Tarzán el terrible (7 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Tarzán el terrible
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—Todo lo de aquí es suyo —declaró Om-at, excepto el garrote de guerra que está en el suelo… que era de Es-sat.

El hombre-mono se movió en silencio en la estancia, el temblor de las sensibles ventanas de su nariz apenas visible para su compañero, quien sólo se preguntaba con qué fin se encontraban allí y se impacientaba por el retraso.

—¡Vamos! —dijo el hombre-mono, y guió la marcha hacia el descansillo exterior.

Aquí les esperaban tres de sus compañeros. Tarzán pasó a la izquierda del hueco y examinó las clavijas que se hallaban al alcance de la mano. Las miró pero no eran sus ojos lo que las examinaba. Más poderoso que su aguzada vista, era aquel sentido del olfato maravillosamente entrenado que se le había desarrollado durante la infancia, bajo la tutoría de su madrastra, Kala, la simia, y que posteriormente había perfeccionado en las sombrías junglas aquel maestro supremo: el instinto de autoconservación.

Desde la izquierda del hueco se volvió a la derecha. Om-at empezaba a impacientarse.

Marchémonos —dijo—. Debemos buscar a Pan-at-lee, si queremos encontrarla.

—¿Dónde buscaremos? —preguntó Tarzán. Om-at se rascó la cabeza.

—¿Dónde? —repitió—. Por todo Pal-ul-don, si es necesario.

—Una tarea enorme —dijo Tarzán—. Vamos —añadió—, se ha ido por aquí —y señaló las clavijas que conducían hacia la cima del risco. Siguió el rastro fácilmente, ya que no había pasado nadie por allí desde que Pan-at-lee huyó. En el punto en el que había dejado las clavijas permanentes y recurrido a las que llevaba consigo Tarzán se detuvo en seco—. Ha ido por aquí hasta la cima —gritó a Om-at, que estaba detrás de él—, pero aquí no hay clavijas.

—No sé cómo sabes que se fue por aquí —dijo Om-at—, pero iré a buscar clavijas. In-sad, vuelve y trae clavijas para cinco.

El joven guerrero pronto estuvo de vuelta y las clavijas fueron repartidas. Om-at entregó cinco a Tarzán y le explicó cómo utilizarlas. El hombre-mono le devolvió una.

—Sólo necesito cuatro —dijo.

—Om-at sonrió.

—Qué maravillosa criatura serías si no estuvieras deformado —dijo, mirando con orgullo su propia cola.

—Admito que estoy tullido —repuso Tarzán—. Vosotros id delante y dejad las clavijas en su sitio para mí. Tengo miedo de ir demasiado despacio porque no puedo sujetar las clavijas con los dedos de los pies como vosotros.

—De acuerdo —accedió Om-at—; Ta-den, In-sad y yo iremos primero, tú ve después y O-dan irá el último y recogerá las clavijas… no podemos dejarlas para nuestros enemigos.

—¿No pueden traerse las suyas? —preguntó Tarzán.

—Sí, pero eso les retrasa y facilita nuestra defensa y… ellos no saben qué agujeros son lo bastante profundos para las clavijas, los otros están hechos para confundir a nuestros enemigos y son demasiado poco profundos para sujetar las clavijas.

En lo alto del risco, junto al árbol retorcido, Tarzán recuperó el rastro. Aquí el olor era tan fuerte como en las clavijas y el hombre-mono cruzó rápidamente la cadena montañosa en dirección al Kor-ul-lul.

Entonces se detuvo y se volvió hacia Om-at.

—Aquí se ha movido muy deprisa, ha corrido a toda velocidad y, Om-at, la perseguía un león.

—¿Puedes ver eso en la hierba? —preguntó O-dan mientras los otros se reunían en torno al hombre-mono.

Tarzán hizo un gesto de asentimiento.

—No creo que el león la atrapara —añadió—, pero eso lo sabremos enseguida. No, no la atrapó… ¡mirad! —y señaló hacia el sudoeste.

Siguiendo la dirección que indicaba su dedo índice los otros descubrieron entonces un movimiento en unos arbustos a unos doscientos metros de distancia.

—¿Qué es? —preguntó Om-at—. ¿Está allí? —Y echó a andar hacia el lugar.

—Espera —advirtió Tarzán—. Es el león que la perseguía.

—¿Puedes verlo? —preguntó Ta-den.

—No, puedo olerlo.

Los otros le miraron con asombro e incredulidad; pero del hecho de que en verdad era un león no les quedaba ni una sombra de duda. Entonces los arbustos se apartaron y la criatura apareció a plena vista, frente a ellos. Era una bestia magnífica, grande y de hermosa cabellera, con las brillantes manchas aleopardadas de los de su especie bien marcadas y simétricas. Por un momento les miró y luego, irritado aún por la pérdida de su presa aquella misma mañana, atacó.

Los pal-ul-donianos sacaron sus garrotes y aguardaron de pie el ataque de la bestia. Tarzán de los Monos sacó su cuchillo de caza y se agazapó en el camino de la furia con colmillos. Estaba casi sobre él cuando giró a la derecha y saltó hacia Om-at, sólo para ser enviado a tierra con un golpe en la cabeza que le hizo tambalearse. Casi al instante se puso en pie y, aunque los hombres se precipitaron temerariamente hacia él, el animal logró esquivar sus armas con sus poderosas garras. Un único golpe arrancó el garrote de O-dan de su mano y lo arrojó contra Ta-den, derribándole. Aprovechando su oportunidad el león se levantó y se lanzó sobre O-dan, y en el mismo instante Tarzán se arrojó sobre su lomo. Unos dientes blancos y fuertes se hundieron en el cuello con manchas, unos poderosos brazos rodearon la salvaje garganta y las nervudas piernas del hombre-mono se cerraron en torno al flaco vientre.

Los otros, que no podían hacer nada para ayudarle, contuvieron la respiración mientras el gran león arremetía a un lado y a otro, intentando en vano arañar y morder a la criatura salvaje que se le había pegado encima. Una y otra vez rodaron y ahora los espectadores vieron que una mano de color tostado se elevaba por encima del costado del león, una mano de color tostado que asía un afilado cuchillo. La vieron caer una y otra vez con fuerza terrorífica y, como consecuencia, vieron un reguero carmesí que resbalaba por el magnífico pelaje del
ja
.

Ahora de la garganta del león surgían gritos horripilantes de odio, rabia y dolor mientras redoblaba sus esfuerzos para sacarse de encima y castigar a su atormentador; pero siempre la despeinada cabeza negra permanecía medio enterrada en la cabellera marrón oscuro, y el fuerte brazo se levantaba y caía para hundir el cuchillo de nuevo en la bestia moribunda.

Los pal-ul-donianos permanecían de pie mudos de asombro y admiración. Eran hombres valientes y cazadores imponentes y, como tales, los primeros en rendir honores a alguien más poderoso.

—¡Y vosotros queríais matarle! —gritó Om-at, mirando a In-sad y a O-dan.

—Jad-ben-Otho te recompensará por no haberlo hecho —declaró In-sad.

Y ahora el león se abalanzó de pronto al suelo, y tras unos temblores espasmódicos, se quedó inerte. El hombre-mono se puso en pie y se sacudió, igual que habría hecho ja, el león con piel de leopardo de Pal-ul-don, de haber sido él el superviviente.

O-dan se adelantó rápidamente hacia Tarzán. Se llevó una mano al pecho y la otra la puso sobre el de Tarzán.

Tarzán el Terrible —dijo—, no pido mayor honor que tu amistad.

—Y yo no más que la amistad de los amigos de Om-at —respondió simplemente el hombre-mono, devolviéndole el saludo.

—¿Crees —preguntó Om-at, acercándose a Tarzán y colocando una mano en el hombro del otro— que la alcanzó?

—No, amigo mío; ese león que nos ha atacado tenía hambre.

—Pareces entender mucho de leones —observó In-sad.

—No conocería mejor a un hermano si lo tuviera —dijo Tarzán.

—Entonces, ¿dónde puede encontrarse? —prosiguió Om-at.

—Lo único que podemos hacer es seguir mientras el rastro sea fresco —respondió el hombre-mono, y reanudando su tarea de seguir el rastro les guió por la colina, y un recodo del sendero a la izquierda les llevó al borde del acantilado que caía al Kor-ul-lul. Por unos instantes Tarzán examinó el terreno a izquierda y derecha; luego se quedó erguido y mirando a Om-at señaló hacia la garganta.

Por un momento el waz-don contempló la verde hendedura en cuya parte inferior había un tumultuoso río que descendía por su rocoso lecho; luego cerró los ojos como si sintiera un repentino espasmo de dolor y se volvió.

—¿Quieres decir… que saltó? —preguntó.

—Para escapar del león —respondió Tarzán—. Lo tenía detrás…, mira, aquí están las señales que dejaron en el terreno sus cuatro patas cuando frenó su ataque en el borde mismo del barranco.

—¿Hay alguna probabilidad…? —empezó a preguntar Om-at, pero un gesto de advertencia de Tarzán le hizo interrumpirse.

—¡Abajo! —susurró el hombre-mono—, vienen muchos hombres. Están corriendo… desde abajo.

Pegó el estómago al suelo y los otros siguieron su ejemplo.

Aguardaron unos minutos y luego también los otros oyeron el ruido de pies que corrían, y después un ronco grito seguido de muchos más.

—Es el grito de guerra de los kor-ul-lul —susurró Om-at—, el grito de guerra de hombres que cazan hombres. Después los veremos y, si Jad-ben-Otho está satisfecho con nosotros, no serán muchos más que nosotros.

—Son muchos —dijo Tarzán—, cuarenta o cincuenta, diría yo; pero cuántos son perseguidos y cuántos los perseguidores no podemos ni adivinarlo, salvo que estos últimos deben de ser muchísimos más que los primeros, de lo contrario éstos no correrían tan deprisa.

—Ahí están —dijo Ta-den.

—Es An-un, padre de Pan-at-lee, y sus dos hijos —exclamó O-dan—. Pasarán sin vernos si no nos apresuramos —añadió mirando a Om-at, el jefe, en busca de una señal.

—¡Vamos! —gritó este último, poniéndose en pie de un brinco y corriendo a interceptar a los tres fugitivos. Los otros le siguieron.

—¡Cinco amigos! —gritó Om-at cuando An-un y sus hijos les descubrieron.

—¡Adenen yo!
—gritaron como un eco O-dan e In-sad.

Los fugitivos apenas se detuvieron cuando estos refuerzos inesperados se unieron a ellos, pero miraron a Ta-den y a Tarzán con perplejidad.

—Los kor-ul-lul son muchos —gritó An-un—. Deberíamos pararnos y pelear, pero antes hemos de avisar a Es-sat y a nuestra gente.

—Sí —dijo Om-at—, hemos de avisar a nuestra gente.

—Es-sat está muerto —informó In-sad.

—¿Quién es el jefe? —preguntó uno de los hijos de An-un.

—Om-at —respondió O-dan.

—Está bien —gritó An-un—. Pan-at-lee dijo que regresaría y mataría a Es-sat.

Ahora el enemigo apareció a la vista detrás de ellos.

—¡Vamos! —gritó Tarzán—, turnémonos y ataquémosles, lanzando un grito terrible. Sólo perseguían a tres y cuando vean a ocho atacándoles creerán que han venido muchos hombres a pelear. Creerán que somos más de los que ven, y entonces uno que sea ágil tendrá tiempo de llegar a la garganta y avisar a vuestra gente.

—Está bien —dijo Om-at—. Id-an, tú eres rápido… ve a informar a los guerreros de kor-ul-ja de que estamos luchando con los kor-ul-lul en la colina y de que Ab-on enviará un centenar de hombres.

Id-an, el hijo de An-un, corrió veloz hacia las moradas de los kor-ul-ja mientras los otros atacaban a los kor-ul-lu; los gritos de guerra de las dos tribus subían y bajaban con cierta armonía siniestra. Los líderes de los kor-ul-lul se detuvieron al ver los refuerzos, esperando al parecer a que los de atrás los alcanzaran y, posiblemente, también para conocer la magnitud de la fuerza que les atacaba. Los líderes, corredores más veloces que sus compañeros, quizás, iban mucho más avanzados, mientras el resto de sus hombres aún no habían salido de los arbustos; y ahora, cuando Om-at y sus compañeros cayeron sobre ellos con una ferocidad surgida de la necesidad, se echaron atrás, de modo que cuando sus compañeros aparecieron al fin a la vista dieron la impresión de estar en completa derrota. La consecuencia natural fue que los otros dieron media vuelta y huyeron.

Alentados por su primer éxito, Om-at les siguió hacia los arbustos, mientras su pequeña compañía atacaba valientemente a su lado, y fuertes y aterradores eran los gritos salvajes con que perseguían al enemigo fugitivo. Los arbustos, aunque no eran tan densos como para impedir el avance, eran de tal altura que ocultaban a los miembros del grupo cuando se separaban unos metros. El resultado fue que Tarzán, siempre veloz y listo para la batalla, pronto estuvo persiguiendo al enemigo mucho más adelantado que los demás, una falta de prudencia que iba a ser su perdición.

Los guerreros de Kor-ul-lul, indudablemente tan valerosos como sus enemigos, se retiraron sólo a una posición más estratégica en los arbustos y no tardaron mucho en adivinar que el número de sus Perseguidores era inferior al suyo. Se detuvieron donde los arbustos eran más densos… formando una emboscada, y a ella corrió Tarzán de los Monos. Le engañaron limpiamente. Sí, triste es decirlo, pero engañaron al astuto señor de la jungla. Pero luchaban en su terreno, cada paso del cual conocían como usted o yo el salón de nuestra casa, y estaban siguiendo su táctica, de la cual Tarzán no sabía nada.

Un solo guerrero negro apareció rezagado en la retaguardia del enemigo en retirada, y retirándose así tentó a Tarzán a seguir adelante. Al fin se volvió e hizo frente al hombre-mono con una porra y un cuchillo y, cuando Tarzán le atacaba, una veintena de fornidos waz-don saltaron de los arbustos de alrededor. Al instante, pero demasiado tarde, el gigantesco tarmangani se dio cuenta del peligro que corría. Destelló ante él una visión de su compañera perdida y una gran pena le invadió al comprender que, si aún vivía, ya no podía tener esperanzas, pues aunque nunca conociera el fallecimiento de su señor, este hecho inevitablemente sellaría su condena.

Y como consecuencia de este pensamiento se apoderó de él un ciego frenesí de odio hacia esas criaturas que se atrevían a impedir su propósito y a amenazar el bienestar de su esposa. Lanzando un gruñido salvaje se arrojó sobre el guerrero que tenía ante él y le retorció la muñeca hasta que el garrote cayó de la mano de la criatura como si se tratara de un niño pequeño, y con el puño izquierdo, reforzado por el peso y vigor de su gigantesco cuerpo, asestó un contundente golpe al centro de la cara del waz-don, un golpe que le aplastó los huesos e hizo caer al tipo al suelo. Luego se volvió a los otros y empezó a lanzar potentes golpes a diestra y siniestra con el garrote de su camarada caído, golpes despiadados que les arrebataban las armas hasta que la que blandía el hombre-mono quedó destrozada. Caían a ambos lados de su garrote; tan rápidos eran sus golpes, tan felina fue su recuperación que en los primeros instantes de la batalla parecía invulnerable al ataque; pero eso no podía durar, pues eran veinte contra uno. La perdición le vino de un palo que le arrojaron que le golpeó en la parte posterior de la cabeza. Por un momento se tambaleó y luego se desplomó al suelo como un gran pino bajo el hacha de un leñador.

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