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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

Sombras de Plata (48 page)

BOOK: Sombras de Plata
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Pero algún tipo de instinto, tal vez nacido del odio, aguzaba las percepciones humanas y cuando Foxfire salió de un salto de su escondite, Bunlap apenas parpadeó sino que blandió el cuchillo que tenía preparado en las manos.

Foxfire esquivó hacia un lado con rapidez y agilidad elfa, de tal forma que la hoja que debía haberse hundido en su corazón encontró los músculos de su brazo. Durante un instante, el elfo no sintió más que el golpe sordo del impacto, pero enseguida un dolor punzante le laceró el costado. Se tambaleó y tuvo que apoyarse en un árbol para no perder el equilibrio.

El humano se acercó a él, espada en mano.

Los elmaneses salieron huyendo hacia el bosque, y los humanos los persiguieron como harían perros sabuesos detrás de una liebre. Además, los soldados a sueldo tenían pocas alternativas porque quedaban todavía en pie ocho guerreros centauros cuyas lanzas seguían acosando sin cesar a los humanos hacia el norte, eso sin contar que, por reticentes que fueran a luchar con los elfos en mitad de la arboleda, todavía les apetecía menos enfrentarse a la cólera de su capitán.

Vhenlar, con el arco listo para disparar en una mano, fue el último en cruzar la línea de árboles. Tenía menos miedo de Bunlap que el resto, y en cierto modo habría preferido vérselas con aquellos mortíferos hombres caballo que enfrentarse de nuevo a los arqueros elfos, porque la perspectiva de aventurarse en las sombras frías y profundas de Tethir, donde cada una de ellas podía esconder a un elfo salvaje, le helaba el alma.

Pero no llegó tan lejos.

Un manojo de helechos pareció ponerse en movimiento y de él emergió la criatura más asombrosa que había visto Vhenlar en su vida. El ser, más bajo que un halfling, tenía un torso desnudo, parecido al de un hombre, sobre unos cuartos traseros que se asemejaban a un macho cabrío de dos patas. De su cabeza emergía un cabello enmarañado y castaño que le cubría los hombros y que se mezclaba con una barba igualmente espesa.

Vhenlar se dio cuenta, boquiabierto, de que se encontraba ante un fauno. Levantó el arco y apuntó. La flecha, un proyectil elfo robado, salió disparada en dirección a la garganta de la criatura.

El fauno soltó un bufido y agarró la flecha con un movimiento vertiginoso, sin ni siquiera parpadear. Antes de que el atónito Vhenlar pudiera reaccionar ante aquel sorprendente gesto, el fauno se abalanzó sobre él.

El arquero zhentarim cayó al suelo, debatiéndose con ambas manos para intentar apartar al diminuto guerrero, pero de repente un dolor punzante le cruzó el estómago y pareció subirle hacia el pecho. El fauno dio un brinco y se perdió a la carrera en el bosque.

Vhenlar bajó la vista para observar la flecha negra que le sobresalía del cuerpo. Una sonrisa irónica y amarga le torció la boca. Aunque no era aquél el fin que había imaginado para sí mismo, de algún modo había sabido desde el principio que alguno de aquellos proyectiles elfos acabaría incrustado en su cuerpo, y había una cierta satisfacción perversa en el hecho de que resultara cierto.

Una oscuridad profunda, vertiginosa y atrayente surgió de algún rincón del alma del mercenario y se cernió sobre él para conducirlo al olvido.

Bajo las sombras de los árboles de Tethir, Zoastria se enfrentaba a una pareja de espadachines. La hoja de luna que blandía en una mano restallaba, esquivaba y atacaba a una velocidad sorprendente. Tan terrorífica era su rapidez y su poder que a duras penas tenía la elfa destreza y resistencia para manejarla.

La fuerza de cada arremetida, de cada ataque, estaba a punto de arrancarle la espada a Zoastria de la mano, y le costaba mantener el equilibrio. Más de una vez se había sobrepasado en el impulso y había dejado algún flanco desprotegido a los filos de las armas humanas. Sangraba por varias heridas pequeñas en los brazos y los hombros y si no llega a ser por la inigualable rapidez de los ataques de la hoja de luna, que le permitía rectificar a toda velocidad aquellos lapsus, seguramente estaría ya muerta.

La semielfa le había aconsejado que sostuviera la espada con las dos manos porque, si no, le iba a resultar difícil de manejar, pero Zoastria no había prestado atención al consejo por pura arrogancia.

Por el rabillo del ojo contempló un instante cómo la semielfa acababa de hundir una espada en el pecho de un guerrero semiorco y, sin molestarse en recuperar el arma, arrancaba otra espada de las manos del cadáver y se volvía para enfrentarse a su siguiente atacante.

La diminuta elfa de la luna hizo un movimiento para esquivar a los dos hombres y se agachó para que no le alcanzara el filo de ambas espadas que hacían un barrido horizontal, antes de abalanzarse sobre el hombre que tenía a su derecha, a quien pilló con la guardia baja. La hoja de luna se hundió con facilidad entre sus costillas.

Pero el hombre no estaba rematado todavía. Mientras caía, hizo un movimiento de ataque con la espada y, aunque Zoastria estaba demasiado cerca para que el filo la alcanzase, con la empuñadura y el travesaño le dio un golpe doloroso en la cara que la hizo caer hacia un lado.

La elfa se lanzó en la misma dirección para que el movimiento continuado absorbiera parte de la fuerza del golpe, dio contra el suelo, escupió algún diente y se puso rápidamente en pie antes de alzar la hoja de luna, cada vez más pesada, hasta situarla en posición de defensa y enfrentarse a su segundo contrincante.

Antes de que pudiese atacar, una sacudida la alcanzó por detrás y, al volver la cabeza, vio que de la espalda le emergía la punta de una flecha.

Con un alarido de triunfo, el espadachín levantó su espada y cruzó el brazo sobre su pecho para preparar un golpe de revés. Zoastria levantó la cabeza y se dispuso a recibir a la muerte.

Una espada voló por encima de su hombro y se abalanzó sobre el espadachín. Atravesó su guantelete de cuero y se incrustó en su antebrazo, clavándole el brazo contra el pecho.

Unos brazos ligeros pero fuertes levantaron a la mujer elfa y la apartaron de la batalla. Al alzar la vista, Zoastria se topó con la mirada de su descendiente semielfa.

—Hemos de sacar esa flecha —aseguró Arilyn, apoyando una mano en la saeta carmesí.

—No lo hagas —repuso la mujer elfa con toda la convicción que pudo imprimir a su voz ya muy débil—. Ha perforado el pulmón y, si la quitas, moriré mucho más rápido y todavía tengo cosas que decir. Te nombro mi heredera de la espada. Coge otra vez la hoja de luna y acaba esta batalla.

Tras pronunciar aquellas palabras, Zoastria agarró la saeta y la sacó. Un hilillo de sangre le manchó la comisura de los labios mientras la cabeza le caía inerte hacia un costado.

Arilyn se puso de pie para contemplar a la mujer elfa. Zoastria había acelerado su propia muerte para que su heredera de espada pudiese reclamar la espada. Una hoja de luna podía tener un solo portador en cada momento.

La semielfa dio media vuelta y se acercó a grandes zancadas al lugar donde había caído la hoja de luna. Una oleada de indecisión la asaltó, pero ninguna de las alternativas que tenía le parecía prometedora. Recoger la espada era aceptar de buen grado siglos eternos de servidumbre, tal vez quedar eternamente encadenada a la magia de la hoja de luna. También existía una posibilidad muy real de que la espada no la aceptase esta vez porque la había rechazado con anterioridad y se había apartado del sacrificio elfo que requería de ella.

El fragor de la batalla hizo que Arilyn apartara la vista de la espada. A su alrededor, las criaturas del bosque luchaban con ferocidad por su hogar, pero los humanos eran numerosos y el resultado del combate asemejaba incierto.

Muerte instantánea o servidumbre eterna.

Arilyn se agachó y agarró la espada.

23

Un resplandor de vivida magia celeste emergió de la hoja de luna para envolver a Arilyn en un aura de energía arcana, y luego desapareció, con tanta rapidez como había llegado.

La hoja de luna la había aceptado.

Sin detenerse a pensar ni a arrepentirse, la semielfa se dirigió hacia el combate que se estaba librando más cerca de su posición. Una docena o más de soldados a sueldo tenía rodeada a una pareja de elfas que, espalda contra espalda, respondían a las burlonas espadas de los humanos como mejor podían. Los mercenarios estaban jugando con ellas; la ropa les colgaba como harapos y su piel cobriza se veía marcada por multitud de cortes. Pero más doloroso que las heridas era para las orgullosas elfas la posición indigna en que se encontraban. Arilyn lo vio enseguida en los ojos de sus hermanas y sintió que se apoderaba de ella una cólera profunda al oír los comentarios groseros que por fortuna las elfas no podían entender.

Arilyn se lanzó al ataque, con la hoja de luna levantada por encima de su hombro derecho. Sin perder el paso, descargó el arma sobre el cuello del hombre que tenía a mano izquierda, y notó que el filo se hundía hasta el hueso. Giró sobre sí misma y, con el mismo impulso, hizo caer la espada del mercenario que tenía en la derecha y le hundió la hoja de luna en el cuerpo antes de que la sonrisa lasciva hubiese desaparecido de su barbudo rostro. De un empujón, apartó de su espada el cadáver y lo lanzó contra el hombre que tenía detrás, un joven de baja estatura que se tambaleó por el peso del cuerpo moribundo de su compañero.

Por un instante, el joven mercenario no pudo utilizar la espada y una de las mujeres elfas aprovechó la ocasión. Se abalanzó hacia adelante y hundió su daga de huesos en su tráquea.

—¡Abajo! —chilló Arilyn en lengua elfa al tiempo que se abalanzaba hacia adelante. La mujer elfa se agazapó y rodó por el suelo mientras el filo de la espada mágica blandía el aire por encima de la cabeza del joven mercenario para acabar incrustándose entre los ojos de un tercer hombre que atacaba por detrás.

Quedaban ocho hombres frente a tres hembras elfas. Ahora los mercenarios no parecían tan engreídos y en sus ojos relucía una furia vengativa que recordaba a la de unos niños mimados que se sienten ultrajados cuando las muñecas que están maltratando se rompen entre sus dedos.

Arilyn frunció el entrecejo al ver que una de las mujeres elfas se quedaba desarmada, casi literalmente, por el ataque brutal de una espada de hoja ancha blandida por un hombre que le duplicaba casi la talla. Dos hombres más saltaron sobre la mujer herida y la tumbaron para mantenerle los brazos contra el suelo y hacerle un tajo en el estómago. Después, con una sonrisa diabólica en los labios, la dejaron allí para que se desangrara lentamente.

El primer pensamiento de Arilyn fue acabar con la agonía de la elfa lo más rápidamente posible. Pero no podía. Presionada como estaba por el resto de los espadachines, no podía acercarse lo suficiente para darle el regalo de una muerte rápida. Y tampoco la otra elfa que luchaba junto a Arilyn tenía mejor suerte que su compañera. Sangraba profusamente por múltiples heridas y tenía la tez cenicienta por debajo de sus tintes cobrizos. Con súbito horror, divisó Arilyn el vientre suavemente redondeado de la elfa. La hembra llevaba consigo en plena batalla a su hijo no nacido; pronto se iban a perder dos vidas más.

La semielfa empujó ligeramente a la elfa que se tambaleaba.

—¡Escóndete entre los árboles ahora que todavía puedes!

—No te dejaré sola —insistió la elfa.

Arilyn titubeó un solo momento. La advertencia que le había dado la sombra de Danilo resonaba todavía en sus oídos: no podía invocar a las sombras elfas de nuevo sin poner en peligro su propia vida. Aunque, a decir verdad, ¿qué riesgo corría alguien que ya se había sometido al servicio de la hoja de luna?

—¡Acudid todos! —chilló Arilyn.

Frenó un ataque mientras la neblina que anunciaba la llegada de las entidades de las sombras elfas emergía de la espada. Acto seguido, los sobresaltados humanos se echaron hacia atrás mientras contemplaban la manifestación sobrenatural que cobraba vida ante ellos.

Ocho sombras elfas guerreras, en apariencia tan sólidas como si estuvieran vivas y armadas con espadas de fabricación elfa, se abalanzaron sobre los aturdidos humanos. Una de ellas, una hembra pequeña de cabellos azulados, envolvió con un abrazo a la elfa embarazada y la ayudó a alcanzar el cobijo de los árboles. Arilyn vio el gesto y se consoló al comprobar que Zoastria todavía se preocupaba del Pueblo del bosque.

Luego, la neblina de la hoja de luna pareció cernirse sobre la propia Arilyn; sintió que la tierra empapada de sangre se tambaleaba y resplandecía de forma extraña mientras se disponía a envolverla en su abrazo. Arilyn examinó las entidades de la hoja de luna y luego contempló con mirada nublada la espada que tenía entre manos. Mientras se sumía inexorablemente en la oscuridad, una fugaz sonrisa le curvó los labios. El doble de Danilo no se encontraba entre los guerreros, ni tampoco había reaparecido esculpida en la espada su runa de armonía.

Fuera cual fuera a partir de ahora su destino, Danilo había sido liberado.

La aparición de los guerreros de sombra pareció infundir renovadas fuerzas en los débiles elfos, que luchaban en minoría. Desde un rincón de la batalla, Kendel Hojaenrama contempló con respeto al mago de cabellos blancos que se abalanzó sobre una pareja de mercenarios semiorcos con los brazos extendidos y los dedos crepitando por ráfagas de energía, mientras los muchos mechones de sus cabellos ondeaban al viento como si fueran serpientes de una medusa vengativa. Ante la visión de aquel guerrero nuevo y espantoso, una de las criaturas corpulentas soltó un chillido ahogado de terror, soltó la espada y echó a correr hacia los árboles.

Pero no fue una decisión inteligente. Soltando una exclamación a Morodin, el dios enano de la batalla, Jill se situó en mitad del camino para interceptar al semiorco, y se subió en el tocón de un árbol milenario recién talado, de forma que se quedó contemplando casi a la misma altura al guerrero de mayor tamaño. Para equilibrar el encuentro, Jill levantó su hacha por encima de la cabeza y la hundió entre los ojos del semiorco que huía; el filo le quebró el cráneo con la misma facilidad con que se clavaría un cuchillo afilado en un melón estival.

—¡Ajá! —exclamó el enano mientras bajaba de su atalaya, pero el ansia de batalla se le convirtió pronto en frustración al ver que no era capaz de desincrustar el hacha del cráneo. Jill plantó una bota sobre el pecho del semiorco muerto y la otra en la destrozada frente, pero ni siquiera tirando con todas sus fuerzas pudo extraer el hacha.

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