Sunset Park (11 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Otros, #Drama

BOOK: Sunset Park
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Más detalles, más pequeñas cosas: Virginia Mayo quitándose las pestañas postizas; el repulsivo señor Thorpe vaporizándose la ventana izquierda de la nariz; Myrna Loy intentando besar al dormido Fredric March, que en respuesta casi le da un puñetazo; el estrangulado sollozo de la madre de Harold Russell al ver por primera vez los ganchos ortopédicos de su hijo; Dana Andrews metiéndose la mano en el bolsillo en busca del fajo de billetes cuando Teresa Wright lo despierta, sugiriendo con un rápido e instintivo movimiento las muchas noches que debe de haber pasado con mujeres de mala vida en ultramar; Myrna Loy poniendo flores en la bandeja del desayuno de su marido, para luego decidir quitarlas; Dana Andrews cogiendo la fotografía de la cena en el club de campo, rompiéndola por la mitad para conservar la imagen de Teresa Wright sentada a su lado, y luego, tras una breve vacilación, rompiendo también esa mitad; Harold Russell tartamudeando y equivocándose al decir sus votos matrimoniales en la escena de la boda al final; el padre de Dana Andrews tratando torpemente de ocultar la botella de ginebra el primer día que su hijo está en casa después de la guerra; un letrero visto por la ventanilla de un taxi que pasa: «¿Se conforma con un perrito caliente?».

Le interesa especialmente la interpretación de Teresa Wright en el papel de Peggy, la joven que se enamora del infelizmente casado Dana Andrews. Quiere saber por qué se siente atraída hacia ese personaje cuando todo apunta a que Peggy es demasiado perfecta para resultar creíble como ser humano —demasiado desenvuelta, bondadosa, guapa, inteligente, una de las encarnaciones más puras de la norteamericana ideal que conozca—, y sin embargo, cada vez que ve la película comprueba que ese personaje la atrae más que ningún otro. En el momento en que Wright hace su aparición en la pantalla, entonces —al principio, cuando su padre, Fredric March, vuelve con Myrna Loy y sus dos hijos— Alice decide rastrear hasta el último matiz del comportamiento de Wright, examinar los mejores aspectos de su interpretación con ánimo de entender por qué ese personaje, que en potencia es el vínculo más débil de la película, acaba dando solidez a la historia. No es la única en pensar eso. Incluso Agee, tan duro en su juicio sobre otros aspectos de la película, manifiesta efusivamente su admiración por el papel de Wright. «Esta nueva interpretación suya, carente por completo de grandes escenas, artificios o truculencias —apenas puede llamarse actuación—, me parece una de las creaciones más sabias y deliciosas que he visto en años».

Inmediatamente después de los dos planos largos de March y Loy abrazándose al fondo del pasillo (uno de los momentos característicos de la película), hay un corte y la cámara enfoca en primer plano a Wright, y justo entonces, en esos pocos segundos en que Peggy ocupa la pantalla ella sola, Alice sabe lo que tiene que buscar. La interpretación de Wright se centra por entero en los ojos y en el rostro. Sólo hay que seguir la mirada y la cara, y el enigma de su maestría queda resuelto, porque son unos ojos insólitamente expresivos, sutil pero vívidamente explícitos, y el rostro registra sus emociones con una autenticidad tan sensible y comedida que no puede pensarse en ella sino en un personaje plenamente encarnado. Mediante los ojos y el rostro, Wright, en su papel de Peggy, es capaz de sacar al exterior lo más íntimo, e incluso cuando está callada, sabemos lo que piensa y siente. Sí, sin duda es el personaje más sano, más impetuoso de la película, pero ¿cómo no reaccionar ante su airada declaración a sus padres sobre Andrews y su mujer, «Voy a romper ese matrimonio», el contrariado desaire que hace a su atractivo galán de la cena cuando intenta besarla, diciéndole «No seas cargante, Woody», o la breve carcajada cómplice que comparte con su madre cuando se dan las buenas noches después de haber acostado a dos hombres borrachos? Eso explica por qué Andrews piensa que deberían fabricarla en serie. Porque es única, y cuánto mejor sería el mundo (¡cuánto mejores serían los hombres!) si hubiera más Peggys andando por ahí.

Hace lo que puede por concentrarse, por mantener los ojos fijos en la pantalla, pero a mitad de la película empieza a distraerse. Mientras observa a Harold Russell, el tercer protagonista masculino junto con March y Andrews, el actor no profesional que perdió las manos en la guerra, se pone a pensar en su tío abuelo Stan, el marido de Caroline, hermana de su abuela, el manco de tupidas cejas Stan Fitzpatrick, veterano del desembarco en Normandía, empinando el codo en fiestas familiares, contando chistes verdes a los hermanos de Alice en el porche de la casa de sus abuelos, uno de los muchos que nunca lograron recobrar la compostura después de la guerra, el hombre con treinta y siete trabajos distintos, el querido tío Stan, muerto hace ya diez años, y las historias que su abuela le ha contado últimamente de cómo «solía zurrar un poco a Caroline», a la ya fallecida Caroline, de cómo la sacudía de tal manera que un día perdió dos dientes, y luego están sus dos abuelos, aún vivos, uno apagándose y el otro lúcido, que combatieron en el Pacífico y Europa cuando eran muy jóvenes, tanto que parecían niños, y aunque ha intentado preguntar al abuelo lúcido, Bill Bergstrom, marido de la abuela que aún vive, nunca le dice mucho, sólo cuenta generalidades muy vagas, sencillamente no le resulta posible hablar de esos años, todos estaban desequilibrados cuando volvieron a casa, mutilados de por vida, y hasta los años de posguerra siguieron formando parte del conflicto, los años de pesadillas y sudores nocturnos, los años de querer atravesar la pared de un puñetazo, de modo que su abuelo le sigue la corriente diciéndole que fue a la universidad aprovechando la ley que ayudaba a los veteranos de guerra, que conoció a su abuela en un autobús y se enamoró de ella a primera vista, tonterías, gilipolleces de principio a fin, pero es uno de esos hombres que no puede hablar, miembro activo de la generación de hombres incapaces de hablar, y por tanto debe acudir a su abuela para que le cuente lo ocurrido, pero su abuela no estuvo en la guerra, no sabe lo que pasó allí y de lo único que puede hablar es de sus tres hermanas y sus maridos, la fallecida Caroline y Stan Fitzpatrick y Annabelle, cuyo marido resultó muerto en Anzio y que luego volvió a casarse con un tal Jim Farnsworth, otro veterano del Pacífico, pero ese matrimonio tampoco duró mucho, su marido le fue infiel, falsificó cheques o participó en una estafa bursátil, los detalles son confusos, pero Farnsworth desapareció mucho antes de que ella naciera, y el único marido que ella conoció fue Mike Meggert, el viajante de comercio, que tampoco hablaba nunca de la guerra, y por último está Gloria, Gloria y Frank Krushniak, el matrimonio con seis hijos, pero la guerra de Frank fue diferente de la de los demás, fingió una discapacidad y no tuvo que prestar servicio, lo que significa que Gloria tampoco tiene nada que decir, y cuando se pone a pensar en esa generación de hombres callados, los niños que crecieron durante la Depresión para ser ya mayores cuando estalló la guerra y convertirse o no en combatientes, no les reprocha que se nieguen a hablar, que no quieran volver al pasado, pero qué curioso resulta, piensa ella, qué incoherencia tan sublime que su propia generación, que no tiene mucho que contar todavía, haya producido hombres que nunca dejan de hablar, personas como Bing, por ejemplo, o como Jake, que se pone a hablar de sí mismo a la menor oportunidad, que tiene opinión sobre todos los temas, que vomita palabras de la mañana a la noche, aunque el hecho de que hable no quiere decir que ella quiera oírle, mientras que en lo que se refiere a los hombres callados, a los viejos, a los que están a punto de desaparecer, daría cualquier cosa por escuchar lo que tuvieran que decir.

ELLEN BRICE

Está de pie en el porche de la casa, mirando entre la niebla. Es un domingo por la mañana y fuera el aire es templado, demasiado cálido para principios de diciembre; da la impresión de ser un día de otra estación u otra latitud, un tiempo húmedo y agradable que le hace pensar en los trópicos. Cuando mira al otro lado de la calle, la niebla es tan espesa que no se ve el cementerio. Qué mañana tan extraña, dice para sí. Las nubes han bajado hasta el suelo y el mundo se ha hecho invisible: lo que no es ni bueno ni malo, concluye, simplemente raro.

Es pronto, las siete y pocos minutos, temprano para un domingo en cualquier caso, y Alice y Bing siguen durmiendo en sus respectivas camas de la planta superior, pero como de costumbre ella está despierta desde las primeras luces, aunque en realidad no puede hablarse de luz en esta mañana gris, saturada de niebla. No recuerda la última vez que logró dormir seis horas enteras, seis horas seguidas sin despertarse por una pesadilla o descubrir que se le habían abierto los ojos al amanecer, y es consciente de que esas alteraciones del sueño son mala señal, un aviso inequívoco de que van a presentarse problemas, pero a pesar de que su madre no se cansa de decírselo, no quiere volver con el tratamiento. Tomarse una de esas pastillas es como ingerir una pequeña dosis de muerte. Una vez que se empieza con esas cosas, la vida diaria se convierte en un régimen anestesiante de olvido y confusión, y no hay momento en que una no se sienta como si tuviera la cabeza rellena de bolas de algodón y tacos de papel. No quiere cerrar las puertas a la vida sólo por seguir viviendo. Quiere tener los sentidos despiertos, pensar cosas que no se le vayan de la cabeza en el momento en que se le ocurran, sentirse viva en todas las circunstancias en que antes se sentía viva. Los ataques de nervios ya están fuera del orden del día. Ya no puede permitirse el lujo de rendirse, pero a pesar de sus esfuerzos por mantenerse firme en el momento presente, en su interior va creciendo de nuevo la presión y empieza a sentir las punzadas del pánico de siempre, el nudo en la garganta, la sangre corriendo con demasiada rapidez por sus venas, el corazón encogido y el frenético ritmo del pulso. Miedo sin objeto, tal como el doctor Burnham se lo describió una vez. No, dice ahora para sí, miedo a morir sin haber vivido.

No hay duda de que venir aquí ha sido un paso acertado, y no lamenta haber dejado el pequeño apartamento de la calle President en Park Slope. Se siente animada por el riesgo que han asumido conjuntamente, y Bing y Alice se han portado muy bien con ella, mostrándole una actitud protectora y generosa, una amistad constante, pero a pesar de que ahora se siente menos sola, ha habido ocasiones, muchas en realidad, en que estar en su compañía no ha servido más que para empeorar las cosas. Cuando vivía sola nunca tenía que compararse con nadie. Su lucha era suya, sus fracasos, también, y podía sufrirlos en los confines de su espacio angosto y solitario. Ahora está rodeada de gente apasionada y enérgica, y a su lado se siente como una holgazana estúpida, una irremediable nulidad. Alice pronto obtendrá su título de doctora en Filosofía y un puesto en alguna universidad, Jake está publicando relato tras relato en pequeñas revistas, Bing tiene su banda y su extraño negocio alternativo y hasta Millie, la de afilada lengua, a la que nunca echará de menos, se está abriendo camino como bailarina. En cuanto a ella, se encamina rápidamente a un callejón sin salida, más deprisa de lo que un cachorro se convierte en perro viejo, más de lo que un capullo tarda en florecer y marchitarse. Su actividad artística se ha estrellado contra la pared y pasa el grueso de su tiempo enseñando apartamentos vacíos a posibles inquilinos: trabajo para el que no es la persona más indicada y del que teme que puedan despedirla en cualquier momento. Todo eso ya ha sido bastante duro, pero luego está la cuestión de los encuentros sexuales, del folleteo que no ha tenido más remedio que escuchar a través de las delgadas paredes, del hecho de ser la única persona libre en una casa con dos parejas. Ha pasado mucho tiempo desde que hizo el amor por última vez, dieciocho meses según sus últimos cálculos, y ansia tanto el contacto físico que apenas puede pensar en otra cosa. Se masturba todas las noches en la cama, pero la masturbación no soluciona nada, sólo ofrece un alivio momentáneo, es como una aspirina que se toma para calmar un dolor de muelas, y no sabe cuánto tiempo más resistirá sin que la besen, sin que la amen. Bing está disponible ahora, es cierto, y nota que está interesado en ella, pero en cierto modo no se imagina con Bing, no se ve poniéndole los brazos en torno a la ancha y peluda espalda ni tratando de encontrar sus labios entre las zarzas de su espesa barba. Una y otra vez desde que Millie se fue ha pensado en insinuársele, pero cuando lo ve en el desayuno a la mañana siguiente sabe que no es posible. Sus pensamientos han empezado a inquietarla, los jueguecitos a que se entrega en su cabeza sin querer, las súbitas e incontrolables fugas hacia la oscuridad. A veces le vienen en breves fogonazos —un impulso de prender fuego a la casa, de seducir a Alice, de robar el dinero de la caja en la inmobiliaria—, y entonces, con la misma rapidez que llegan, quedan reducidos a nada. Otros son más constantes, de impresión más perdurable. Incluso el hecho de salir está erizado de peligros, porque hay días en que no puede mirar a la gente con que se cruza por la calle sin desnudarla en su imaginación, quitándole la ropa de un tirón rápido y violento para luego examinar su cuerpo mientras pasan de largo. Esos extraños ya no son personas para ella, se reducen simplemente a los cuerpos que poseen, a estructuras de carne que envuelven huesos, tejidos y órganos internos, y con el denso tráfico de peatones que circula por la Séptima Avenida, la calle donde está su oficina, todos los días se le presentan a la vista cientos si no miles de especímenes. Ve los enormes y rígidos pechos de mujeres gordas, los diminutos penes de los niños, el vello púbico en ciernes de chicos de trece años, las rosadas vaginas de las madres que empujan el carrito del niño, ojetes de ancianos, partes pudendas aún sin vello de niñas pequeñas, muslos exuberantes, piernas flacas, vastas y trémulas nalgas, pelo en el pecho, ombligos hundidos, pezones invertidos, vientres con cicatrices de operaciones de apendicitis y cesáreas, zurullos saliendo de anos abiertos, meadas fluyendo de largos penes, parcialmente erectos. Le repugnan esas imágenes, se asombra de que su mente sea capaz de crear tanta basura, pero una vez que empiezan a venirle no puede impedir su avance. A veces llega a imaginarse que se detiene para introducir la lengua en la boca de cada transeúnte, de todas y cada una de las personas que entran en su campo de visión, ya sean viejas o jóvenes, hermosas o deformes, que se detiene para lamer la superficie entera de cada cuerpo desnudo y mete la lengua en vaginas humedecidas, aprieta los labios en torno a gruesos y endurecidos penes, se entrega con igual fervor a cada hombre, mujer y niño en una orgía de amor indiscriminado, democrático. No sabe cómo poner coto a esas visiones. La dejan con muy mal sabor de boca y agotada, pero los frenéticos pensamientos le vienen a la cabeza como si alguien se los inoculara, y aun cuando lucha por suprimirlos, es una batalla que nunca gana.

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