—Muy bien señor, impresionante. Mire, me gustaría poder explicarlo todo, pero este proyecto implica un cierto grado de secreto.
—Bueno, tal vez se puede hacer público lo siguiente: ¿por qué debo aceptar un trabajo del que no sé nada?
Catalina ya había preparado la respuesta.
—No tiene familia o amigos aquí en la ciudad. Su propietario había mencionado que presentó una notificación de desalojo debido a que su renta ha expirado hace mucho tiempo, hay un montón de facturas sin pagar en su escritorio. Ahora, parece que el joven doctor Jackson necesita un trabajo. Y después de su conferencia de esta tarde, si yo fuera usted, no estaría en casa esperando que suene el teléfono.
Daniel no sabía qué decir. Eran muy buenas razones para aceptar cualquier oferta de trabajo en serio.
—Pero hay una razón aún mejor para que le deje trabajar para mí, Daniel.
Esa mujer tenía mucho valor.
—¿Y qué sería? —Dijo Daniel.
—Que demuestre que sus teorías son correctas.
Abrió la bolsa y sacó una elegante serie de fotos antiguas en blanco y negro, sosteniéndolas para su consideración. Las fotos ayudaban a dar una idea bastante exacta de la gran losa de clausura que la expedición de Langford había encontrado cerca de Giza. No había rastros del gran anillo que había estado bajo la losa o de los fósiles. Daniel miró durante un tiempo a las fotos, sus músculos faciales estaban flojos. La expresión, que Catalina había visto en otras ocasiones, sugirió que había adquirido un nuevo miembro de su equipo.
—¡Basta! —Le quitó de las manos las fotografías amarillentas y en su lugar le dio un sobre.
—¿Qué es esto?
—Su plan de viaje, dijo Catherine cuando se disponía a salir.
Daniel abrió el sobre, miró el billete de avión y estornudó.
—¿Denver? Mire, se podrá imaginar, que no tengo ganas de volar.
—Una razón más, dijo con una cara impasible. Luego, con una sonrisa, cerró la puerta detrás de él.
Yuma, Arizona.
El turismo redujo la velocidad hasta detenerse frente a una casa de dos dormitorios y un modesto jardín, situada en las afueras de Yuma, Arizona. Aunque el invierno estaba encima, el sol del mediodía convertía las calles en un horno, obligando a los lugareños a buscar el aire acondicionado de los interiores. Incluso los perros, echados a la sombra con la lengua fuera, tenían demasiado calor para acercarse y ponerse a ladrar. Aquel día todos recordaban el chiste del tipo de Yuma que se muere y va la infierno, y cuando llega dice que va a su casa un momento a coger una manta.
Las puertas del coche se abrieron y bajaron dos oficiales del cercano aeropuerto de la Infantería de Marina. La pulcritud de sus uniformes daba a entender que ambos estaban en activo y habían tenido que salir en misión oficial.
Mientras el primero subía los escalones del porche y llamaba a la puerta, el otro, que llevaba una gruesa carpeta negra, inspeccionó el garaje. Había allí rastros de tiempos más felices: una canasta de baloncesto encima de la puerta y bicicletas perfectamente aparcadas.
La puerta principal se abrió, pero con la cadena de seguridad puesto. Por la rendija asomó una atractiva cuarentona que les miró atentamente. Sabía que este momento tenía que llegar; había pasado los dos últimos años temiendo y a la vez deseando que llegara. Ahora ya estaban allí y los odiaba. Significaba que había perdido la batalla por la vida de su marido.
—¿La señora O’Neil?— preguntó el primer oficial.
La puerta se cerró de golpe. Los oficiales se miraron entre sí; estaban a punto de volver a llamar, cuando se abrió de nuevo. Sarah O’Neil, con la bata todavía puesta y el pelo revuelto, examinó fríamente a los oficiales. Sus años de maestra de escuela la habían enseñado a fulminar con la mirada a los jóvenes, la margen de su edad y su inocencia. Pero un instante después, su expresión de dureza empezó a ceder el paso a otra de dolor.
—Hagan el favor de limpiarse los pies —dijo y desapareció por el pasillo de la cocina. Los militares obedecieron y entraron en la casa. La sala de estar, decorada casi exclusivamente en tonos blancos, parecía el santuario de la pulcritud. Desgraciadamente, no había en ella lo que aquellos hombres estaban buscando.
—Señora O’Neil, ¿está en casa su marido? —preguntó el primer oficial.
Desde la cocina llegó el sonido de algo que se estaba cortando sobre una tajo de madera.
—Sí —respondió ella.
Después de otro incómodo momento, el mismo oficial preguntó al vacío:
—Señora, ¿podemos hablar con él?
—Pueden intentarlo. La última puerta al final del pasillo —dijo y continuó cortando.
Al cruzar el salón, pasaron junto a un montón de fotografías perfectamente ordenadas, cada una con su marco correspondiente. El oficial más joven tomó una de ellas: varias personas en una fiesta al aire libre, en un patio, poniendo caras raras ante la cámara. El brusco contraste entre la explosión de vida de la foto y la ausencia de ellas en la habitación era espantoso. El militar volvió a depositar cuidadosamente el marco y continuó su camino.
Al final del pasillo encontraron una puerta abierta que daba a otra habitación ordenada. Era la habitación de un adolescente, a juzgar por los trofeos deportivos y el enorme cartel de una pista de patinaje. Fue aquí donde los oficiales encontraron lo que estaban buscando. Sentado en un sillón, mirando por la ventana el patio trasero de la casa, había un hombre descalzo, sin camisa y sin afeitar, y sin más ropa que unos vaqueros. El pelo grasiento le colgaba hasta el cuello. Un momento antes había estado jugando con una pistola, ensayando la mejor forma de volarse los sesos, aunque no había tenido valor para apretar el gatillo. Pero cuando oyó voces en el salón, guardó el arma en el primer cajón de la mesa.
Al entrar, el oficial más joven sonrió vagamente antes de detenerse. Por el camino, su compañero le había contado más de una docena de anécdotas sobre lo implacable y hábil que había sido siempre O’Neil antes de todo aquel lío. Y allí estaba. Allí estaba aquel fulano de pelo largo, de ojos vidriosos y musculosos como un botijo que parecía estar drogado. ¿Qué clase de secreto militar podía estar relacionado con aquella ruina de hombre?
El oficial que llevaba la carpeta se adelantó rápidamente.
—Perdone, coronel O’Neil. Nos envía el general West.
Tras una larga pausa, el hombre del sillón giró la cabeza y los miró. Sus ojos estaban tan muertos que daba la sensación de no saber quién había entrado en la habitación.
El oficial de más edad pensó que lo mejor era repetir la presentación.
—Señor, venimos de parte del general West.
El coronel les indicó con un breve ademán que tomaran asiento y continuaran.
Sarah salió al recibidor y vio que no habían cerrado la puerta. Aspiró profundamente y fue hacia el armario de la entrada, fingiendo que buscaba algo. Oyó hablar a su marido.
—… años, así que ni siquiera están seguros de si esa amenaza existe realmente.
—Como ya he dicho, señor, todo lo que sabemos está en este informe.
O’Neil se sentía cada vez más incómodo con aquellos dos. Procedían del mismo despacho que le había apartado a él del servicio.
—¿Todavía preocupa que yo sea persona inestable? ¿No han leído los informes de mi destitución?
El oficial de más edad dudó unos instantes antes de decidirse a poner las cartas sobre la mesa y se adelantó como para recalcar la seriedad de sus intenciones. No estaba seguro de la reacción de O’Neil ante lo que iba a decirle a continuación.
—Creo que no entiende, señor. No le queremos para este proyecto a pesar de su situación, sino precisamente a causa de la misma.
O’Neil se quedó de piedra. No daba crédito a la increíble arrogancia que suponía trasladarse hasta su casa, sabiendo en qué condiciones estaba, para decirle casi descaradamente que querían aprovecharse de su debilidad. Estaba aturdido.
Levantó la vista hacia el recibidor y vio que Sarah estaba oyendo todo y de repente tuvo miedo. Giró la cabeza, sus ojos se encontraron con los de su marido y en ese instante el oficial más joven se puso de pie rápidamente y cerró la puerta de golpe.
En cuanto se quedó sola, el mundo se le vino encima. Estaba segura de que los dos hombres estaban allí para proponer a Jack alguna misión suicida. Sabía que cuanto más peligrosa fuera, más posibilidades había de que él aceptara. Y dada su habilidad para crear «accidentes», no volvería a verlo nunca más. Empezó a imaginar el último y horrible capítulo de su matrimonio: ella sentada en casa esperando que sonara le teléfono para que algún oficial subalterno le dijera con voz tranquila que Jack había muerto.
Cerró el armario y fue a la sala de estar, deteniéndose para enderezar la fotografía. Se sentó en el sofá y echó un vistazo a la habitación, atreviéndose a preguntarse por primera vez si no sería mejor que Jack se fuera. Sabía que eso era lo que Jack quería. Había luchado lo indecible para salvarle, pero tal vez hubiera llegado el momento de admitir al derrota y dejarle marchar. Sintió el conocido dolor en el pecho, la sensación que le trasmitía el corazón cada vez que estaba a punto de detenerse.
Veinte minutos después, Sarah espiaba por entre las cortinas de la cocina a los oficiales que regresaban al coche sin la carpeta con que habían llegado. Cuando se fueron, se dirigió a la parte trasera de la casa, donde oyó correr el agua de la ducha.
Abrió la puerta del dormitorio y vio algo que le llenó los ojos de lágrimas casi al instante. Extendido sobre la cama estaba el uniforme de su marido, impecablemente planchado. Junto a él, la carpeta negra que le habían entregado los oficiales.
Descifrar Creek Mountain
Haciendo eses por una carretera de dos carriles y muchas curvas en plenas Montañas Rocosas de Colorado, Daniel, que nunca había sido buen conductor, tenía que consultar el mapa cada vez que veía un desvío. Y por si esto no fuera bastante peligroso, no paraba de estornudar. Por encima de su hombro derecho veía el asiento trasero inundado de pañuelos de papel empapados.
Finalmente, después de invertir cuatro días en un viaje que podía haber hecho en treinta y seis horas, vio el cartel.
C
REEK
M
OUNTAIN
.Zona Reservada, Gobierno de EE.UU.
El coche, un robusto Dodge Charger del 68 que olía a aceite quemado y echaba humo, y que llevaba siempre en el radiocasete de ocho pistas una cinta de los grandes éxitos de Elvis, se introdujo en el desvío de entrada y subió por la cuesta flanqueada de árboles. Cuando vio a los soldados de la puerta, sintió tal alivio que tocó el claxon y los saludó con la mano.
Al llegar a la garita vio a dos infantes de Marina con cara de pocos amigos y la mano en la pistolera. Uno se acercó al coche.
—Soy Daniel Jackson —dijo el conductor, como si le estuvieran esperando—. Creí que no lo conseguía.
—Identifíquese, por favor…
Daniel cogió algo del asiento con brusquedad y, antes de que los soldados tuvieran tiempo de desenfundar el arma, estornudó encima del objeto y lo tiró al asiento trasero. Entregó al guardia el montón de papeles que le había dado Catherine y, mientras el soldado los examinaba, volvió a estornudar.
—Ha pillado usted un buen constipado, doctor Jackson —apuntó el militar, inspeccionando el sucio interior del vehículo.
—¿Constipado? Que va. Es alergia. Me pasa siempre que viajo.
Cuando levantaron la barrera y le indicaron por señas que entrara, Daniel remontó la última cuesta hasta llegar a una pequeña explanada donde esperaba encontrar los edificios metálicos, los vehículos todoterreno y la artillería pesada que asociaba con la expresión «base militar». Pero sólo vio poco más de veinte coches civiles aparcados cerca de la boca de una cueva abierta en la ladera de una montaña. La única indicación de que aquello era realmente una zona militar era un grupo de infantes de Marina que hacía instrucción en un claro del pinar. Daniel encontró un hueco para aparcar y giró la llave de contacto, aunque el motor continuó resoplando mientras bajaba del coche y abría el maletero. El motor se detuvo finalmente con un estruendoso petardeo.
El militar que dirigía la instrucción se acercó a paso ligero mientras Daniel sacaba del portaequipajes una bolsa de libros de buen tamaño.
—¿Daniel Jackson? —le preguntó, todo sudoroso. Pero antes de que el fatigado arqueólogo pudiera responder, el musculoso militar el había cogido la mano y le estaba dando un vigoroso apretón.
—Soy Kawalsky, el teniente Adam Kawalsky. ¿Dónde se había metido? La doctora Langford creía ya que había cambiado usted de idea.
—Decidí venir en coche, pero he tardado más de lo previsto. —El militar medía más de un metro ochenta, le goteaba sudor de la cara y era demasiado amable para el gusto de Daniel—. Entonces, ¿esto es una base militar?
—No estoy autorizado para hablar de eso —fue la respuesta automática del militar.
Daniel tuvo que sonreír a pesar suyo.
—No, en serio, ¿es un campo para especialistas del ejército, una cueva de eminencias grises?
—Ignoro qué margen de confianza tiene usted, señor, y hasta que lo sepa, no puedo hablar de ese asunto.
Tras dirigir al militar una mirada de circunstancias, Daniel reanudó la tarea de sacar los libros del maletero, ahora con el inconveniente adicional de tener un mirón al lado.