El vapor más majestuoso del Misisipi surca un río de sangre...
En 1857, la cuenca del Misisipi bulle de actividad: los vapores señorean sus aguas en feroz competencia. Cuando Joshua York le ofrece sacar a flote su naviera a cambio de unas pocas condiciones, sencillas aunque misteriosas, el capitán Marsh ve realizado su sueño: ser el patrón del vapor más rápido del río. Pero los sueños de ambos se verán infiltrados por una pesadilla que anegará de sangre los fondeaderos.
Para su segunda novela en solitario, George R. R. Martin eligió el Misisipi de Mark Twain como escenario histórico de la que ha llegado a consagrarse como una de las novelas de vampiros más celebradas de todos los tiempos. Una atmósfera sobrecogedora construida con maestría, la recreación impecable del marco histórico y un tratamiento del monstruo cercano a la ciencia ficción que remite al mismísimo Stoker han convertido Sueño del Fevre en otra novela de referencia de un escritor tan rotundo como polivalente.
George R.R. Martin
Sueño del Fevre
ePUB v1.3
Batera17.06.11
Título original:
Fevre Dream
Geroge R.R. Martin, 1982
Traducción: Hernán Sabaté
ISBN: 84-7002-357-8
Editor original: Batera (v1.0 a v1.3)
Corrección de erratas: Batera, evilZnake
ePub base v2.0
A falta de romanos, de Cruzadas, de Edad Media, de Renacimiento y de Ilustración europea, cuando los escritores estadounidenses buscan un marco histórico, capaz de dar profundidad y contraste casi a cualquier tipo de relato, eligen el Antebellum sudista. Del latín, «antes de la guerra»: los años que van desde la independencia estadounidense hasta el inicio de la guerra de Secesión, en 1861. Es la era de la máquina de vapor, que transforma un continente salvaje al tiempo que crece la distancia económica e ideológica entre dos formas de ver el mundo: el Norte abolicionista, que vive del comercio y las fábricas; el Sur esclavista, que vive de la mano de obra negra y del blanco algodón. El destino del Antebellum y su inevitable desenlace fue como el de una falla sísmica: dos enormes placas tectónicas que chocan bajo la superficie, acumulando grandes cantidades de energía de forma silenciosa, hasta que un día esa fuerza se libera y provoca el terremoto: la guerra civil.
En ese lugar y en ese tiempo, el Sur esclavista de los años previos a la guerra de Secesión, se encuentra el mundo que escoge George R. R. Martin para una obra tan deliciosa como un cuello palpitante. No desvelo nada que estropee la trama:
Sueño del Fevre
es una novela de vampiros, sí. Aunque quedarse en eso sería tan simple como definir
Lo que el viento se llevó
como una historia romántica o
Las aventuras de Tom Sawyer
como una novela juvenil. Martin vertebra su narración alrededor del mismo Misisipi que hizo aún más grande Mark Twain, un río que disuelve los cascos de los buques en pocos años, casi a la misma velocidad a la que devora a las personas. Es el sitio ideal para contar una historia sobre la pugna entre la tecnología y lo animal, entre el logos y el mito, que es la esencia de las buenas novelas de vampiros desde el Drácula de Stoker.
La trama toma el Misisipi a bordo del
Sueño del Fevre
, un barco lujoso, el más rápido, el más bello. En él, como si fuese una reproducción a escala de la sociedad sudista, conviven los pasajeros de cubierta, apiñados sin derecho a cama a cambio de un dólar por el trayecto, con los ricos que viajan a todo lujo, como si nunca hubiesen salido del mejor hotel de Nueva Orleans. Los pasajeros notables emulan las formas y los gustos de la aristocracia del viejo mundo; hay arañas de cristal, terciopelos y hasta un piano de cola a bordo. Pero, probablemente, si un hipotético noble de París hubiese visitado alguno de esos lujosos vapores, su impresión no habría sido muy distinta de la que hoy provocan los hoteles de Las Vegas a un turista europeo.
Sobre esos dos mundos, el de los ricos terratenientes que emulan a la vieja Europa frente al de los esclavos negros traídos de África, Martin construye una nueva casta, la de los vampiros, que en el fondo reproduce la misma relación vertical. En la novela, los negros son a los blancos sudistas lo que los blancos a los bebedores de sangre. «Su nación está dividida por la cuestión de la esclavitud, una esclavitud que basan en el color de la piel», dice Julian, uno de los vampiros. «Imagínese que pudiera poner fin a eso, que pudiera hacer que todos los blancos se volvieran al instante negros como el carbón. ¿Lo haría?» Julian se burla y saca a la luz esas contradicciones: «Hasta sus abolicionistas reconocen que los de piel oscura son inferiores. No tolerarían que un esclavo se hiciera pasar por blanco y les repugnaría que un blanco bebiera una pócima para volverse negro».
Las mismas contradicciones infectan a los vampiros. «Yo me alimento del ganado, no huyo de él», afirma también Julian en otro pasaje. Habla de sus víctimas eliminando su condición humana, con la misma indiferencia con que el esclavista subasta a una atractiva mulata y la desnuda ante los compradores, como si enseñase los dientes de un caballo para demostrar que el animal vale todo lo que cuesta. Al mismo tiempo, la admisión de que pueda ser necesario huir del «ganado» contrasta con la propia fanfarronería de la frase; desvela otra realidad y un miedo siempre presente: que los esclavos, como los humanos, son muchos más, que son mayoría. Que nada podría frenarlos si llegara el día en que se rebelaran contra los abusos de sus amos.
Pero el gran paralelismo que dibuja Martin sobre la esclavitud y los vampiros cobra especial relevancia en el papel del cómplice necesario, del esclavo con látigo. De hecho, este personaje y sus conflictos morales son los verdaderos protagonistas de
Sueño del Fevre
. Su suerte, sus deseos y su evolución, como en todos los personajes de las novelas de George R. R. Martin, siempre acaban siendo extraordinariamente coherentes y deliciosamente impredecibles.
I
GNACIO
E
SCOLAR
Para Howard Waldorp,
todo un escritor, todo un amigo,
y un febril soñador donde los haya.
Con gesto displicente, Abner Marsh dio unos golpecitos con la empuñadura de su bastón de paseo, de madera noble, sobre el mostrador de recepción para avisar de su presencia al encargado.
—He venido a ver a un hombre llamado York —dijo—. Joshua York, creo que se llama. ¿Sabe si hay alguien aquí con ese nombre?
El empleado del hotel era una persona ya mayor, con gafas. Dio un salto al oír los golpecitos, se volvió, miró a Marsh y sonrió.
—¡Vaya, si es el capitán Marsh! —dijo en tono amistoso—. Llevaba medio año sin verle, capitán. Me enteré de su desgracia. Terrible, sencillamente terrible. Llevo aquí desde el treinta y seis y nunca había visto una helada parecida.
—No me la mencione —respondió Abner Marsh, disgustado.
Ya había previsto aquellos comentarios. El «Albergue de los Plantadores» era un local popular entre los hombres dedicados a la navegación. El propio Marsh había cenado allí regularmente antes de aquel terrible invierno. Sin embargo, desde la gran helada no había vuelto a acercarse, y no sólo por los precios. Por mucho que le gustara la comida del Albergue, no deseaba aquel tipo de compañía: pilotos, capitanes y ayudantes, hombres del río, viejos amigos y viejos rivales, y todos conocían su desgracia. Abner no quería la compasión de nadie.
—Limítate a decirme cuál es la habitación de York —le dijo al empleado en tono perentorio.
El hombre bamboleó la cabeza, nervioso.
—El señor York no está en su habitación, capitán. Lo encontrará en el comedor, terminando de almorzar.
—¿Ahora? ¿A esta hora? —dijo Marsh alzando la mirada hacia el adornado reloj del hotel. A continuación, se desabrochó los botones metálicos de su tabardo y sacó su propio reloj de oro de bolsillo—. Pasan diez minutos de medianoche —dijo, incrédulo—. ¿Has dicho almorzar?
—Sí, capitán. El señor York fija sus horarios, y no es hombre al que se pueda decir que no.
Abner Marsh se aclaró la garganta, devolvió el reloj al bolsillo y dio media vuelta sin más palabras, cruzando el vestíbulo ricamente decorado con pasos largos y fuertes. Era un hombre corpulento e impaciente, y no estaba acostumbrado a reuniones de negocios a medianoche. Llevaba el bastón con un ademán triunfal, como si nunca hubiera sufrido un infortunio y todavía fuera el que en otro tiempo fue.
El comedor era casi tan grande y ampuloso como el salón principal de un vapor de gran tamaño, con arañas de cristal tallado, apliques de bronce bruñido. Las mesas estaban cubiertas de manteles de lino fino y la mejor porcelana y cristalería. Durante las horas normales, se sentaban a ellas viajeros y hombres de los vapores, pero ahora la sala estaba vacía y la mayoría de las luces apagadas. Quizá tuvieran algo de bueno aquellas reuniones a medianoche, después de todo, pensó Marsh; al menos, no tendría que soportar condolencias. Cerca de la puerta de la cocina, dos camareros negros hablaban en voz baja. Marsh los ignoró y se encaminó al extremo opuesto del comedor, donde un desconocido muy bien vestido comía a solas en una mesa.
El hombre debió oírle llegar, pero no alzó la mirada. Estaba ocupado en paladear una cucharada de sopa de tortuga contenida en un recipiente de porcelana. El corte de su traje negro indicaba claramente que no era un hombre del río, sino del Este, o quizás extranjero. Era corpulento, apreció Marsh, aunque bastante menos que él. Sentado, daba la impresión de ser muy alto, pero no tenía la robustez de Marsh. Al principio, el capitán creyó que York era un anciano, pues tenía el cabello blanco. Sin embargo, al aproximarse más, vio que no eran canas, sino cabellos de un rubio muy claro; y, de repente, el desconocido tomó un aspecto casi juvenil. York llevaba el rostro totalmente afeitado, sin rastro de bigote o patillas en su rostro largo y frío. Tenía la piel casi tan blanca como el cabello y sus manos parecían de mujer. Esta fue la apreciación de Marsh mientras permanecía en pie frente a la mesa.
Dio un golpecito con el bastón en la mesa. El mantel amortiguó el sonido y lo convirtió en una suave llamada de atención.
—¿Es usted Joshua York? —dijo Abner al fin.
York alzó la mirada y sus miradas se encontraron.
Abner Marsh recordaría ese momento hasta el fin de sus días, recordaría aquella primera mirada a los ojos de Joshua York. Todos sus pensamientos, todo lo que había proyectado decir, quedaron engullidos por la vorágine de la mirada de York. Joven y anciano, distinguido y extranjero, toda valoración desapareció al instante y sólo existió York, el hombre en sí, su poder, su intensidad, su ensueño.
Los ojos de York eran grises, sorprendentemente oscuros en la palidez de su rostro. Sus pupilas eran como cabezas de aguja, de un negro ardiente, y atravesaron a Marsh, llegando hasta lo más hondo de su alma. El gris que rodeaba las pupilas parecía vivo, móvil, como la niebla del río en una noche oscura, cuando las riberas se difuminan y las luces se desvanecen y no hay en el mundo más que el barco, el río y la niebla. En esas nieblas, Abner Marsh veía cosas, tenía visiones que duraban unos instantes y después desaparecían. Había una inteligencia fría observando a través de aquellas nieblas. Pero también había algo bestial, oscuro y temible, encadenado y furioso, irritado con la niebla. La risa, la soledad y un cruel apasionamiento. York tenía todo aquello en sus ojos.