Authors: Natsume Soseki
—¿En serio? ¿Y quién es su tío? —preguntó de un modo algo impertinente la Señora Nariguda.
—Oh, bueno, el barón Makiyama —contestó Meitei, afectando la voz.
El maestro estaba a punto de decir algo, pero justo antes de encontrar las palabras adecuadas la señora Kaneda se le adelantó abruptamente y le dirigió a Meitei una mirada penetrante. Meitei, envuelto en su
kimono
de seda, se mostraba imperturbable.
—¡Oh, vaya! Así que es usted sobrino del barón Makiyama. .. No lo sabía. Le ruego me disculpe. He escuchado a mi marido hablar tanto del barón Makiyama... Me ha dicho que siempre nos ha ayudado mucho...
La forma de hablar de la Señora Nariguda se había transformado repentinamente. De pronto sonaba hasta educada. Incluso se inclinó en una reverencia.
—Oh, sí —contestó Meitei riéndose para sus adentros.
El maestro, bastante sorprendido, les observaba en silencio.
—Creo que mi marido incluso ha consultado al barón en relación al matrimonio de nuestra hija.
—¿En serio? —exclamó Meitei, sorprendido. Incluso él parecía desconcertado por el rumbo que estaba tomando la conversación.
—Sí. Ha de saber que recibimos una proposición de matrimonio tras otra para nuestra hija. Nos llegan de todas partes. Usted entenderá que, teniendo que considerar seriamente nuestra posición social, no podemos casar a nuestra pequeña con un cualquiera...
—Desde luego. —Meitei parecía aliviado.
—De hecho, precisamente he venido a visitarles en relación a este asunto.
La señora Kaneda se dio media vuelta y se dirigió al maestro en el mismo tono vulgar de antes.
—He oído que hay un tal señor Kangetsu que les visita a menudo. ¿Qué clase de hombre es ese individuo, Kangetsu?
—¿Qué es lo que quiere saber exactamente del individuo Kangetsu? —replicó el maestro con cara de fastidio.
—Quizás sea en relación al matrimonio de su hija por lo que pregunta usted sobre el carácter del individuo llamado Kangetsu —puntualizó Meitei con evidente sentido táctico.
—Si pudieran decirme algo sobre él, para mí sería de gran ayuda.
—Entonces, ¿lo que pretende es casar a su hija con Kangetsu?
—No se trata de lo que yo
quiera
—cortó inmediatamente la Señora Nariguda al maestro—. Tenemos innumerables candidatos y no nos preocuparía si Kangetsu finalmente no fuera el elegido.
—En ese caso, no necesita ninguna información sobre Kangetsu —contestó el maestro con evidente enojo.
—Pero tampoco hay razón para que se la guarde usted para sí —contestó desafiante la señora Kaneda.
Meitei, sentado entre los dos, sostenía en la mano su pipa de plata como si fuera el árbitro de la situación, y se regocijaba con la escena. Los otros dos parecían dispuestos a continuar con sus intercambios dialécticos.
—Dígame. Por lo que usted sabe, ¿Kangetsu quiere casarse realmente con ella? —atacó el maestro.
—Bueno, él no lo ha dicho nunca de modo expreso, pero...
—Ustedes suponen que sí quiere hacerlo, ¿verdad? —El maestro se daba perfecta cuenta de que para tratar con esa mujer sólo servía atacar de frente.
—El asunto todavía no ha llegado a ese punto... pero no creo que el señor Kangestsu se oponga totalmente a la idea. —La señora Kaneda recuperaba posiciones.
—¿Existe alguna evidencia concreta de que Kangetsu esté enamorado, encaprichado o incluso interesado sentimentalmente en su hija de usted? —El nuevo golpe del maestro parecía decir: «Chúpate esa. Responde si puedes».
—Bueno, más o menos sí. —El ataque no obtuvo el resultado esperado.
Meitei había permanecido hasta ese momento medio oculto en su papel de árbitro y disfrutaba del rifirrafe, pero, de pronto, su curiosidad se desbordó. Dejo la pipa y entró en la batalla:
—¿Le ha escrito Kangetsu alguna carta de amor a su hija? ¡Qué divertido! Por fin algo interesante. No pasaba nada así desde finales de año, por lo menos. Además, se trata de un espléndido tema de debate.
Sólo Meitei parecía divertirse con la situación.
—No. No le ha escrito ninguna carta de amor. Ha sido algo mucho más ardiente que eso. ¿De verdad no están ustedes enterados de nada? —La señora Kaneda se dirigía ahora a ellos con sorna.
—¿Tú sabes algo? —preguntó el maestro a Meitei.
—Yo no sé nada. Si alguien sabe algo, ése deberías ser tú.
—¡Pero si ustedes dos lo saben todo, no me engañen! —exclamó triunfante la señora Kaneda.
—¿Cómo? —exclamaron los dos al unísono.
—Por si lo han olvidado, déjenme que les refresque la memoria. A finales del año pasado el señor Kangetsu acudió a un concierto en la residencia del señor Abe, en Mukojima. Esa noche, mientras volvía a casa, algo sucedió en el puente de Azuma. ¿Se acuerdan? No repetiré los detalles pues eso comprometería a la persona en cuestión, pero lo que les he contado hasta ahora es una prueba más que suficiente de que algo hay.
La señora Kaneda, allí de pie, muy estirada, con sus dedos llenos de diamantes sobre el regazo y su magnífica nariz, parecía más resplandeciente que nunca, hasta tal punto que el maestro y Meitei parecían ir eclipsándose poco a poco.
El maestro y Meitei se quedaron de piedra ante semejante revelación. Estaban allí sentados, aturdidos, como dos pacientes a los que la fiebre hubiera dejado para el arrastre. Pero cuando el impacto de ese golpe cesó, volvieron poco a poco a la normalidad, recuperaron su sentido del humor y estallaron en risitas irreprimibles. Las expectativas de la señora Kaneda se habían frustrado. Como no estaba preparada para semejante reacción, les taladró con la mirada.
—¿Así que era su hija? ¡Que me aspen si no es extraordinario! En efecto, tiene usted toda la razón, señora. Kangetsu debe de estar loquito por ella. Te digo, Kushami, que ya no hay razón para seguir manteniendo el secreto. Vamos a aclararlo todo.
El maestro rezongó un poco.
—Evidentemente, ya no hay razón de mantener un secreto, una vez éste ha sido revelado —dijo la Señora Nariguda.
—Bueno, en efecto, reconozco que hemos estado un poco al margen de todo este asunto. Pero ahora, las circunstancias nos obligan a hacer una declaración en toda regla en lo referente a Kangetsu para información de esta señora. ¡Kushami! Eres el anfitrión, así que para de reírte o no acabaremos nunca. Es extraordinario. Vaya asunto tan misterioso, esto de los secretos. Sin embargo, por mucho que uno se guarde algo para sí, al final acaba descubriéndose todo el pastel. En efecto, cuanto más piensas en ello, más extraordinario resulta. Díganos, señora Kaneda, ¿cómo descubrió usted el secreto? Estoy verdaderamente intrigado.
—Tengo
olfato
para estas cosas —declaró la señora Kaneda con evidente complacencia.
—Eso no lo dudo, pero ¿quién le ha dado detalles sobre la cuestión?
—La mujer del carretero que vive ahí, justo detrás.
—¿Se refiere a esa que tiene un gato negro? —preguntó el maestro sorprendido.
—Sí. Su amigo Kangetsu me ha costado unos cuantos céntimos. Cada vez que viene aquí quiero saber de qué habla, así que me he arreglado con la mujer del carretero para que se entere y me mantenga informada.
—¡Pero eso es espantoso! —dijo el maestro a voz en grito.
—No se preocupe. No tengo el más mínimo interés en lo que ustedes dos dicen o hacen. El único que me interesa es Kangetsu.
—Kangetsu o el que sea. ¡La mujer de ese carretero es un ser despreciable! —El maestro empezaba a enfadarse de verdad.
—Pero es libre de estar ahí, en su jardín. Si no quieren que escuche sus conversaciones, deberían hablar más bajo o mudarse a una casa más grande. —La señora Kaneda, evidentemente, no estaba ni por asomo avergonzada—. Y esa no es mi única fuente. También me mantiene informada la señora del arpa japonesa.
—¿Quiere decir sobre Kangetsu?
—No sólo sobre Kangetsu...
Aquello sonaba preocupante. El maestro no pareció sentirse avergonzado por nada y replicó:
—Esa mujer se da unos aires... Actúa como si fuera la única que tuviera cierta categoría en el vecindario. Una vanidosa, una idiota, eso es lo que es...
—¡Disculpe! ¡Le recuerdo que está usted hablando de una mujer! ¿Cómo puede referirse a ella en semejantes términos? Creáme, no dicen ustedes más que sandeces.
Las formas de la señora Kaneda dejaban al descubierto cada vez con mayor claridad sus orígenes vulgares. En ese momento parecía que sólo había venido a buscar pelea. Meitei, mientras tanto, seguía tranquilamente sentado como si la lucha se desarrollara única y exclusivamente para su diversión particular. Parecía un sabio chino contemplando una pelea de gallos, sentado allí plácidamente, por encima del bien y del mal.
El maestro, finalmente, se dio cuenta de que nunca podría ganar a la señora Kaneda en lo que se refería a intercambiar barbaridades, y se sumió en un profundo silencio. Pero, de pronto, se le ocurrió una brillante idea.
—Hasta ahora ha estado hablando de Kangetsu como si fuera él quien perseguía a su hija, pero la versión que yo he escuchado es bastante distinta. ¿No es así, Meitei? —preguntó pidiendo ayuda a su amigo.
—Desde luego, desde luego —respondió el otro con gesto circunspecto—. Según oímos, su hija incluso cayó enferma y, según parece, no paraba de murmurar el nombre de nuestro amigo mientras deliraba.
—¡No! ¡Lo han entendido todo mal! —respondió la señora Kaneda, algo alterada.
—Pero eso es lo que nos dijo Kangetsu. Y también nos dijo que a él se lo había contado la mujer del doctor.
—Esa fue la trampa, precisamente. Fui yo la que le pedí a la mujer del doctor que representara ese pequeño engaño con Kangetsu. Me interesaba saber cómo reaccionaba ese fantoche.
—¿Y la mujer del doctor aceptó mantener toda esta historia aun a sabiendas de que era falsa?
—Sí. Pero, como es lógico, no podíamos esperar que nos ayudara simplemente por amor al arte. Como ya les he dicho, me he visto obligada a ir gastando unos cuantos céntimos por aquí y por allí, todo en defensa del honor de mi pequeña.
—Parece usted muy decidida a imponernos su voluntad y sacar toda la información que pueda sobre Kangetsu, ¿no es así? —A juzgar por las frases tan cortantes que soltaba, incluso Meitei estaba empezando a irritarse.
—En fin, Kushami. ¿Qué perdemos si hablamos? Contémosle todo. Ahora, señora, el maestro Kushami y yo mismo le diremos todo lo que quiera saber sobre Kangetsu. Pero sería más conveniente y efectivo si nos planteara usted sus preguntas una a una.
La señora Kaneda se sintió satisfecha con el arreglo. Entonces sus maneras, hasta entonces tan violentas, dieron paso a un cierto tono cívico educado, sobre todo cuando se dirigía al taimado de Meitei.
—Según tengo entendido, el señor Kangetsu es licenciado en Ciencias, ¿no es así? Pero, ¿podrían decirme cuál es la especialidad de su licenciatura?
—En sus cursos de especialización está estudiando el magnetismo terrestre —contestó el maestro secamente.
Por desgracia, la señora Kaneda no entendió la respuesta. Miró dubitativa a su interlocutor y preguntó:
—Si uno estudia eso, ¿puede obtener el título de doctor?
—¿Está usted diciendo en serio que no permitirá a su hija casarse con él a menos que obtenga un doctorado? —El tono de la pregunta del maestro mostraba bien a las claras lo antipática que le parecía esa mujer.
—Exactamente. Después de todo, si uno pega una patada a una piedra, salen doscientos licenciados —respondió la señora Kaneda sin asomo de vergüenza.
El maestro miró a Meitei con profundo disgusto.
—En vista de que no podemos estar seguros de si obtendrá o no el título de doctor, le rogamos que nos haga otras preguntas. —Meitei parecía igualmente disgustado.
—Díganme, ¿todavía está estudiando sobre ese asunto del no sé qué terrestre?
—Hace unos días, precisamente —respondió el maestro inocentemente—, dio una conferencia para presentar los resultados de sus investigaciones. Versaban sobre la mecánica del ahorcamiento.
—¿Del ahorcamiento, dice? ¡Pero que espanto! Vaya individuo más macabro. No creo que consiga graduarse como doctor si se dedica con tanta devoción a estudiar cosas tales como el ahorcamiento.
—Sería, por supuesto, muy difícil que lo obtuviera si de hecho se ahorcara él mismo, pero quizás lo logre mediante el estudio de la pura mecánica del fenómeno.
—¿No creen que es inconcebible? —respondió ella, intentando leer la expresión del maestro.
Es lamentable, pero como aquella mujer no entendía el significado de «mecánica», no acababa de sentirse tranquila. Probablemente pensaba que preguntar por el significado de una expresión tan rebuscada le haría perder puntos ante sus interlocutores. Como una adivinadora, intentaba ver la verdad en los rostros de sus víctimas. El del maestro expresaba abatimiento.
—¿Y se puede saber si está estudiando algo más? Algo más sencillo de entender, quiero decir.
—Oh, sí, ahora recuerdo. En un ocasión escribió un ensayo titulado: «Una discusión sobre la estabilidad de las bellotas en relación al movimiento de los cuerpos celestes».
—¿Está usted diciéndome que se puede estudiar realmente en la universidad algo relacionado con las bellotas?
—Como no soy miembro de ninguna universidad no puedo responder a su pregunta con absoluta certeza, pero como Kangetsu está estudiando esa materia en concreto, eso quiere decir, sin duda, que el estudio merece la pena desde un punto de vista académico. —Meitei se reía de ella con expresión socarrona.
La Señora Nariguda parecía darse cuenta de que sus preguntas sobre temas académicos la estaban llevando a un callejón sin salida. Así que cambió de tema:
—Por cierto. Oí que se partió dos dientes comiendo setas durante las celebraciones del Año Nuevo.
—Bueno, fue sólo uno en realidad. Y luego se le quedó pegado un trozo de pastel de arroz en la parte rota. —Meitei sintió de pronto que pisaba terreno firme y se iluminó.
—¡Qué poco romántico! Me pregunto por qué no usó un mondadientes.
—La próxima vez que le vea le transmitiré su sabio consejo a este respecto —dijo el maestro con una risita.
—Si se puede partir un diente con una simple seta, es que debe de tener una dentadura muy débil. ¿No les parece?
—Cierto. Uno no podría decir cabalmente que esos dientes suyos sean lo que se dice fuertes y sanos, ¿no crees, Meitei?