Si el amor se basa en la reciprocidad, y por lo tanto tenemos que ver con una pareja de amantes, las consecuencias para el entorno próximo y el medio ambiente circundante son mucho menos peligrosas, porque la pareja se neutraliza a sí misma, aunque desde el punto de vista humano y ético resulte absolutamente lamentable. Las parejas enamoradas tienden con frecuencia al autismo en común (véase la pareja de la cena) o a la arrogancia en común (véase la joven pareja del coche). En ambos casos se extravían del mundo, sea porque, en su mutuo ensimismamiento, olvidan todo lo que los rodea, sea porque, en la exaltación de su unicidad como pareja, desprecian el mundo y, a los demás seres humanos que no son presa de la santa locura del Eros, los consideran sólo como imbéciles a los que pueden mostrar su dedo apestoso.
Todo esto es extraño e irritante, porque sin embargo se considera al amor como lo mejor y más bello que puede ofrecer el ser humano y que le puede acontecer, y porque, al parecer, lo capacita para lo más grande y más alto. ¿Cómo puede resolverse esa aporía? ¿Cómo puede sentirse y calificarse de la mayor felicidad lo que nos estupidifica y potencialmente nos embrutece? ¿Es el amor en definitiva sólo una enfermedad, y no la más bella sino la más espantosa que hay? ¿O es un veneno, y la dosis decide si resulta una bendición o un desastre? El alma del hombre, dice Sócrates, no es homogénea sino tripartita, y la compara con un tiro de caballos, que podemos imaginarnos como un antiguo carro de combate, compuesto de dos corceles y un auriga. Ahora bien, mantener un vehículo así en la pista es de por sí una acrobacia. Sin embargo, se convierte en arriesgadísima aventura cuando, como ocurre con el tiro del alma, sólo uno de los caballos es de noble carácter, inteligente y dócil, y el otro malo, salvaje y rebelde. Cuando además entra en juego el Eros, el alma partida en tres comienza a amar y ve al amado, el irregular tiro pierde el control por completo. El mal corcel se lanza como un
berserker
y tiene que ser azotado y refrenado con violencia, con frecuencia y mucho tiempo, hasta que le duelen los flancos y le sangra la boca y, final mente, se somete humillado a la voluntad del auriga y, lo mismo que el corcel bueno, se acerca tímido y vacilante al amado. En éste, cuando ha sido seducido y ganado, surge entonces un amor recíproco, se deja tocar, besar y finalmente acostar en el lecho. Y sólo entonces, dice Sócrates, escribe Platón, «tiene en el lecho común el caballo desenfrenado del amante muchas cosas que decir al auriga y reclama un pequeño placer por sus muchos esfuerzos».
Por cierto, según Platón el alma es inmortal. Toda alma. Incluso aquella en la que el auriga es débil y el caballo de la maldad marca la pauta. Sin embargo, a ésa no le concede el Eros ningún vuelo, lo mismo que tampoco a las almas que creen que pueden renunciar al amor. Tras la muerte, todas ellas van a una mazmorra subterránea para hacer penitencia durante mil años. Sin embargo, a las almas —que en nuestra opinión no pueden ser muchas— cuyos aurigas son suficientemente fuertes y sensatos, no dejan que el corcel malo tire de las riendas y, sin embargo, no se apartan del amor, sino que lo buscan y lo miran a los ojos, Eros hace que les nazcan alas después de la muerte, y remontan el vuelo y vuelan hacia la luz y se acercan a la esfera donde viven los dioses…
Una hermosa parábola. Una parábola, sin embargo, que de forma totalmente inesperada nos lleva del tema del amor al de la muerte.
¿Un tema la muerte? ¿No es la muerte el antitema por excelencia? Por muy alegremente que se pueda hablar del amor, se puede decir muy poco sobre la muerte. Nos quita el habla. Sí, antes, en los buenos tiempos antiguos y antiquísimos, nos dicen, era distinto, la muerte era aún comunicativa y afable, pertenecía a la sociedad y la familia, no se evitaban las citas con ella y, aunque no fuera una buena amiga, se le hablaba al menos de tú a tú. Eso ha cambiado fundamentalmente en el curso de los últimos doscientos años. La muerte se ha vuelto silenciosa y reclama silencio, y le damos de buena gana el gusto de callar, la matamos con nuestro silencio. Y no porque no sepamos nada de ella —sabido es que ése no es un motivo para callar—, no, es sencillamente porque, como es siempre negativa, una aguafiestas, una auténtica perturbadora, con esa clase de gente no queremos tratarnos.
¿Cómo es posible entonces que ese ser malhumorado y poco simpático se relacione con el Eros, sin duda loco pero más bien inclinado a la alegría y el placer, y no como antípoda —lo que al menos podría entenderse lógicamente— sino como compinche? ¿Y cómo puede ser que la iniciativa de esa camaradería no proceda de Tánatos (para eso la muerte es palurda y vanidosa) sino del Eros mismo, el «cautivador», el «excitador» que, al parecer, es el principio de todo impulso creativo?
En el caso de Oscar Wilde, la hermosa princesa Salomé se enamora de un fanático religioso, que es demasiado cobarde para mirarla siquierapero suficientemente ciego y valiente para desafiar la muerte al rechazarla; y entonces ella hace que lo decapiten, besa con deleite sus labios muertos que chorrean sangre y nos hace saber que el secreto del amor es mayor que el secreto de la muerte. «Ahora bien, ¿quién es Salomé? —se podría objetar—, una chiquilla mimada de doce o catorce años, que sabe poco del amor y absolutamente nada de la muerte.» Sin embargo, también el viejo escritor del que hemos hablado, que sabía mucho de los dos y era extraordinariamente inteligente, aproxima el amor a la muerte, desde luego en su obra, pero también en su vida. En medio de su enamoramiento habla —como ya hemos dicho— de la proximidad al «deseo de morir». «¡Vive eternamente, excitador…! —escribe en su diario—. Yo viviré algo aún, haré algo aún y moriré. Y tú madurarás también en tu profundo camino y un día perecerás. Oh, vida inconcebible que se afirma en el amor.» Sin embargo, que Tánatos se junte con Eros no sólo ocurre, como aquí, en el momento de la despedida, de la renuncia, es decir de la
pena
de amor, sino que, como opina Stendhal —al que, a pesar de su forma de ser recalentada y confusa, hay que considerar profundo conocedor de la materia—, con el amor aparece, de forma completamente general, una relación de
despreocupación
con la muerte. «El verdadero amor —escribe— hace pensar en la muerte frecuente, levemente, sin espanto; la muerte se convierte en un simple término de comparación, en el precio que hay que pagar por muchas cosas.»
Se entiende. Se entienden ambas posiciones: la que busca la muerte como única liberación posible de la insoportable pena de amor, y la, igualmente caballeresca, que acepta la muerte como riesgo necesario en la persecución del objetivo erótico, sobre todo en tiempos y crisis en que puñales y pistolas estaban a la orden del día. No queremos considerar ninguna de esas posiciones como ejemplar y modélica, y estimamos que tanto una como otra son una aberración sumamente lamentable del instinto erótico, al que atribuimos un carácter embriagador, incluso patológico, pero, como queda dicho, podemos entenderlo igualmente, lo que quiere decir que somos capaces de ponernos en el lugar de las personas que se matan por penas de amor o que, por amor, se dejan matar. Si fuera de otro modo, ¿podríamos leer
Werther
,
Ana Karenina
,
Madame Bovary
o
Effi Briest
sin sentirnos conmovidos? Sin embargo, se llega a un punto en que nuestra comprensión simpatizante cesa, nuestro interés decae y deja sitio a una repugnancia pura cuando Eros se echa tan violentamente en brazos de Tánatos como si quisiera unirse a él, cuando, por consiguiente, el amor busca en la muerte su manifestación más alta y noble, es decir, su realización.
Esa desdichada
liaison
—como sabemos por la
Historia de la muerte
de Philippe Ariès— aparece ya a principios del siglo XVI, cuando, por primera vez en el arte plástico, la
danse macabre
medieval y castamente sombría se convierte en una lasciva
danse érotique
. Posteriormente, el fenómeno cobra necrofilia y luego —antes aún de Sade— rasgos sádicos, extendiéndose a la literatura. Se inventa el mito de la erección del ahorcado, que es una simple bobada; la lengua francesa produce el concepto de la
petite morte
como sinónimo del orgasmo, lo que a primera vista suena original y bonito (aunque originalmente tuviera también intención irónica), pero a la segunda ojeada resulta absolutamente inadecuado; y finalmente, en el siglo XIX, en el que tantas cosas adquieren una madurez podrida, el amor a la muerte y la muerte por amor culminan en lo extático: los
Himnos a la noche
de Novalis no son otra cosa que un exaltado poema amoroso a la muerte, y al otro extremo del romanticismo
Las flores del mal
difunden de forma tan verista como barroca su acre olor venéreo a cadáver. «Aspira el olor a muerto como un perfume afrodisíaco», escribe sobre Baudelaire Anatole France.
Kleist, en sus últimas cartas, con el suicidio claramente a la vista, estallaba literalmente de alegría y excitación erótica. Durante meses buscó una mujer que estuviera dispuesta a morir con él. Finalmente encontró una que era suficientemente enferma, depresiva y estúpida para dejarse arrastrar entusiasmada, la mujer de un pequeño funcionario… ¡Es difícil imaginar lo mediocre, triste y religiosamente extraviada que era una vida que esperaba que morir de un tiro fuese la culminación de la existencia! Ella le escribe papelitos arrebatados, él le escribe unas cartas de amor tan hermosas como apenas existen en alemán. Se arrodilla mañana y tarde para dar gracias a Dios por la «vida más dolorosa» que ningún ser humano ha tenido, y porque «me recompensa con la más espléndida y voluptuosa de las muertes». A su prima, que era hasta entonces su favorita, le escribe ocho días antes de su muerte prevista una especie de carta de disculpa, en la que le pide comprensión por el hecho de que haya encontrado a otra —concretamente la esposa del funcionario— a la que ama más: «¿Podrá servirte de consuelo que te diga que nunca te hubiera cambiado por esa amiga si ella sólo hubiera querido vivir conmigo?» Sin embargo, por desgracia —por desgracia—, la prima había rechazado repetidas veces su propuesta de morir con él, mientras que la otra «amiga idolatrada» se mostró enseguida dispuesta, lo que «no puedo decirte con qué fuerza inefable e irresistible me atrajo a su pecho». Un remolino de felicidad nunca sentida se había apoderado de él, «y no puedo negar —así concluye— que su tumba me parece preferible a los lechos de todas las emperatrices del mundo», no sin añadir aún un breve saludo en el que desea a su «querida amiga», es decir, la prima, que Dios la llame también pronto «a ese mundo mejor en donde todos, con el amor del ángel, podremos estrecharnos mutuamente contra nuestro corazón… Adiós».
Se ha reprochado a Goethe su observación de que Kleist —cuyo genio, por otra parte, no subestimaba— le había hecho sentir siempre «estremecimiento y repugnancia». ¿Y cómo no?, se sienten ganas de apoyar, y de añadir que la palabra «repugnancia», en su sentido original, no tenía nada de denigrante sino que significaba un rechazo y alejamiento instintivos de la propia naturaleza… lo que es una postura más que comprensible, sobre todo cuando no se puede excluir que esa naturaleza de uno no sea totalmente insensible a eso que provoca estremecimiento y repugnancia. Es cierto que el suicidio de Werther no es del mismo tipo que el de Kleist. Werther se mata, «se sacrifica», por su amada, como él dice, porque se le veda poder vivir con ella… o por lo menos así lo cree. Kleist en cambio, durante toda su vida, se siente fascinado por el suicidio, por un suicidio en común como expresión de la mayor intimidad y fidelidad recíproca, y finalmente lo comete, porque espera de él, como se diría en la jerga actual, el
kick
erótico definitivo. Y, sin embargo, hay semejanzas entre la carta de despedida (imaginada) de Werther a Lotte y las últimas cartas de Kleist a su prima y a su hermana, que naturalmente no son prosa simplemente comunicativa sino literatura del más alto nivel. Lo mismo que, en general, todo el hecho, con su planificación y escenificación perfectas, su documentación literaria y su efecto calculado en el público, tiene algo de horriblemente organizado, incluso —
sit venia verbo
— puede calificarse de
opus magnum
de Kleist.
Werther confiesa al fin y al cabo que en su corazón «se deslizó furiosa la idea» de no matarse a sí mismo sino a Albert, el marido de Lotte, o incluso a la propia Lotte, porque «uno de los tres tenía que desaparecer». No ofrece evidentemente la opción de ir a la muerte con ella, pero muere con clara conciencia de que, mediante su propia muerte, ella será suya para siempre, de forma que él sólo la precederá, y aguardará en el otro mundo a que ella llegue. Entonces, según escribe, «volaré hacia ti y te tomaré en mis brazos y permaneceré contigo ante lo Infinito en un abrazo eterno». El erotismo suicida de Kleist no está ya lejos…
Al viejo Goethe no le gustaba que le recordaran nada semejante. Aunque en otro tiempo su fama se basara en ella, incluyó
Las desventuras del joven Werther
entre las obras que rechazaba, y llamó idiotas y caracteres débiles a los jóvenes entusiastas que se quitaban la vida, diciendo que no merecían otra cosa que aquella muerte insensata. No es de extrañar, pues, que alguien como Kleist, que no tenía nada de débil, lo molestara; y resulta sospechoso que, pronto, no rechazara sólo al autor sino también toda su obra como bárbaras bobadas, porque los reproches a que estaba expuesto Kleist, y a los que finalmente él mismo se dejó arrastrar sin reservas, no le eran ni le siguieron siendo ajenos en absoluto.
Muchos años más tarde —hacía tiempo que Kleist había muerto—, Goethe escribe uno de sus poemas más famosos, que publicó en 1817 con el título de «Consumación», en un libro de bolsillo para señoras, y recogió luego en el
Diván occidental-oriental
con el título de «Nostalgia feliz»: son cinco cuartetos de rima cruzada, cuyos dos primeros versos indican concisamente que lo que sigue no está destinado a la gente común sino a unos pocos prudentes… pero enseguida entran en materia con un redoble sordo:
… voy a cantar al viviente que
morir quiere en la llama.
Y convierte en metáfora una imagen que durante toda su vida lo fascinó: la de la mariposa que, irresistiblemente atraída por la llama de la vela, se precipita a la muerte. Sitúa la metáfora en un cuadro oscuro y acogedor de relaciones altamente eróticas…