Sobre héroes y tumbas (21 page)

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Authors: Ernesto Sabato

Tags: #Relato

BOOK: Sobre héroes y tumbas
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Se calló, sin embargo. Al rato continuó:

—Imagínese un mendigo que desdeña limosnas por el camino, porque le han dado el dato de un formidable tesoro. Un tesoro inexistente.

Volvió a sumirse en sus pensamientos.

—Parecen fruslerías: una conversación apacible con un amigo. A lo mejor esas gaviotas que vuelan en círculos. Este cielo. La cerveza que tomamos hace un rato.

Se movió.

—Se me ha dormido una pierna. Es como si a uno le inyectaran soda.

Se bajó y luego agregó:

—A veces pienso que esas pequeñas felicidades existen precisamente porque son pequeñas. Como esa gente insignificante que pasa inadvertida.

Se calló, y sin ninguna
razón
aparente dijo:

—Sí, Alejandra es un ser complicado. Y tan distinta a la madre. En realidad es una tontería esperar que los hijos se parezcan a sus padres. Y acaso tengan
razón
los budistas, y entonces ¿cómo saber quién va a encarnarse en el cuerpo de nuestros hijos?

Como si recitara una broma, dijo:

Tal vez a nuestra muerte el alma emigra:

a una hormiga,

a un árbol,

a un tigre de Bengala;

mientras nuestro cuerpo se disgrega

entre gusanos

y se filtra en la tierra sin memoria,

para ascender luego por los tallos y las hojas,

y convertirse en heliotropo o yuyo,

y después en alimento del ganado,

y así en sangre anónima y zoológica,

en esqueleto,

en excremento.

Tal vez le toque un destino más horrendo

en el cuerpo de un niño

que un día hará poemas o novelas,

y que en sus oscuras angustias

(sin saberlo)

purgará sus antiguos pecados

de guerrero o criminal,

o revivirá pavores,

el temor de una gacela,

la asquerosa fealdad de comadreja,

su turbia condición de feto, cíclope o lagarto,

su fama de prostituta o pitonisa,

sus remotas soledades,

sus olvidadas cobardías y traiciones.

Martín lo oyó perplejo: por una parte parecía que Bruno recitaba en broma, por otra sentía que de algún modo aquel poema expresaba seriamente lo que pensaba de la existencia: sus vacilaciones, sus dudas. Y conociendo ya su extremo pudor, se dijo:
Es de él
.

Se despidió, tenía que verlo a D’Arcángelo.

Bruno lo siguió con ojos afectuosos, diciéndose
lo que todavía tendrá que sufrir
. Y después, estirándose sobre el parapeto, colocando sus manos debajo de la nuca, dejó divagar su pensamiento.

Las gaviotas iban y venían.

Todo era tan frágil, tan transitorio. Escribir al menos para eso, para eternizar algo pasajero. Un amor, acaso.
Alejandra
, pensó. Y también:
Georgina
. Pero ¿qué, de todo aquello? ¿Cómo? Qué arduo era todo, qué vidriosamente desesperado.

Además no sólo era eso, no únicamente se trataba de eternizar, sino de indagar, de escarbar el corazón humano, de examinar los repliegues más ocultos de nuestra condición.

Nada y todo
, casi dijo en alta voz, con aquella costumbre que tenía de hablar inesperadamente en voz alta mientras se reacomodaba sobre el murallón. Miraba hacia el cielo tormentoso y oía el rítmico golpeteo del río lateral que no corre en ninguna dirección (como los otros ríos del mundo), el río que se extiende casi inmóvil sobre cien kilómetros de ancho, como un apacible lago, y en los días de tempestuosa sudestada como un embravecido mar. Pero en ese momento, en aquel caluroso día de verano, en aquel húmedo y pesado atardecer, con la transparente bruma de Buenos Aires velando la silueta de los rascacielos contra los grandes nubarrones tormentosos del oeste, apenas rizado por una brisa distraída, su piel se estremecía apenas como por el recuerdo apagado de sus grandes tempestades; esas grandes tempestades que seguramente sueñan los mares cuando dormitan, tempestades apenas fantasmales e incorpóreas, sueños de tempestades, que sólo alcanzan a estremecer la superficie de sus aguas como se estremecen y gruñen casi imperceptiblemente los grandes mastines dormidos que sueñan con cacerías o peleas.

Nada y todo.

Se inclinó hacia la ciudad y volvió a contemplar la silueta de los rascacielos.

Seis
millones de hombres
, pensó.

De pronto todo le parecía imposible. E inútil.

Nunca
, se dijo.
Nunca
.

La verdad
, se decía, sonriendo con ironía. LA verdad.
Bueno, digamos
UNA
verdad
, pero ¿no era una verdad la verdad? ¿No se alcanzaba “la” verdad profundizando en un solo corazón? ¿No eran al fin idénticos todos los corazones?

Un solo corazón
, se decía.

Un muchacho besaba a una chica. Pasó un vendedor de helados Laponia en bicicleta: lo chistó. Y mientras comía el helado, sentado sobre el paredón, volvía a mirar el monstruo, millones de hombres, de mujeres, de chicos, de obreros, de empleados, de rentistas. ¿Cómo hablar de todos? ¿Cómo representar aquella realidad innumerable en cien páginas, en mil, en un millón de páginas? Pero —pensaba— la obra de arte es un intento, acaso descabellado, de dar la infinita realidad entre los límites de un cuadro o de un libro. Una elección. Pero esa elección resulta así infinitamente difícil y, en general, catastrófica.

Seis millones de argentinos, españoles, italianos, vascos, alemanes, húngaros, rusos, polacos, yugoslavos, checos, sirios, libaneses, lituanos, griegos, ucrasianos.

Oh, Babilonia.

La ciudad gallega más grande del mundo. La ciudad italiana más grande del mundo. Etcétera. Más pizzerías que en Nápoles y Roma juntos. “Lo nacional.” ¡Dios mío! ¿Qué era lo nacional?

Oh, Babilonia.

Contemplaba con mirada de pequeño dios impotente el conglomerado turbio y gigantesco, tierno y brutal, aborrecible y querido, que como un temible leviatán se recortaba contra los nubarrones del oeste.

Nada y todo.

Pero también es cierto —reflexionó— que una sola basta. O acaso dos, o tres, o cuatro. Ahondando en sus corazones.

Peones o ricos
, peones
o banqueros, hermosos o jorobados
.

El sol se ponía y a cada segundo cambiaba el colorido de las nubes en el poniente. Grandes desgarrones grisvioláceos se destacaban sobre un fondo de nubes más lejanas: grises, lilas, negruzcas.
Lástima ese rosado
, pensó, como si estuviera en una exposición de pintura. Pero luego el rosado se fue corriendo más y más, abaratando todo. Hasta que empezó a apagarse y, pasando por el cárdeno y el violáceo, llegó al gris y finalmente al negro que anuncia la muerte, que siempre es solemne y acaba siempre por conferir dignidad.

Y el sol desapareció.

Y un día más terminó en Buenos Aires: algo irrecuperable para siempre, algo que inexorablemente lo acercaba un paso más a su propia muerte. ¡Y tan rápido, al fin, tan rápido! Antes los años corrían con mayor lentitud y todo parecía posible, en un tiempo que se extendía ante él como un camino abierto hacia el horizonte. Pero ahora los años corrían con creciente rapidez hacia el ocaso, y a cada instante se sorprendía diciendo: “hace veinte años, cuando lo vi por última vez”, o alguna otra cosa tan trivial pero tan trágica como ésa; y pensando en seguida, como ante un abismo, qué poco, qué miserablemente poco resta de aquella marcha hacia la nada. Y entonces ¿para qué?

Y cuando llegaba a ese punto y cuando parecía que ya nada tenía sentido, se tropezaba acaso con uno de esos perritos callejeros, hambriento y ansioso de cariño, con su pequeño destino (tan pequeño como su cuerpo y su pequeño corazón que valientemente resistirá hasta el final, defendiendo aquella vida chiquita y humilde como desde una fortaleza diminuta), y entonces, recogiéndolo, llevándolo hasta una cucha improvisada donde al menos no pasase frío, dándole algo de comer, convirtiéndose en sentido de la existencia de aquel pobre bicho, algo más enigmático pero más poderoso que la filosofía parecía volverle a dar sentido a su propia existencia. Como dos desamparados en medio de la soledad que se acuestan juntos para darse mutuamente calor.

V

Tal vez a nuestra muerte el alma emigre”, se repetía Martín mientras caminaba. ¿De dónde venía el alma de Alejandra? Parecía sin edad, parecía venir desde el fondo del tiempo. “Su turbia condición de feto, su fama de prostituta o pitonisa, sus remotas soledades.”

El viejo estaba sentado a la puerta del conventillo, sobre su sillita de paja. Mantenía su bastón de palo nudoso, y la galerita verdosa y raída contrastaba con su camiseta de frisa.

—Salud, viejo —dijo Tito.

Entraron, en medio de chicos, gatos, perros y gallinas. De la pieza, Tito sacó otras dos sillitas.

—Toma —le dijo a Martín—, llévala, que en seguida voy con el mate.

El muchacho llevó las sillas, las puso al lado del viejo, se sentó con timidez y esperó.

—Eh, sí… —murmuró el cochero—, así con la cosa…

¿Qué cosa?, se preguntó Martín.

—Eh, sí… —repitió el viejo, meneando la cabeza, como si asintiera a un interlocutor invisible.

Y de pronto, dijo:

—Yo era chiquito como ese que tiene la pelota y mi padre cantaba.

Quando la tromba sonaba alarma co Garibaldi doviamo partí.

Se rió, asintió varias veces con la cabeza y repitió “eh, sí…”

La pelota vino hacia ellos y casi le pega al viejo. Don Francisco amenazó distraídamente con el bastón nudoso, mientras los chicos llegaban corriendo, recogían la pelota y se retiraban haciéndole morisquetas.

Y luego de un instante, dijo:

—Andávamo arriba la mondaña con lo chico de Cafaredda e ne sentábanlo mirando al mare. Comíamos castaña asada… ¡Quiddo mare azule!

Tito llegó con el mate y la pava.

—Ya t’está hablando del paese, seguro. ¡Eh, viejo, no lo canse al pibe con todo eso bolazo! —mientras le guiñaba un ojo a Martín, sonriendo con picardía.

El viejo negó, meneando la
cabeza
, mirando hacia aquella región remota y perdida.

Tito se sonreía con benévola ironía mientras cebaba mate. Luego, como si el padre no existiera (seguramente ni oía), le explicó a Martín:

—Sabe, él se pasa el día pensando al pueblo que nació.

Se volvió hacia el padre, lo sacudió un poco del brazo como para despertarlo, y le preguntó:

—¡Eh, viejo! ¿Le gustaría ver aquello de nuevo? ¿Ante de morir?

El viejo respondió asintiendo con la cabeza varias veces, siempre mirando a lo lejos.

—Si tendría de cuelli poqui soldi ¿se iría en Italia?

El viejo volvió a asentir.

—Si pedería ir aunque má no sería que por un minuto, viejo, nada má que por un minuto, aunque despué tendría de morirse, ¿le gustaría, viejo?

El viejo movió la cabeza con desaliento, como diciendo “para qué imaginar tantas cosas maravillosas”.

Y como quien ha hecho la prueba de alguna verdad, Tito miró a Martín, y le comentó:

—¿No te decía, pibe?

Y se quedó pensando mientras le alcanzaba el mate a Martín. Al cabo de un momento, agregó:

—Pensar que hay gente podrida en plata. Sin ir má lejo, el viejo vino a l’América con un amigo que se llamaba Palmieri. Lo do con una mano atrá y otra adelante, como quien dice. ¿Sentiste hablar del doctor Palmieri?

—¿El cirujano?

—Sí, el cirujano. Y también el que era diputado radical. Bueno, son hijo de aquel amigo que vino con el viejo. Como te decía, cuando llegaron a Bueno Saire corrían la liebre junto. Trabajaron de todo: de peón de patio, empedraron calle, qué se yo. Al viejo, aquí lo tené. El otro amarrocó guita pa tirar p’arriba. Y si t’e visto no me acuerdo. Una ve, cuando todavía vivía la finada mi madre y cuando al Tino lo metieron preso por anarquista, la vieja tanto embromó que el viejo fue a verlo al diputado. ¿Queré creer que l’hizo esperar tre hora a la amansadora y después le mandó decir que fuera al otro día? Cuando vino en casa yo le dije: viejo, si vuelve de ese canalla yo no soy má su hijo.

Estaba indignado. Se arregló la corbata raída y luego agregó:

—Así e l’América, pibe. Haceme caso: hay que ser duro como yo. No mirar ni atrá ni a lo costado. Y si hay que cafishiar a la vieja, cafishiala. Si no, buena noche.

Amenazó a los chicos y después masculló, con resentimiento:

—¡Diputado! Todo lo político son iguale, créeme, pibe. Todo están cortado por la misma tijera: radicale, orejudo, socialista. Tenía razón el Tino cuando decía la humanidá tiene de ser ácrata. Te soy sincero: yo no votaría nunca si no sería que tengo que votar por lo conservadore.

Martín lo miró son sorpresa.

—¿Te llama la atención? Y sin embargo e la pura verdá. Qué le vamo a hacer.

—¿Pero, por qué?

—Eh, pibe, siempre hay un porqué a toda la cosa, como decía el finado Zanetta. Siempre hay un misterio.

Sorbió el mate.

Durante un buen rato se mantuvo callado, casi melancólico.

—Mi viejo lo llevaba a don Olegario Souto, que era caudillo conserva de Barracas al Norte. Y una de la hija de don Olegario se llamaba María Elena. Era rubia y parecía un sueño.

Sonrió en silencio, con turbación.

—Pero imagináte, pibe… eran gente rica… y yo, adema… con este escracho…

—¿Y cuándo fue todo eso? —preguntó Martín, admirado.

—Y, te estoy hablando del año quince, un año antes de la subida del Peludo.

—Y ella, ¿qué pasó después?

—¿Ella? Y… qué va a pasar… se casó… un día se casó… Me acuerdo como si sería hoy. El 23 de mayo de 1924.

Se quedó cavilando.

—¿Y por eso vota siempre por los conservadores?

—Así e, pibe. Ya ve que todo tiene su explicación. Hace má de treinta año que voto por eso malandrine. Qué se va a hacer.

Martín se quedó mirándolo con admiración.

—Eh, sí… —murmuró el viejo—. A Natale lo decábano bacare.

Tito le guiñó un ojo a Martín.

—¿A quién, viejo?

—Lo briganti.

—¿Viste? Siempre la misma cosa. ¿Pa qué lo dejaban bajar, viejo?

—Per andaré a la santa misa. Due hore.

Asintió con la
cabeza
, mirando a lo lejos.

—Eh, sí… La notte de Natale. I fusilli tocábano la zambuna.

—¿Y qué cantaban lo fusilli, viejo?

—Cantábano
La notte de Natale e una festa principale que nascio nostro Signore a una povera mangiatura
.

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