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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

Sputnik, mi amor (20 page)

BOOK: Sputnik, mi amor
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Con los anteojos, recorre de manera circular el edificio. Al dirigir de nuevo la mirada hacia su ventana contiene, sin darse cuenta, el aliento. Tras la ventana de su dormitorio ve a un hombre desnudo. No hace falta decir que primero piensa que se ha equivocado de habitación. Mueve los anteojos arriba y abajo, a derecha y a izquierda. Pero aquélla es, sin duda, su habitación. Tanto los muebles y las flores que hay en el jarrón como los cuadros de la pared son los mismos. El hombre es Fernando. Sin duda. Fernando está sentado en la cama de Myû, completamente desnudo. Su pecho y su vientre están cubiertos de vello negro, y su largo pene cuelga flácido como un animal inconsciente. ¿Qué diablos está haciendo ese hombre en mi habitación? Su frente se perló de sudor. ¿Cómo ha podido entrar? Myû no lo comprende. Se enfada, se aturde. Aparece una mujer. Llevaba una blusa blanca de manga corta y una falda corta de algodón azul. ¿Una mujer? Myû sujeta con fuerza los anteojos, aguza la vista. Era ella.

La mente de Myû quedó en blanco. Yo estoy aquí, contemplando mi habitación con los anteojos. En la habitación, también estoy yo. Myû enfocó una y otra vez los anteojos. Pero aquella mujer, por más que mirara, seguía siendo ella. Va vestida de la misma forma. Fernando la abrazó, la condujo hasta la cama. Besándola, desnudó dulcemente a la Myû que estaba en la habitación. Le quitó la blusa, le desabrochó el sujetador, le quitó la falda, los labios pegados a su nuca, le acarició los pechos envolviéndolos en la palma de su mano, estuvo acariciándolos un rato, le quitó las bragas con una mano. También éstas eran idénticas a las que llevaba Myû. Se quedó sin aliento. ¿Qué diablos estaba sucediendo?

El pene de Fernando se ha puesto duro sin que ella se haya dado cuenta, ahora está erecto como un palo. Un pene enorme. Jamás había visto uno tan grande. Él toma la mano de Myû, hace que lo agarre. Fernando acaricia cada centímetro del cuerpo de Myû, la lame entera. Invierte en ello mucho tiempo. La mujer no lo rechaza. Ella (la Myû de la habitación) se abandona a sus caricias, parece gozar de estos instantes de deseo carnal. De vez en cuando alarga la mano, acaricia el pene y los testículos de Fernando. Le ofrece sin reservas todo su cuerpo.

Myû no podía apartar los ojos de esa extraña escena. Se sentía morir. Tiene la boca completamente seca, no puede tragar saliva. Le daban ganas de vomitar. Todo estaba exagerado de manera grotesca, como una pintura alegórica medieval, todo rezumaba malicia. Myû pensó: «Me están mostrando esta escena adrede. Saben muy bien que los estoy mirando». Pero no pudo apartar la vista.

El vacío.

¿Qué sucedió después?

Myû no se acuerda de nada más. Sus recuerdos se interrumpen en este punto.

—No me acuerdo —dice Myû. Habla en voz baja, cubriéndose la cara con las manos—. Sólo sé que era horrible. Yo estaba ahí, mi otro yo allá, y él, Fernando, le hacía todo tipo de cosas a mi yo del otro lado.

¿Todo tipo de cosas? ¿Como cuáles?

No me acuerdo.
Todo tipo de cosas
. Mientras estuve encerrada en la noria, le hizo lo que quiso a mi yo del otro lado. A mí el sexo no me daba miedo. Disfrutaba de él con libertad. Pero lo que vi allí era distinto. Eran actos obscenos, absurdos, tenían como único objetivo envilecerme. Fernando ponía en juego todas sus destrezas, se servía de sus gruesos dedos y de su gran pene para mancillarme. (Pero mi otro yo, el yo del otro lado, no parecía darse cuenta de que lo mancillaban.) Y, al final, incluso resultó no ser Fernando.

¿Que ya no era Fernando? Miré fijamente a Myû. Si ya no era él, ¿en quién diablos se había convertido entonces?

No lo sé. No me acuerdo. Pero al final ya no era él. O quizá no lo había sido desde el principio.

Se descubre a sí misma en la cama de un hospital. Una bata blanca cubre su cuerpo desnudo. Siente dolor en las articulaciones. El doctor le explica lo sucedido. Por la mañana temprano, unos empleados del parque han encontrado la cartera que ella había arrojado y se han percatado de la situación. Han hecho descender la noria, han llamado a una ambulancia. Dentro de la noria, Myû estaba inconsciente, plegada sobre sí misma. Parece que ha recibido un fuerte shock. Sus pupilas no reaccionan con normalidad. Su cara y sus brazos están llenos de desolladuras, su blusa tiene manchas de sangre. La llevan al hospital, le hacen un reconocimiento médico. Nadie comprende cómo ha podido herirse de esa forma. Pero ninguna herida es lo suficientemente profunda como para dejar cicatriz. La policía lleva a la comisaría al viejo de la noria. Éste no recuerda en absoluto haber dejado que Myû montara en la noria poco antes de que el parque cerrara.

Al día siguiente, la policía acude al hospital y le hace algunas preguntas. Ella es incapaz de responder. Los policías confrontan el rostro de Myû con el de la fotografía del pasaporte y fruncen el ceño. En sus rostros aflora una expresión extraña, como si, por equivocación, se hubieran tragado algo desagradable. Luego preguntan incómodos: «Señorita, perdone, pero ¿tiene usted realmente veinticinco años?». «Sí», responde ella. «Tal como dice el pasaporte.» No entiende por qué se lo preguntan.

Poco después, va al lavabo a lavarse la cara, contempla su rostro en el espejo y comprende la razón. Su cabello ha encanecido por completo, sin salvarse un solo pelo. Es inmaculado, como la nieve recién caída. Al principio, piensa que en el espejo se refleja la imagen de otra persona. Se da la vuelta. Pero no hay nadie más. En el lavabo sólo está ella. Vuelve a mirarse en el espejo. Comprende que la mujer de pelo encanecido es ella misma. Se desvanece, cae al suelo.

*

Myû se pierde.

—Yo me quedé en este lado. Pero mi otro yo, o quizá tendría que decir mi otra mitad, se fue a la orilla opuesta. Llevándose mi pelo negro, mi deseo sexual, mi menstruación, mi ovulación y, tal vez, mis ganas de vivir. La mitad que se quedó atrás es el yo que está aquí ahora. Así lo he sentido desde entonces. En una pequeña ciudad suiza, dentro de una noria, por alguna razón desconocida, mi ser se escindió de forma definitiva en dos. Quizá fuese una especie de transacción. Pero ¿sabes?, no es que me despojaran de algo. Porque ese algo aún debe de existir en la otra orilla. Lo sé. Sólo que un espejo se interpone entre nosotras, simplemente. Y yo no podré cruzar jamás esa pared de cristal. Jamás.

Myû se mordisqueó las uñas.

—Claro que no se puede hablar del futuro. ¿No crees? Quizás alguna vez, en algún lugar, nos reencontremos y volvamos a fundirnos las dos en una. Sin embargo, queda aún un gran problema. Yo ya no puedo discernir cuál de las imágenes a ambos lados del espejo es la auténtica. Es decir, ¿era el verdadero yo el que aceptó a Fernando? ¿O el yo que lo destestaba? No me siento capaz de aclarar esta confusión.

Tras las vacaciones de verano, Myû no vuelve a la universidad. Abandona sus estudios en el extranjero y regresa a Japón. Tampoco vuelve a tocar el teclado. Ha perdido la fuerza necesaria para crear música. Al año siguiente fallece su padre. Ella le sucede en la dirección de la empresa.

—No poder seguir tocando el piano me ocasionó una conmoción, seguro, pero no me pareció una gran pérdida. Yo ya presentía que, antes o después, me sucedería. De todas formas… —Myû sonrió—, el mundo está lleno de pianistas. Con los veinte pianistas de primera categoría en activo que debe de haber en el mundo es suficiente. Si vas a una tienda de discos y buscas
Waldstein
o
Kreisleriana
, lo entenderás. El repertorio de música clásica es limitado y el espacio en los estantes de CD también lo es. Para la producción discográfica mundial, basta con veinte pianistas de primera en activo. Que yo desaparezca no puede importarle a nadie. —Myû extendió sus diez dedos ante los ojos, hizo girar las manos una y otra vez. Como si estuviera confirmando, una vez más, sus recuerdos—. Cuando llevaba un año en Francia, descubrí algo extraño. Descubrí que personas cuya técnica era inferior a la mía, que se esforzaban menos, eran más capaces que yo de emocionar a la audiencia. En los concursos siempre me ganaban en la última fase. Al principio pensaba que había algún error. Pero se repitió lo mismo cientos de veces. Eso a mí me irritaba, me enfurecía. ¡No es justo!, pensaba. Pero, poco a poco, incluso yo fui viéndolo. Que me faltaba algo. No sé muy bien qué, pero algo importante. Tal vez la profundidad necesaria, como persona, para producir una música capaz de emocionar a los otros. Mientras estuve en Japón no me daba cuenta. Allí, yo siempre había sido la mejor y tampoco tenía tiempo para hacerme preguntas sobre mis interpretaciones musicales. Pero en París estaba rodeada de personas con talento y yo, al final, incluso acabé comprendiéndolo. De una manera diáfana, igual que el sol asciende en el cielo y despeja la niebla.

Myû suspiró. Alzó la cabeza y sonrió.

—A mí, desde niña, me había gustado establecer mis propias normas, sin fijarme en lo que me rodeaba, y seguirlas. Era una niña independiente, concienzuda. Había nacido en Japón, iba a una escuela japonesa, había crecido jugando con amigos japoneses. Por eso me sentía completamente japonesa, pero, a pesar de ello, era de nacionalidad extranjera. Para mí, en sentido estricto, Japón era, al fin y al cabo, un país extranjero. Mis padres no eran del tipo que insiste machaconamente en las cosas, pero esto, sólo esto, sí me lo metieron en la cabeza desde pequeña: «Tú aquí eres extranjera». Y yo decidí que, para vivir en este mundo, debía hacerme fuerte.

Myû prosiguió con voz serena.

—Fortalecerse, en sí mismo, no es malo. Claro está. Pero ahora veo que yo estaba demasiado acostumbrada a ser fuerte y que jamás traté de entender a los débiles. Estaba demasiado acostumbrada a que la fortuna me sonriera y jamás traté de entender a los menos afortunados. Estaba demasiado acostumbrada a gozar de salud y jamás traté de entender el sufrimiento de quienes a veces no la tenían. Cuando veía a personas que, no yéndoles bien las cosas, no sabían qué hacer o estaban paralizadas por el miedo, pensaba que se debía sólo a que no se esforzaban lo suficiente. Los que se quejaban a menudo me parecían intrínsecamente holgazanes. Mi concepción de la vida era decididamente práctica, pero falta de toda calidez humana. Y no había una sola persona a mi alrededor que me lo advirtiera.

»A los diecisiete años perdí la virginidad y, desde entonces, me acosté con no pocos hombres. Salí con muchos chicos y, además, si se daba la ocasión, me acostaba con hombres a quienes apenas conocía. Pero, amar a alguien…, amar a alguien de corazón, ni una sola vez. A decir verdad, no tenía tiempo. La idea de convertirme en una pianista de primera categoría ocupaba por entero mi alma, dar un rodeo o desviarme de mi camino ni siquiera se me había pasado por la cabeza. “¿Qué me falta?”, cuando me di cuenta de ese vacío, ya era demasiado tarde.

Myû volvió a extender los dedos de ambas manos ante sus ojos y reflexionó unos instantes.

—En este sentido, lo que me ocurrió en Suiza hace catorce años tal vez fuera, de alguna forma, algo que yo misma hice. A veces lo pienso.

Myû se casa a los veintinueve años. Deseo sexual, no puede sentirlo en absoluto. Tras lo sucedido en Suiza es incapaz de tener relaciones íntimas. Algo se ha extinguido en su interior para siempre. Ella le explica este hecho —sólo esto— a él. «Por eso no puedo casarme con nadie.» Pero él le dijo que la amaba y que, aunque no tuvieran relaciones físicas, quería compartir su vida con ella. Myû no encontró razón alguna para rechazar su propuesta. Lo conocía desde niña y siempre había sentido afecto por él. Como compañero para toda la vida, era impensable otra persona. Y, en el terreno práctico, la formalidad del matrimonio era sumamente importante para la empresa que ella dirigía.

Myû prosigue:

—Mi esposo y yo sólo nos vemos los fines de semana, pero nos llevamos fundamentalmente bien. Somos como dos buenos amigos y compartimos nuestras vidas, nos sentimos muy cómodos el uno junto al otro. Hablamos de muchas cosas y, también en el plano humano, confiamos el uno en el otro. Cómo y dónde satisface su vida sexual, eso es algo que no sé, pero no me concierne. Sea como sea, no mantenemos relaciones sexuales. Tampoco nos tocamos. Me sabe mal, pero no quiero tocarlo. No quiero tocarlo, sencillamente.

Cansada de hablar, Myû se cubrió en silencio la cara con ambas manos. Al otro lado de la ventana, el cielo ya estaba del todo claro.

—Yo antes estaba viva, ahora todavía lo estoy, estoy realmente frente a ti, hablándote. Pero lo que hay aquí no es mi verdadero yo. Lo que ves no es más que una sombra de lo que alguna vez fui. Tú estás realmente viva. Pero yo no. Incluso las palabras que pronuncio ahora me suenan vacías como el eco.

Sin decir nada, rodeo los hombros de Myû con un brazo. No encuentro las palabras adecuadas. Por eso, inmóvil, seguiré abrazándola hasta la eternidad.

Amo a Myû. No hace falta decir que amo a la Myû de esta orilla. Pero amo también, con la misma intensidad, a la Myû que seguramente se encuentra en la otra orilla. Es un sentimiento intenso. Cuando pienso en ello, siento un chirrido en mi interior, como si estuviera partiéndome en dos. Como si el hecho de que yo me escinda fuera una proyección de la partición de Myû. Con toda intensidad, sin posibilidad de elección.

Después, aún me queda una duda. Si esta orilla en la que Myû está ahora no es el mundo de su imagen real original (es decir, si esta orilla era la orilla opuesta), ¿quién diablos soy yo, qué hago aquí compartiendo simultánea e íntimamente mi existencia con ella?

13

Leí dos veces los dos documentos. La primera, deprisa; la segunda, despacio, permanecí alerta al mínimo detalle, lo grabé todo en mi cabeza. Ambos habían sido escritos por Sumire, sin duda. Estaban llenos de palabras y expresiones características suyas, que sólo cabía esperar que salieran de su pluma. El tono era, sin embargo, algo distinto. Había cierta contención, un distanciamiento que no se apreciaba en otros textos. Pero los había escrito ella, sin ningún género de dudas.

BOOK: Sputnik, mi amor
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