de que cerrara la puerta, me apresuré a preguntarle: «¿Está Bandi Citrom?». Me dijo que no. Le pregunté si quería decir que no estaba en ese momento, y ella me respondió, sacudiendo ligeramente la cabeza y cerrando los ojos: «No, no está desde hace tiempo», y cuando volvió a abrir la puerta, vi que en sus ojos brillaban las lágrimas. Sus labios temblaban, y yo pensé que sería mejor que me fuera cuanto antes, pero entonces salió de la penumbra del recibidor una mujer delgada, vestida de negro y con un pañuelo en la cabeza, y yo le dije: «Estaba preguntando por Bandi Citrom». La mujer respondió lo mismo: «Aquí no está, pero vuelva usted otro día, en un par de días, por ejemplo»; noté que la otra mujer, la más joven, ladeaba la cabeza con un movimiento lánguido, sin fuerzas, mientras se llevaba la mano a la boca, como si estuviera tratando de tapar, de ahogar una palabra, una frase que le quería salir. Le expliqué a la vieja: «Estuvimos juntos en Zeitz», y ella me preguntó con un tono de reproche: «Y entonces ¿por qué no volvieron juntos a casa?». «Nos tuvimos que separar, a mí me trasladaron a otro sitio.» Ella quería saber si todavía había más húngaros allí fuera. Le dije que claro, que muchos. Entonces ella se dirigió con un tono victorioso a la mujer más joven: «¡Ya ves! – Y siguió hablando conmigo-: Siempre le digo que sólo están empezando a llegar, pero mi hija se impacienta, no quiere tener esperanza». Estuve a punto de decirle que, según mi opinión, la hija tenía razón y que probablemente conocía mejor a Bandi Citrom. Me invitó a entrar, pero me excusé con que tenía que ir a casa. «Seguramente lo estarán esperando sus padres», me dijo. «Desde luego», le respondí. «Bueno, pues dése prisa, les va a gustar la sorpresa.» Y me marché.

Al llegar a la estación, como la pierna me dolía bastante y en aquel momento llegaba justo un tranvía con un número que conocía, lo cogí. En la parte trasera del vagón había una mujer vieja de pie, vestida con una blusa con cuello de encaje, un poco anticuada: cuando subí ella se hizo a un lado. Después un hombre uniformado me pidió el billete. Al decirle que no tenía me indicó que debía comprarlo. Le expliqué que venía del extranjero y que no tenía dinero. Entonces me miró, miró mi abrigo, miró a la vieja, y me comunicó que viajar implicaba ciertas obligaciones establecidas por sus superiores y que él tenía que hacerlas cumplir. «Si no compra el billete, tendrá que bajarse.» Le dije que me dolía la pierna, y vi que la vieja volvía la cabeza hacia la calle, con una expresión de enfado, como si la hubiera acusado de algo, no sé de qué. Por la puerta abierta del vagón salía en ese momento un hombre corpulento, con el pelo negro despeinado, haciendo mucho ruido. Llevaba la camisa abierta, un traje claro de algodón, un estuche negro que le colgaba del hombro y un maletín en la mano. «¿Qué pasa? – gritó, y añadió-: ¡Déle un billete!», y le entregó el importe al uniformado, casi tirándoselo. Intenté darle las gracias pero me interrumpió: «Algunos deberían tener vergüenza», pero el uniformado ya estaba en el interior del vagón y la vieja seguía mirando hacia fuera. Entonces el hombre se dirigió a mí, y con el rostro ya más relajado me preguntó: «¿Vienes de Alemania, hijo?». «Sí.» «¿De un campo de concentración?» «Naturalmente.» «¿De cuál?» «Buchenwald.» Sí, me dijo, él había oído hablar de Buchenwald y sabía que era una de las estaciones en el camino del «infierno nazi», así lo dijo. «¿De dónde te deportaron?» «De Budapest.» «¿Cuánto tiempo has estado allí?» «Un año entero.» «Debes de haber visto muchos horrores, hijo», observó, y yo no le dije nada. «Lo importante -prosiguió- es que ya todo ha terminado.» Con el rostro iluminado, me enseñó las casas entre las cuales estábamos avanzando y me preguntó qué sentía al estar de nuevo en casa, al ver la ciudad que había tenido que abandonar. Le dije: «Odio». Se calló pero luego observó que lamentablemente comprendía mi sentimiento. Opinaba que «en ciertas circunstancias» hasta el odio podía tener su razón de ser, su función, su «utilidad», y que él comprendía perfectamente a quién odiaba yo. «A todo el mundo», respondí. Se calló otra vez, por más tiempo, y luego me volvió a preguntar: «¿Has tenido que pasar por muchos horrores?». Le contesté que dependía de lo que él entendiera por horrores. «Seguramente -dijo con una expresión un tanto cohibida- habrás tenido que pasar penurias, hambre y quizá también te hayan pegado.» «Naturalmente», le dije, y entonces se enfadó mucho y me preguntó casi gritando: «¿Por qué respondes a todo "naturalmente", cuando te estás refiriendo a cosas que no lo son en absoluto?». Le contesté que en un campo de concentración sí eran cosas naturales. «Ya, ya… Allá sí… pero… -Buscaba las palabras hasta que añadió-: ¡Si ni siquiera un campo de concentración es una cosa natural!» Encontró por fin sus palabras; no le respondí nada puesto que empezaba a darme cuenta de que había cosas de las que no se podía hablar con desconocidos, con gente que no sabía nada de nada, con unos niñatos, por así decirlo. Y de pronto vi nuestra plaza, menos cuidada y ordenada que antes, y me di cuenta de que tenía que bajar y así se lo hice saber. Sin embargo, él también se bajó, me señaló un banco en la sombra, un poco más adelante, y me pidió que me sentara un momento.

Al principio parecía no saber qué decir. La verdad, observó, era que «los horrores apenas empezaban a conocerse» en su totalidad y que «el mundo se encontraba ante un dilema: ¿cómo había podido ocurrir todo aquello?». Como yo permanecía callado, en un momento dado se volvió hacia mí y me preguntó: «¿No te gustaría, hijo, poder hablar de tus experiencias?». Aquello me sorprendió y sólo pude contestarle que no sabría contarle muchas cosas interesantes. Entonces sonrió: «No me refiero a mí sino al mundo». Eso todavía me sorprendió más, y le pregunté: «¿Contar qué?». «El infierno de los campos», me respondió. Yo le indiqué que sobre eso no podría contarle nada pues no conocía el infierno ni podía imaginarlo. «Claro, pero no es más que una metáfora. ¿No es cierto? ¿Acaso no puede compararse un campo de concentración con el infierno?» Mientras dibujaba círculos en la arena con los tacones de mis zapatos, le dije que uno podía comparar cualquier cosa con lo que quisiera pero que para mí un campo de concentración seguía siendo un campo de concentración, y que había conocido algunos pero que no conocía el infierno. «Pero ¿si trataras de imaginarlo?», insistió, y yo respondí: «Me imagino que un infierno es un lugar en donde uno no se puede aburrir y, por el contrario, en los campos de concentración, como Auschwitz, puedes llegar a aburrirte mucho en el supuesto de que tengas la suerte de poder hacerlo». «Y tú ¿cómo explicarías eso?» Tuve que reflexionar para responder: «Es por el tiempo». «¿Cómo que por el tiempo?» «Pues porque el tiempo ayuda.» «¿Ayuda? ¿En qué?» «En todo.» Intenté explicarle qué diferente es, por ejemplo, llegar a una estación, si no lujosa por lo menos aceptablemente limpia y cuidada donde cada cosa se nos va esclareciendo con el tiempo; poco a poco, de manera gradual, pasas un nivel, y cuando ya lo has pasado viene otro y otro, y entonces ya lo sabes todo, lo has asimilado todo. Mientras lo asimilas, también estás ocupado: haces cosas nuevas, te mueves, actúas, cumples con los deberes de cada nuevo nivel. Sin embargo, si no existiese el tiempo, y todo el saber, toda la información nos llegara de golpe, quizá nuestra mente y nuestro corazón no lo aguantarían. Así estaba yo explicándome cuando él sacó una cajetilla de tabaco de uno de sus bolsillos, me ofreció un cigarrillo que yo no acepté, encendió uno y apoyó los codos en las rodillas, inclinándose para decirme en un tono apagado: «Lo comprendo». «Por otra parte -proseguí yo con mis explicaciones-, el fallo, el inconveniente es que ese tiempo hay que ocuparlo con algo. Por ejemplo, yo he visto presos que llevaban cuatro, seis o incluso doce años viviendo en un campo de concentración. Esos presos habían tenido que ocupar aquellos cuatro, seis o doce años, en este caso trescientos sesenta y cinco días por doce años, o sea veinticuatro horas por trescientos sesenta y cinco días por doce años, y todo ese tiempo lo habían tenido que ocupar, instante por instante, momento por momento, hora por hora, día por día. Sin embargo, eso mismo los había ayudado también, puesto que si todo ese tiempo, multiplicado por doce y por trescientos sesenta y cinco y por sesenta y por sesenta otra vez, les hubiera caído de repente al cuello, no lo hubieran podido aguantar, como lo habían aguantado, ni con el cuerpo ni con la mente.» Al ver que callaba añadí: «Así es como hay que imaginarlo, más o menos». Él se tapó la cara con las manos y con un tono todavía más apagado dijo: «No, no y no, no se puede imaginar. Lo sabía, por eso lo llaman infierno».

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