—¿Cómo va la cura de adelgazamiento del primer ministro?
—Nada bien, ha sido aplazada por tiempo indefinido. Pero allí ha estado otro que ha comido aún menos.
Los chismes de la abuela con la nueva ama de llaves de Harpsund no le interesaban en absoluto, pero preguntó educadamente.
—Sí, ¿quién?
—Ese ministro que dimitió, Christer Lundgren. Llegó un día antes de que todo se hiciera público y se quedó una semana. Todos los periodistas le buscaron, pero nadie lo encontró.
Annika se rió.
—¡Vaya! ¡Estabas en el centro de los acontecimientos!
Rieron juntas, la bola en el pecho de Annika se deshizo lentamente y se esfumó.
—Gracias, abuela —dijo con un hilo de voz.
—Ven a verme si te sientes mal.Whiskaste echa de menos.
—No lo creo —repuso Annika—, de la forma en que lo mimas. ¡Dale un besito de mi parte!
El calor del cariño de la abuela permaneció después de colgar, sin embargo, las lágrimas volvieron a brotar. Tristes pero no desesperadas, a borbotones pero, no obstante, ligeras.
Cuando el teléfono sonó, la aguda señal la hizo sobresaltarse.
—Vaya, ya has regresado. ¡Joder has estado mucho tiempo fuera! ¿Qué tal?
Annika se secó la cara con el dorso de la mano.
—Bien, muy bien. Turquía es maravillosa.
—Te creo —replicó Anne Snapphane—. Quizá debería ir. ¿Cómo está la sanidad?
Annika no pudo contenerse, se echó a reír antes de poder pensar. Anne Snapphane la llamaba a pesar de todo lo ocurrido.
—Tienen clínicas especiales para los hipocondríacos —informó Annika—. Tomografia de desayuno, Prozac con el café y antibióticos con el almuerzo.
—No suena mal, ¿cuáles son los niveles de gas radón de los edificios? ¿Y dónde estuviste?
Annika volvió a reír.
—En un gueto turístico a medio construir a veinte kilómetros de Antalya —contestó—, lleno de alemanes. Luego me fui a Estambul y viví en casa de una mujer que conocí en el autobús, trabajé durante una semana en su hotel. Luego estuve en Ankara, es mucho más moderna...
Un suave cosquilleo se extendió por todo su cuerpo e hizo que sus piernas se suavizaran y relajaran.
—¿Y allí dónde viviste?
—Llegué tarde, por la noche, la estación de autobuses estaba bastante revuelta. Me metí en el primer taxi que vi y dije «Hotel International». Había un hotel con ese nombre, los empleados eran simpatiquísimos.
—¿Y dormiste en una suite aunque sólo pagaste el precio de una habitación sencilla? —preguntó Anne Snapphane.
Annika se sorprendió.
—¿Cómo lo has sabido?
Anne Snapphane rió.
—Has nacido con suerte, ¿lo sabías?
Rieron al unísono, conscientes de su afinidad. El silencio que siguió fue cálido y poroso.
—¿Estás libre? —preguntó Annika.
—Yes,acabé anteayer. El doce comienza el programa de televisión con una especie de preludio otoñal. ¿Qué vas a hacer ahora?
Annika resopló, la bola de angustia volvió a adquirir contornos.
—No lo sé, no he pensado mucho. Siempre puedo volver a trabajar en el hotel de Estambul, necesitan camareras y personal de cocina.
—Vente a Piteå —dijo Anne Snapphane—. Había pensado en volar esta tarde.
Annika volvió a reír.
—No, gracias, acabo de pasar el último día cambiando de asiento en el avión.
—Entonces ya estás acostumbrada. Venga, ¿has estado alguna vez por encima del Klarälven?
—Apenas he deshecho las maletas —repuso Annika.
—Mejor. Mis padres tienen una casa grande en Pitholm, hay sitio para ti. Puedes volver a casa mañana si quieres.
Annika observó el desconsolador montón de ropa húmeda y se decidió.
—¿Cuándo hay plazas libres?
Después de colgar se dirigió apresuradamente a su dormitorio y buscó el viejo bolso del periódico. Metió en él dos pares de bragas, una camiseta y cogió el neceser del suelo del salón.
Antes de bajar a encontrarse con Anne Snapphant en Kungsholmstorg buscó un trapo y secó el agua de lluvia debajo de la ventana.
Annika miró a su alrededor desilusionada.
—¿Dónde están las montañas? —preguntó.
—No seas tan capitalina, ¡cojones! —repuso Anne Snapphane—. Esto es la costa. La Riviera de Norrland. Venga, el taxi nos espera allí.
Caminaron por la pista de asfalto que circundaba el aeropuerto de Kallax. Annika dejó que la mirada recorriese el entorno, abundaban las coníferas y el paisaje era plano. El sol brillaba en un cielo casi despejado. Hacía mucho frío, por lo menos para alguien recién llegado de Turquía. Un avión Viggen pasó retumbando por encina de sus cabezas.
—F21 —explicó Anne Snapphane, y metió las maletas en el portaequipajes del taxi—. Kallax también es aeropuerto militar. Aquí aprendí a lanzarme en paracaídas.
Annika colocó su bolsa sobre las rodillas. Dos hombres trajeados también se apretujaron en el coche, inmediatamente se dirigieron hacia Piteå.
Pasaron por pequeñas aldeas, campos de labranza con heniles cuyas paredes parecían desgastadas pero, durante casi todo el trayecto a lo largo de la E4, se vieron rodeadas por un bosque espeso, en el que las hojas habían comenzado a brillar con colores otoñales aun cuando acababa de empezar septiembre.
—¿Cuándo llega el invierno? —preguntó Annika.
—Yo me saqué el carné de conducir el siete de octubre, dos días después hubo una tormenta de nieve. Acabé accidentada en un dique —dijo Anne Snapphane.
Se detuvieron en el cruce de Norrfjärden y se apeó uno de los hombres de traje.
Veinte minutos después Annika y Anne se bajaron en la estación de autobuses en el centro de Piteå.
—Se parece a Katrineholm —dijo Annika—. Gobiernan los socialistas, ¿verdad?
—Estás en Norrbotten, cariño —replicó Anne Snapphane—. ¿Tú qué crees?
Guardaron las maletas de Anne en una taquilla dentro de la sala de espera.
—Mi padre nos recogerá dentro de una hora, ¿vamos a tomar algo?
En la pastelería Ekberg de Storgatan, Annika se tomó un sándwich de gambas. Había recuperado el apetito.
—Esto ha sido una buena idea.
—¿No has tenido problemas de abstinencia? —preguntó Anne Snapphane.
Annika la miró sorprendida.
—¿De qué?
—La vida. Las noticias. El ministro.
Annika cortó un buen trozo del sandwich de gambas.
—Me cago en el periodismo —contestó secamente.
—¿No quieres saber qué ha pasado?
Annika negó con un gesto y masticó frenética.
—Okey—repuso Anne Snapphane—. ¿Por qué te llamas Bengtzon con z?
Annika se encogió de hombros.
—Lo cierto es que no lo sé. Gottfried, el abuelo de mi abuelo, llegó a Hälleforsnäs a finales de 1850. Lasse Celsing, dueño de una fundición, había instalado un nuevo martillo pilón y la ocupación de mi antepasado era vigilarlo. Un primo intentó investigar a la familia, fue una mierda. Al llegar a Gottfried se estancó. Nadie sabe de dónde procedía, quizá fuera alemán o checo. Al parecer se registró en los legajos como Bengtzon.
Anne Snapphane le dio un soberbio bocado a su pastel de patata.
—Que poco dramático. ¿Y tu madre?
—Ella viene de la familia más antigua de fundidores de Hälleforsnäs. Tengo los altos hornos prácticamente estampados en la frente. ¿Y tú? ¿Cómo te puedes llamar Snapphane y ser de Lappland?
Anne Snapphane suspiró y lamió la cucharilla.
—Te he dicho que esto es la costa. Todos los de aquí arriba, menos los lapones, vienen de alguna otra parte. Eran madereros, peones camineros, había valones y algunos aventureros. Según el mito familiar, Snapphane se utilizó por primera vez como un improperio contra un ladronzuelo danés antepasado nuestro, que fue ahorcado por robo en el patíbulo a las afueras de Norrfjärden, alrededor del siglo XVIII. Como castigo también llamaron a sus hijos Snapphane, a ellos tampoco les fue mejor. Los altos hornos en la frente, sí, gracias. El símbolo de mi familia es una horca.
Annika esbozó una sonrisa y se comió el último trozo de bocadillo.
—Es una buena historia —dijo ella.
—Seguramente no haya ni una palabra de verdad en ella —apuntó Anne—. ¿Nos vamos?
El padre de Anne se llamaba Hans, conducía un Volvo y parecía realmente contento de conocer a una de las colegas de Anne en Estocolmo.
—Aquí hay muchas cosas que ver —informó entusiasmado mientras el coche se deslizaba lentamente por Sundsgatan—. Por ejemplo, Storfors, Eliasgrottan, la fábrica de curtidos de Böleby, el museo rural de Grans y también Altersbruk, una vieja acería con lago y molino...
—Venga, papá —replicó Anne Snapphane algo embarazada—. Annika ha venido a visitarme. Suenas como el peor guía turístico de la ciudad.
Hasse Snapphane no se enfadó.
—Si quieres ir a alguna parte sólo tienes que pedírmelo —dijo alegremente, y miró a Annika a través del espejo retrovisor.
Annika asintió, miró a través de la ventanilla. Vislumbró un pequeño canal y, enseguida, abandonaron el centro.
Piteå. Aquí era donde vivía el hombre que llamó por «Escalofríos» el día queStudio sexdescubrió que Christer Lundgren había estado en un club de alterne. Casado con la prima del ministro, ¿no era así?
Cogió el bolso instintivamente y rebuscó en el fondo,yes!Ahí seguía el cuaderno, lo hojeó hasta el final.
—Roger Sundström —leyó ella—. De Piteå, ¿lo conoce?
El padre de Anne dobló a la izquierda en una rotonda y pensó en voz alta.
—Sundström, Roger Sundström, ¿en qué trabaja?
—No lo sé —respondió Annika y hojeó—. Aquí está, su mujer se llama Britt-Inger.
—Aquí arriba todas las esposas se llaman Britt-Inger —replicó Hasse Snapphane—. Lo siento, pero no puedo ayudarte.
—¿Por qué preguntas? —inquirió Anne.
—Un tal Roger Sundström me dio una extraña información sobre el ministro de Comercio Exterior la noche anterior a su dimisión.
—Sé de alguien que ya no está interesada lo más mínimo en el periodismo —dijo Anne Snapphane dulcemente.
Annika guardó el bloc en el bolso y lo colocó en el suelo.
—Yo también.
La casa de los padres de Anne Snapphane se encontraba en Oli-Jansgata en Pitholm. Era grande y moderna.
—Vosotras, chicas, podéis coger el piso de arriba —informó el padre—. Yo voy a preparar algo de cenar, Britt-Inger trabaja esta noche.
Annika miró interrogante a Anne.
—Mi madre —repuso—. No era una broma.
El piso de arriba era amplio y luminoso. A la izquierda, junto a la ventana, se veían una mesa, un ordenador, una impresora y un escáner. A la derecha estaban los dos cuartos de invitados, cada una cogió el suyo.
Mientras Hasse calentaba unos restos de comida, ellas echaron un vistazo a los antiguos elepés de Anne que estaban en la mesa del estéreo en el salón del piso de abajo.
—¡Joder! ¿Tienes éste? —preguntó Annika sorprendida y cogió el disco de Jim Steiman en solitarioBad for good.
—Es una rareza —repuso Anne Snapphane.
—No conozco a nadie aparte de mí que conozca este disco —apuntó Annika.
—Es increíble —dijo Anne—. ¿Sabías que volvió a utilizar cosas de este disco tanto paraMeat Loafcomo paraStreets of Fire?
—Sí —contestó Annika y estudió la parte trasera de la carpeta—. El estribillo de la canción que da título al discoI’ll be bad for good,en la película ha cambiado porWe're going nowhere fast.
—Sí —asintió Anne Snapphane—, yLove and death and an American guitarestán en la introducción de «Pedazo de carne»Back to hell,pero ahí se llamaWasted youth.
—El viejo Jim es genuinamente total —dijo Annika.
—Casi un dios —replicó Anne.
Permanecieron sentadas en silencio un momento y reflexionaron sobre la grandeza de Jim Steinman.
—¿Tienes algún disco de Bonnie Tyler? —inquirió Annika.
—Claro. ¿Cuál quieres?Secret dreams and forbidden fire?
Anne colocó la aguja sobre el vinilo, ambas cantaron con la música. Hasse entró y bajó el volumen con cuidado.
—Ésta es una zona residencial —dijo—. ¿Ha comidopaltalguna vez?
—No —contestó Annika.
Una vez en la mesa, comprobó que sabía bastante bien y estaba frito como elkroppkakor.
—¿Quieres ir al cine? —preguntó Anne Snapphane después de que el lavavajillas se pusiera a rugir.
—¿Tenéis de eso? —contestó Annika sorprendida.
Anne miró a su padre inquisitivamente.
—¿Todavía queda algún cine?
El padre se encogió de hombros tras el periódico vespertino.
—Lo siento —repuso él—. No lo sé.
—¿Me puedes dejar la guía de teléfonos? —pidió Annika.
—Arriba junto al ordenador —contestó Hasse Snapphane.
Había dos Roger Sundström, uno cuya mujer se llamaba Britt-Inger. Vivían en Solandergatan.
—Djupviken —dijo Anne Snapphane—. Al otro lado de la ciudad.
—¿Nos damos un paseo? —preguntó Annika.
El sol había comenzado a ocultarse tras la fábrica de papel. Caminaron por Strömnäs y torcieron por la zona de Nolia, detrás de la Casa del Pueblo. La casa de la familia Sundström constaba de una sola planta y sótano. De ladrillo amarillo, parecía construida en los años sesenta. Annika oyó voces de niños cantando.
—Haz lo que quieras —anunció Anne—.I'm just for the ride.
Annika llamó a la puerta, Roger Sundström estaba en casa. El hombre se quedó receloso y sorprendido cuando Annika se presentó.
—No he podido dejar de pensar en lo que me contaste —dijo Annika—. He venido a Piteå a visitar a mi buena amiga Anne, y aquí estoy.
Los chicos, un niño y una niña, acudieron al recibidor llenos de curiosidad y se escondieron tras las piernas de su padre.
—Venga, entrad y poneos el pijama —ordenó el hombre e intentó dirigir a los niños hacia una habitación que había a la izquierda.
—¿Cantaremos luego?
—Sí, sí, pero primero lavaos los dientes.
—¿Podemos pasar? —preguntó Annika.
El hombre dudó un instante, pero luego las acompañó al salón: sofá de cuero en la esquina, mesa de cristal y figuritas de porcelana en la librería.
—Mi mujer, Britt-Inger, está en un cursillo nocturno —informó.
—Qué bonito está todo —dijo Anne Snapphane con un deje de Norrland más pronunciado que de costumbre.
—¿En realidad qué queréis? —preguntó Roger Sundström y se dejó caer en un sillón de felpa.