—¿Quién eres? —preguntó, pero el recién llegado sólo negó con la cabeza para indicar que no entendía.
Mediante signos trató de transmitir al ho-don el hecho de que estaba siguiendo un rastro que le había guiado durante un período de muchos días desde algún lugar de detrás de las montañas, y Ta-den estaba convencido de que el recién llegado buscaba a Tarzán-jad-guru. Deseaba, sin embargo, descubrir si era amigo o enemigo.
El extranjero reparó en los pulgares prensiles, en los grandes dedos de los pies y en su larga cola con un asombro que trató de disimular, pero mayor fue la sensación de alivio al comprobar que el primer habitante de esta región extraña con quien se encontraba resultaba ser amistoso.
Ta-den, que había estado cazando algunos mamíferos inferiores, cuya carne resulta especialmente apetitosa para los ho-don, olvidó su misión ante su nuevo hallazgo. Llevaría al extraño a Om-at y, posiblemente, juntos encontrarían la manera de descubrir las verdaderas intenciones del recién llegado. Y así, de nuevo mediante señas, comunicó al otro que le acompañaría y descenderían juntos hacia los riscos de la gente de Om-at.
A medida que se acercaban a éstos fueron encontrando mujeres y niños que trabajaban bajo la vigilancia de los ancianos y los jóvenes, recogiendo los frutos silvestres y hierbas que constituían una parte de su dieta, así como cuidando las pequeñas parcelas de cosechas que cultivaban. Los campos se hallaban en pequeñas parcelas niveladas de las que se habían eliminado los árboles y la maleza. Sus aperos consistían en palos con la punta metálica que guardaban más semejanza con una lanza que con herramientas de pacífica agricultura. Complementando a éstos había otros instrumentos con la hoja plana que no eran ni azadas ni palas, sino que poseían el aspecto de un desdichado intento de combinar las dos herramientas en una.
Al ver a estas gentes, el extranjero se detuvo y desató su arco, pues estas criaturas eran negras como el azabache y su cuerpo estaba completamente cubierto de pelo. Pero Ta-den, que interpretó las dudas del otro, le tranquilizó con un gesto y una sonrisa. Sin embargo, los waz-don se reunieron alrededor haciendo preguntas en una lengua que el extranjero descubrió que su guía entendía, aunque para él resultaba completamente ininteligible. No hicieron ningún intento de molestarle y él se convenció de que estaba entre gente pacífica y amistosa.
No quedaba más que una corta distancia hasta las cuevas, y cuando llegaron a ellas Ta-den guió el camino por las clavijas de madera, seguro de que esta criatura a quien había descubierto no tendría más dificultades en seguirle de las que había tenido Tarzán el Terrible. No se equivocaba, pues el otro ascendió con facilidad hasta que los dos se hallaron en el descansillo de delante de la cueva de Om-at, el jefe.
Éste no se encontraba allí y era media tarde cuando regresó, pero entretanto vinieron muchos guerreros a ver al visitante, y en cada caso este último estaba más que impresionado por el espíritu amistoso y pacífico de sus anfitriones, sin adivinar que estaba siendo agasajado por una tribu feroz y belicosa que nunca antes de la llegada de Ta-den y Tarzán había tenido a un extraño entre ellos.
Al fin regresó Om-at y el invitado percibió intuitivamente que se hallaba en presencia de un gran hombre entre aquella gente, posiblemente un jefe o rey, pues no sólo la actitud de los otros guerreros negros lo indicaba, sino que también estaba escrito en el porte de la espléndida criatura que le miraba mientras Ta-den explicaba las circunstancias de su encuentro.
—Y creo, Om-at —concluyó el ho-don— que busca a Tarzán el Terrible.
Al oír ese nombre, la primera palabra inteligible que llegaba a los oídos del extranjero desde que se encontraba entre ellos, se le iluminó el rostro.
—¡Tarzán! —exclamó—. ¡Tarzán de los Monos!
Y mediante señas trató de decirles que era éste a quien buscaba.
Ellos lo entendieron y también adivinaron por la expresión de su rostro que buscaba a Tarzán por motivos de afecto, pero de esto Om-at deseaba estar seguro. Señaló el cuchillo del extranjero y repitiendo el nombre de Tarzán cogió a Ta-den y fingió apuñalarle, tras lo que se volvió con aire interrogador hacia el extranjero.
Este último meneó la cabeza con vehemencia y entonces colocó una mano sobre el corazón y después levantó la palma en el gesto que simbolizaba paz.
—Es amigo de Tarzán-jad-guru —exclamó Ta-den.
—0 amigo o un gran mentiroso —replicó Om-at.
Tarzán —prosiguió el extranjero—, ¿le conocéis? ¿Está vivo? Oh, Dios, ojalá supiera hablar vuestra lengua.
Recurrió de nuevo al lenguaje de los signos para averiguar dónde se encontraba Tarzán. Pronunciaba este nombre y señalaba en diferentes direcciones, en la cueva, en la garganta, hacia las montañas o al valle, y cada vez alzaba las cejas en gesto de interrogación y pronunciaba la exclamación interrogativa «¿eh?», que sin duda tenían que entender. Pero Om-at siempre negaba con la cabeza y extendía las manos para indicar que, si bien entendía la pregunta, desconocía el paradero del hombre-mono, y entonces el jefe negro intentó explicar al extranjero lo mejor que pudo lo que sabía del paradero de Tarzán.
Llamó al recién llegado Jar-don, que en la lengua de Pal-ul-don significa 'extranjero', y señaló hacia el sol y dijo
as
. Lo repitió varias veces y luego alzó una mano con los dedos extendidos y tocándolos uno a uno, incluido el pulgar, repitió la palabra
adenen
hasta que el extranjero comprendió que quería decir cinco. De nuevo señaló al sol y describiendo un arco con el índice empezando por el horizonte del este y terminando en el del oeste, volvió a repetir las palabras
as adenen
. Era evidente para el extranjero que las palabras significaban que el sol había cruzado el cielo cinco veces. En otras palabras, habían transcurrido cinco días. Om-at entonces señaló la cueva donde se hallaban, pronunciando el nombre de Tarzán e, imitando a un hombre andando con el primero y segundo dedos de la mano derecha sobre el suelo, quiso indicar que Tarzán había salido de la cueva y ascendido por las clavijas cinco días antes, pero esto es todo lo que el lenguaje de los signos le permitió explicar.
Hasta aquí el extranjero le siguió; indicó que comprendía, se señaló a sí mismo y luego señaló las clavijas que ascendían y anunció que seguiría a Tarzán.
—Deja que vayamos contigo —dijo Om-at—, pues todavía no hemos castigado a los kor-ul-lul por matar a nuestro amigo y aliado.
—Convéncele de que espere hasta mañana —dijo Ta-den—, para que puedas llevarte a muchos guerreros y efectuar un gran ataque sobre los kor-ul-lul, y esta vez, Om-at, no mates a tus prisioneros. Toma todos los que puedas tomar vivos y por alguno de ellos podremos enterarnos del destino de Tarzán-jad-guru.
—Grande es la sabiduría de los ho-don —respondió Om-at—. Se hará como tú dices, y después de hacer prisioneros a todos los kor-ul-lul les obligaremos a que nos digan lo que queremos saber. Y después les haremos ir hasta el borde del Kor-ul-gryf y les empujaremos al acantilado.
Ta-den sonrió. Sabía que no harían prisioneros a todos los guerreros kor-ul-lul, que serían afortunados si cogían uno, y también era posible que incluso fueran batidos en retirada, pero asimismo sabía que Om-at no vacilaría en llevar a cabo su amenaza si tenía ocasión de hacerlo, tan implacable era el odio que se tenían estos vecinos.
No fue difícil explicar el plan de Om-at al extranjero ni lograr su consentimiento ya que era consciente, cuando el fornido negro le explicó que le acompañarían muchos guerreros, de que su aventura probablemente les conduciría a una región hostil, y agradecía toda la protección que pudiera emplear, ya que su búsqueda era el asunto principal.
Aquella noche durmió sobre un montón de pellejos en uno de los compartimentos de la cueva de los ancestros de Om-at, y al día siguiente a primera hora de la mañana, después de desayunar, partieron un centenar de guerreros salvajes que ascendieron por la cara del risco hasta la cima de la montaña, precedido el cuerpo principal por dos guerreros cuyas obligaciones coincidían con las de la punta de las modernas maniobras militares, salvaguardando la columna del peligro de un contacto demasiado repentino con el enemigo.
Cruzaron la cresta de la montaña y bajaron al Kor-ul-lul, y allí tropezaron casi de inmediato con un waz-don que ascendía temeroso por la garganta hacia la aldea de su tribu. Le hicieron prisionero lo que, cosa extraña, sólo aumentó su terror, ya que desde el momento en que les había visto y comprendió que era imposible huir, esperaba que le mataran enseguida.
—Llevadle al Kor-ul-ja —ordenó Om-at a uno de los guerreros— y retenedle allí desarmado hasta que yo regrese.
El asombrado kor-ul-lul fue sacado de allí mientras la salvaje compañía avanzaba regularmente de árbol en árbol hacia la aldea. La fortuna sonrió a Om-at y pronto encontró lo que buscaba: una batalla campal, pues aún no habían avistado las cuevas de los kor-ul-lul cuando se encontraron con una considerable banda de guerreros que caminaban por la garganta en alguna expedición.
Los kor-ul-ja se fundieron como sombras en la oscuridad del follaje a ambos lados del camino. Ignorando el peligro inminente, a salvo porque pisaban sus dominios, donde cada roca y cada piedra era tan conocida como las facciones de la compañera, los kor-ul-lul avanzaban inocentes hacia la emboscada. De pronto la quietud de aquella aparente paz quedó destrozada por un grito salvaje y un garrote lanzado que derribó a un kor-ul-lul.
El grito fue una señal para un coro salvaje formado por un centenar de gargantas kor-ul-ja que pronto se mezclaron con los gritos de guerra de sus enemigos. El aire se llenó de garrotes que volaban y luego, cuando las dos fuerzas se mezclaron, la batalla se resolvió en numerosos encuentros individuales cuando cada guerrero elegía un enemigo y le atacaba. Los cuchillos relucían y destellaban bajo la luz del sol que se filtraba a través del follaje de los árboles. Los lustrosos pellejos negros se iban cubriendo de manchas rojas.
En el fragor de la batalla la suave piel tostada del extranjero se mezclaba con los negros cuerpos de amigos y enemigos. Sólo sus aguzados ojos y su rápido ingenio le enseñaron a distinguir entre kor-ul-lul y kor-ul-ja, ya que con la única excepción de la indumentaria eran idénticos, pero al primer ataque del enemigo observó que sus taparrabos no eran de pellejos de leopardo como los que lucían sus aliados.
Om-at, tras despachar a su primer oponente, miró a Jar-don.
—Pelea con la ferocidad del
jato
masculló el jefe. —Poderosa en verdad debe de ser la tribu de la que vienen él y Tarzán-jad-guru.
Y entonces dedicó toda su atención a un nuevo atacante.
Los luchadores iban de un lado a otro por el bosque hasta que los que sobrevivieron quedaron exhaustos. Sólo el extranjero parecía no conocer la sensación de fatiga. Siguió peleando cuando cada nuevo atacante habría abandonado con gusto la lucha, y cuando ya no quedaron más kor-ul-lul sin pelear, saltó sobre los que estaban de pie jadeando frente a los agotados kor-ul-ja.
Mantenía a la espalda aquel peculiar objeto que Om-at creía era alguna clase de extraña arma, pero cuyo propósito no se explicaba porque no la utilizaba nunca, y que en su mayor parte parecía una molestia y un estorbo inútil, ya que daba golpes y chocaba contra su propietario mientras éste saltaba, como un felino, de un lado a otro en el curso de sus victoriosos duelos. El arco y las flechas los había dejado a un lado al principio de la pelea, pero el Enfield no lo dejaba, pues adonde iba él debía ir el arma hasta que se hubiese cumplido su misión.
Después los kor-ul-ja, aparentemente avergonzados por el ejemplo del Jar-don, se cerraron una vez más con el enemigo, pero este último, movido sin duda al terror por la presencia del extranjero, un demonio incansable que parecía invulnerable a sus ataques, se desanimó e intentó huir.
Fue una compañía cansada, ensangrentada y jubilosa la que regresó triunfante al kor-ul-ja. Veinte de sus integrantes fueron transportados y seis de éstos estaban muertos. Era el ataque más glorioso y exitoso que los kor-ul-ja habían realizado sobre los kor-ul-lul, que los hombres recordaran, y señaló a Om-at como el mayor de los jefes, pero aquel feroz guerrero sabía que la ventaja de que había disfrutado su banda se la había dado en gran medida la presencia de su aliado extranjero. Om-at no vacilaba en reconocer el mérito a quien lo merecía, con la consecuencia de que Jar-don y sus hazañas estaban en boca de cada miembro de la tribu de los kor-ul-ja, y grande fue la fama de la raza que podía producir dos ejemplares como él y Tarzán-jad-guru.
En la garganta de los kor-ul-lul, detrás de la montaña, los supervivientes hablaban con el aliento entrecortado de este segundo demonio que había unido sus fuerzas con su tradicional enemigo.
De nuevo en su cueva, Om-at hizo que los prisioneros kor-ul-lul fueran llevados a su presencia de uno en uno, y a cada uno lo interrogó con respecto al destino de Tarzán. Todos sin excepción le contaron la misma historia: Tarzán había sido hecho prisionero por ellos cinco días antes, pero había matado al guerrero que le vigilaba y huyó, llevándose la cabeza del infortunado centinela al otro lado del Kor-ul-lul, donde la había dejado suspendida por el pelo de la rama de un árbol. Pero nadie sabía qué se había hecho de él después; ni uno solo, hasta el último prisionero que fue interrogado, el que él había cogido primero… el kor-ul-lul que se abría camino procedente del valle de Jad-ben-Otho hacia las cuevas de su gente.
Éste, cuando descubrió el objeto de su interrogatorio, negoció por las vidas y la libertad de él y de sus compañeros.
—Puedo decirte muchas cosas de este hombre terrible por el que preguntas, kor-ul-ja —dijo—. Ayer le vi y sé dónde está, y si me prometes que nos dejarás regresar a mí y a mis compañeros sanos y salvos a las cuevas de nuestros antepasados, os contaré a todos lo que sé.
—Nos lo contarás de todos modos —respondió Om-at, o te mataremos.
—Me mataréis de todos modos —espetó el prisionero—, a menos que me hagáis esta promesa; así, si me matáis lo que sé se irá conmigo.
—Tiene razón, Om-at —intervino Ta-den—; prométele que les dejaremos en libertad.
—Muy bien —dijo Om-at—. Habla, Kor-ul-lul, y cuando me lo hayas contado todo, tú y tus compañeros podréis regresar sanos y salvos a vuestra tribu.