Sputnik, mi amor (6 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

BOOK: Sputnik, mi amor
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Se bebió media, y de repente, como si se acordara de algo, preguntó:

—¿Sabes conducir?

Le respondí que sí.

—¿Y qué tal se te da? ¿Conduces bien?

—No demasiado. Acabo de sacarme el carnet. Lo normal, supongo.

Ella sonrió.

—Como yo. A mí me parece que soy bastante buena conduciendo, pero nadie me lo dice. Así que supongo que no lo hago ni bien ni mal. Pero debes de conocer a varias personas que realmente conduzcan bien, ¿verdad?

—Sí.

—Y a otras que, por el contrario, no lo hagan tan bien.

Asentí. Tomó otro trago de cerveza en silencio y reflexionó unos instantes.

—Hasta cierto punto, debe de ser innato. Quizás pueda hablarse incluso de talento. Los hay muy hábiles, los hay muy torpes. Pero al mismo tiempo los hay muy prudentes y los hay que apenas lo son, ¿verdad?

Asentí de nuevo.

—A ver, ¿qué te parece? Supón que debes hacer un largo viaje en coche con otra persona. Con alguien con quien tienes que conducir por turno. En ese caso, ¿a cuál de los dos tipos elegirías? A alguien que condujera bien pero que fuese imprudente, o a alguien que no fuera tan bueno pero que fuese prudente.

—Al segundo tipo —respondí.

—Igual que yo —dijo—. Y creo que todo es bastante parecido. Ser bueno o malo, ser hábil o torpe: en realidad, no importa. Lo único importante es prestar atención. Estoy convencida. Serenarse y aguzar el oído.

—¿Aguzar el oído? —pregunté.

Ella no respondió, se limitó a sonreír.

Poco después, cuando hicimos el amor por segunda vez, fue un acto armonioso y compenetrado. Tuve la sensación de haber entendido más o menos lo que quería decir con aguzar el oído. Fue la primera vez que vi cómo reacciona una mujer cuando el acto sexual va realmente bien.

Al día siguiente, tras desayunar juntos, cada cual tomó un rumbo distinto. Ella prosiguió su viaje, yo proseguí el mío. Al separarnos, me confesó que iba a casarse con un compañero de trabajo dos meses después.

—Es muy buena persona —me dijo sonriente—. Hace cinco años que salimos juntos y ahora, al fin, vamos a casarnos. Así que, a partir de ahora, no podré viajar sola. Quizás sea ésta la última vez.

Yo aún era joven y creí que historias tan emocionantes como ésta sucedían con frecuencia. Pero mucho tiempo después comprendí que no era así.

Hace mucho que, no sé por qué razón, le conté a Sumire esta historia. No recuerdo a propósito de qué. Tal vez fuese cuando hablamos del deseo sexual. De todas formas, soy del tipo de personas que, cuando le preguntan algo directamente, suele dar una respuesta sincera.

—¿Cuál es el punto clave de esta historia? —me había preguntado Sumire.

—Pues seguramente que hay que estar alerta —contesté—. No tener ideas preconcebidas, sino aguzar el oído con una disposición honesta, amoldándote a las circunstancias, manteniendo la mente y el corazón siempre abiertos a lo que venga.

—Humm —dijo Sumire. Parecía estar reflexionando sobre mi pequeña aventura sexual. Tal vez consideraba la posibilidad de incluirla en su novela—. Después de todo, tú has tenido muchas experiencias, ¿verdad?

—No he tenido
muchas experiencias
—protesté con calma—. Me han pasado cosas
por casualidad
.

Ella le dio vueltas a la idea mientras se mordisqueaba las uñas.

—Pero, para estar alerta, ¿qué hay que hacer? No basta con pensar, llegado el momento: «¡Va! ¡Voy a estar alerta! ¡Voy a aguzar el oído!», para conseguirlo al instante, ¿no te parece? ¿No podrías decirme algo un poco más concreto? Ponme un ejemplo.

—Primero es preciso serenarse. Contando, por ejemplo.

—¿No hay otra manera?

—Pues también puedes pensar en un pepino dentro de la nevera en una tarde de verano. Por supuesto, es sólo
un ejemplo
.

—Espera un momento —atajó Sumire después de una pequeña pausa—. ¿Tú haces siempre el amor imaginándote un pepino dentro de la nevera una tarde de verano?

—No siempre.

—¿Pero sí a veces?

—A veces sí —reconocí.

Sumire hizo una mueca y sacudió varias veces la cabeza.

—Eres más raro de lo que pareces.

—Todos los seres humanos tenemos nuestras rarezas —repliqué yo.

—En el restaurante, mientras Myû me miraba fijamente a los ojos sujetándome la mano, todo el tiempo pensé para mí misma en un pepino. Me dije: «¡Tienes que serenarte! ¡Tienes que aguzar el oído!» —me contó Sumire.

—¿En un pepino?

—Sí, eso que me contaste sobre un pepino frío dentro de la nevera una tarde de verano. ¿No te acuerdas?

—Ahora que lo dices, es verdad que te lo conté —recordé yo—. ¿Y qué? ¿Te sirvió?

—Más o menos.

—Muy bien —dije.

Sumire volvió a la historia principal.

—La casa de Myû está muy cerca del restaurante. No es muy grande, pero es preciosa. Terraza soleada, plantas, un sofá italiano de piel, altavoces Bose, una colección de grabados, un Jaguar en el garaje. Allí vive solamente Myû. La casa que comparte con su marido está en Setagaya. Y los fines de semana regresa allí. Pero ella normalmente vive sola en el apartamento de Aoyama. ¿Y qué crees que me enseñó en el piso?

—Las sandalias de piel de serpiente preferidas de Mark Bolan guardadas en una urna de cristal. Una valiosa e inolvidable reliquia de la historia del
rock and roll
. No les falta una sola escama. En el arco figura su autógrafo. Irresistible para las fans.

Sumire hizo una mueca y suspiró.

—Si se inventara un coche que funcionase con bromas estúpidas, tú llegarías bastante lejos.

—Es que en este mundo también hay personas con las reservas de inteligencia agotadas —dije con humildad.

—Muy bien. Dejemos eso y, ahora, piensa en serio. ¿Qué crees que me enseñó allí? Si aciertas, pago yo la cuenta.

Carraspeé y dije:

—Te enseñó esta magnífica ropa que llevas. Y te dijo que te la pusieras para ir a trabajar.

—Has acertado —dijo Sumire—. Tiene una amiga con un tipo muy parecido al mío. La amiga también es rica y, por lo visto, le sobra la ropa. ¡Qué extraño es el mundo! ¿Verdad? Hay personas con los armarios tan atiborrados que no los pueden ni cerrar y hay otras que, como yo, no poseen dos calcetines idénticos. Pero, bueno, ¡qué más da! En fin, que Myû fue a casa de su amiga y se hizo con una brazada de esa ropa «de sobra». Si te fijas con mucha atención, está un poco pasada de moda, pero a simple vista no se nota, ¿verdad?

—Por más que te la mires, no se nota —le dije.

Sumire sonrió con aire satisfecho.

—Parece mentira, pero me está que ni pintada. Los vestidos, las blusas, las faldas, todo. De cintura me van un poco grandes, pero con un cinturón estoy de escaparate. Calzo el mismo número de zapatos que Myû. Así que me ha dado algunos que ya no necesita. De tacón, planos, sandalias de verano. Todos de marca italiana. Y también bolsos. Y hasta algo de maquillaje.

—Parece
Jane Eyre
—dije yo.

Así, Sumire empezó a ir tres veces por semana a la oficina de Myû. Se ponía traje chaqueta o un vestido, se calzaba zapatos de tacón, incluso se maquillaba un poco, cogía el tren de la mañana e iba desde Kichiyôji a Harajuku. Jamás hubiera creído que fuese capaz de tomar, como todo el mundo, un tren por la mañana.

Aparte de su despacho en la empresa de Akasaka, Myû tenía su propia oficina en Jingûmae. Allí había una mesa para Myû, otra para su ayudante (es decir, Sumire), un armario para los documentos, un fax, un teléfono y un ordenador. Era un apartamento y contaba, incluso, con una pequeña cocina y un cuarto de baño. También había un equipo de CD, unos altavoces pequeños y alrededor de una docena de discos compactos de música clásica. Era un segundo piso y la ventana orientada al este daba a un pequeño parque. En la planta baja había una tienda de muebles importados del norte de Europa. Como la oficina estaba algo apartada de la calle principal, apenas había ruido.

Al llegar a la oficina, Sumire le cambiaba el agua a las flores y preparaba café. Luego escuchaba los mensajes del contestador automático y repasaba el correo electrónico. Si había algo, lo imprimía y lo dejaba sobre la mesa de Myû. La mayoría de las veces eran mensajes de compañías o agentes extranjeros, casi siempre en inglés o francés. Si había correo, abría los sobres y tiraba lo que a todas luces era innecesario. Llamadas, había varias durante el día. Algunas desde el extranjero. Sumire anotaba el nombre de quien telefoneaba, su número de teléfono y, si lo había, el motivo de la llamada, y lo pasaba al teléfono móvil de Myû.

Myû solía aparecer por la oficina entre la una y las dos de la tarde. Permanecía allí una hora y daba a Sumire las instrucciones necesarias, se tomaba un café y hacía algunas llamadas telefónicas. Si había cartas que contestar, se las dictaba a Sumire y luego ésta las introducía en el ordenador y las enviaba por correo electrónico o fax. Por lo general, eran cartas comerciales de contenido sencillo. Sumire también le hacía las reservas para la peluquería, el restaurante o la pista de squash. Cuando acababa de despachar esos asuntos, Myû charlaba un rato con Sumire y luego se iba.

A veces, Sumire se quedaba sola en la oficina sin hablar con nadie durante horas, pero jamás se sentía sola o se aburría. Repasaba los conocimientos adquiridos dos veces por semana en las clases de italiano. Aprendía la conjugación de los verbos irregulares y perfeccionaba su pronunciación con cintas de casete. Tomó clases de informática y pronto fue capaz de resolver por sí misma pequeños problemas. Pudo leer la información contenida en el disco duro y aprender las líneas generales del trabajo de Myû.

Su trabajo era aproximadamente lo que Myû le había contado el día de la boda. Firmaba contratos con pequeños productores de vino extranjeros (sobre todo franceses), importaba el vino y lo vendía al por mayor a restaurantes y tiendas especializadas de Tokio. Además, de vez en cuando mantenía contactos con intérpretes de música clásica. Los trámites más complicados los llevaban agentes de empresas especializadas y ella se encargaba de programar y dar los primeros pasos en la contratación. Su especialidad era descubrir a jóvenes intérpretes con talento, todavía desconocidos, e invitarlos a Japón.

Sumire desconocía a cuánto ascendían los beneficios de estos «negocios particulares». La contabilidad estaba guardada aparte y, sin contraseña, no se podía acceder al disco. En todo caso, Sumire estaba loca de contento sólo con ver a Myû, poder hablar con ella. «Ésta es la silla donde se sienta», pensaba. «Éste es su bolígrafo. Ésta es la taza en la que toma el café». Por insignificante que fuera la tarea que le encomendaba, Sumire la desempeñaba con esmero.

De vez en cuando, Myû la invitaba a comer. Como negociaban con vino, debían recorrer con cierta asiduidad los restaurantes famosos para recabar información. Myû siempre pedía pescado blanco (alguna vez pollo, y dejaba la mitad), nunca tomaba postre. Estudiaba al detalle la carta de vinos y elegía una botella, pero jamás tomaba más de una copa. «Tú bebe cuanto quieras», le decía a Sumire, pero al haber de hacerlo sola, por más que bebiera, nunca era mucho. De modo que siempre quedaba más de media botella de aquellos vinos carísimos, pero eso a Myû no parecía importarle.

—¿No es una lástima pedir una botella sólo para dos? No podemos bebernos más de la mitad —le dijo Sumire a Myû en una ocasión.

—No te preocupes —dijo Myû riendo—. Cuanto más vino dejemos, más serán los empleados del restaurante que podrán probarlo. Del sumiller y el
maître
al último camarero que llena las copas de agua. Y así todos irán conociendo el vino. Dejar vino caro nunca es inútil.

Myû comprobó el color de un Médoc 1986 y luego lo paladeó con cuidado, desde diversos ángulos, como si estuviera saboreando un estilo.

—Creo que esto puede aplicarse a todo, pero, al fin y al cabo, lo más útil es lo que hemos aprendido con nuestro propio cuerpo, o gastando nuestro dinero. Y no los conocimientos adquiridos en los libros.

Imitando a Myû, Sumire levantó la copa en la mano, tomó un sorbo de vino y dejó que se deslizara por su garganta. Durante unos instantes, un agradable sabor permaneció en su boca, que luego se desvaneció sin dejar rastro, como se evapora el rocío matinal de las hojas en verano. De este modo, el paladar estaba dispuesto para saborear el siguiente bocado. Cada vez que, durante las comidas, hablaba con Myû, aprendía algo nuevo. Y Sumire, ingenuamente, se admiraba de la gran cantidad de cosas que le faltaba por aprender.

—Hasta ahora jamás había querido ser otra persona —se decidió a confesarle un día, quizá por haber tomado un poco más de vino que de costumbre—. Pero a veces pienso que me gustaría ser como tú.

Myû contuvo el aliento durante unos instantes. Luego tomó la copa en su mano como si reflexionara y se la llevó a los labios. Por un momento, un rayo de luz tiñó sus pupilas del oscuro color del vino. Su cara perdió la delicada expresión de siempre.

—Quizá tú no lo sepas —dijo Myû con voz calmada y depositando la copa sobre la mesa—, pero lo que tienes ante ti no es
mi yo auténtico
. Hace catorce años me convertí en la mitad de lo que era. ¡Hubiera sido magnífico conocerte cuando yo era enteramente yo! Pero es inútil pensar en ello ahora.

Sumire se quedó tan sorprendida que no pudo preguntar más. Y así perdió la ocasión de hacer, en aquel momento, las preguntas pertinentes. ¿Qué le habría ocurrido catorce años atrás? ¿Por qué se había convertido en «la mitad» de lo que era? ¿Qué quería decir con «la mitad»? Pero esa enigmática confesión, al fin y al cabo, sólo sirvió para aumentar aún más la admiración de Sumire hacia Myû. «¡Qué persona tan extraña!», pensó.

Uniendo retazos de sus charlas cotidianas, Sumire logró recabar cierta información sobre la vida de Myû. Su esposo era cinco años mayor que ella y, aunque japonés, como había estudiado dos años en la facultad de económicas de la Universidad de Seúl, hablaba con fluidez el coreano. Era afable, extremadamente competente en su trabajo y, a efectos prácticos, llevaba el timón de la empresa de Myû. Pese a ser un negocio donde trabajaban muchos familiares, no había nadie que hablara mal de él.

Desde niña, Myû había mostrado un gran talento para el piano. Con poco más de diez años había ganado varios concursos de música. Entró en el conservatorio, recibió clases de renombrados pianistas y, luego, la enviaron a un conservatorio francés. Su repertorio iba desde románticos tardíos, como Schumann y Mendelsson, a Poulenc, Ravel, Bartok y Prokofiev. Sus armas eran un tono impetuoso y sensual unido a una técnica vigorosa y depurada. Ya en su época de estudiante ofreció varios conciertos y gozaba de muy buena reputación. Ante ella se abría un futuro prometedor como concertista de piano. Sin embargo, mientras estudiaba en el extranjero, su padre cayó enfermo y ella tuvo que cerrar la tapa del piano y regresar. No volvería a tocar el teclado jamás.

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