Tarzán en el centro de la Tierra (10 page)

Read Tarzán en el centro de la Tierra Online

Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Tarzán en el centro de la Tierra
2.5Mb size Format: txt, pdf, ePub

Entretanto, Gridley se había arreglado en una gran cruz del gigantesco árbol una especie de rústica plataforma y se echó a dormir, despertándose más sereno y despejado, aunque sintiendo una sed irresistible.

Los perros salvajes comenzaban ahora a alejarse de la explanada, y Gridley decidió no esperar más tiempo. La carne exhalaba un hedor insoportable, y existía el peligro de que volvieran los tigres.

Bajando, pues, del árbol comenzó a rodear furtivamente la explanada, manteniéndose cerca del lindero de la selva y buscando el sendero por el que él y sus compañeros habían llegado hasta allí. Los perros salvajes gruñían, mostrando sus afilados colmillos. Pero Gridley, que les sabía hartos, no se inquietó. Los chacales, por su parte, no le inspiraban más que el mismo desdén que inspiran a todas las criaturas.

Gridley sintió una nueva angustia, al darse cuenta de que numerosos senderos venían a morir en aquella explanada. En consecuencia, le era imposible reconocer aquel por el que él y sus compañeros habían llegado, ya que las huellas de pies humanos habían sido completamente borradas por el furioso pateo del rebaño en fuga.

Al fin, haciendo un gran esfuerzo por recordar el camino por el que llegara al árbol en el que se había refugiado, consiguió encontrar un sendero que le pareció aquel que les había conducido a la explanada, aunque no estaba totalmente seguro de ello.

Comenzando a andar por el solitario sendero, se decía a cada instante que podía encontrarse frente a frente con cualquier monstruo antediluviano, y Jason se preguntó cómo los remotos ancestros del hombre podían haber subsistido en un mundo tan hostil, consiguiendo transmitir a sus descendientes sus características, instintos y pasiones. Ahora dudaba que pudiera llegar siquiera al dirigible. Incluso la idea de llegar a casarse alguna vez, fundar una familia y tener descendientes, le parecía completamente absurda.

Aunque la parte de la selva por la que ahora iba atravesando le parecía familiar, Gridley comprendió que esto podía ser un error de sus sentidos, y se reprochó amargamente el no haber seguido marcando los árboles conforme avanzaron por el sendero. ¡Qué estúpido había sido! Pero sus reproches no eran tanto por él como por sus pobres compañeros, cuya vida había sido confiada a su mando.

Nunca en su vida se había sentido tan débil y abatido. Así, andando por aquel camino desconocido, sin saber siquiera si se acercaba o se alejaba del dirigible, experimentó una sensación angustiosa, casi enloquecedora. Sin embargo, comprendía que no podía hacer otra cosa. ¡Y siempre aquel eterno sol de mediodía, inmóvil y burlón, luciendo implacablemente sobre su cabeza! ¡Aquel sol que podía ver su dirigible y que se negaba a decirle o a guiarle hasta donde se encontraba!

Su sed le atormentaba, pero al fin llegó a un pequeño riachuelo en el que pudo beber y descansar un largo rato. Encendió un fuego, asó parte de la carne que aún le quedaba, comió y volvió a beber, y finalmente reanudó la marcha mucho más animado.

A bordo del dirigible, las horas habían pasado llevándose con ellas las últimas esperanzas de oficiales y tripulación por la suerte de los desgraciados expedicionarios. Todos tenían ahora la firme convicción de que a los infelices les había ocurrido alguna desgracia irreparable. ¡Quizá ya hiciera mucho tiempo que hubieran muerto!

—¡Hace ya setenta y dos horas que se marcharon! —dijo el capitán Zuppner, que con Dorf y Hines pasaba la mayor parte del tiempo en la cabina de observación, o paseando por la terraza superior del dirigible—. ¡Nunca en mi vida me he sentido más desesperanzado! Tengo que confesarles que no sé qué hacer.

—Esto nos demuestra —dijo a su vez Hines— cuánto influyen en todas nuestras acciones el hábito, las costumbres y los precedentes, hasta en aquello que nos parece más casual. Aquí no hay costumbre ni precedente que pueda servirnos de guía.

—Aquí hemos de confiarnos a nuestros propios recursos para decidir, y es desesperante el tener que confesar que no nos queda recurso alguno —exclamó Dorf.

—En estas circunstancias, con estas condiciones que nos rodean, no —añadió el capitán Zuppner—. En nuestro mundo, esto no sería problema. Todo se reduciría a hacer diferentes salidas con el dirigible en busca de nuestros compañeros. Podríamos hacer rápidas incursiones, y luego volver aquí, a nuestra base. Pero si en este mundo de Pellucidar nos marchásemos de este lugar con nuestro dirigible, ninguno de nosotros sabría regresar, y no debemos correr ese riesgo. El permanecer aquí es la única esperanza que pueden abrigar nuestros hombres, si regresan, de poder salvarse.

A ciento cincuenta pies bajo los oficiales, Robert Jones se asomó por uno de las ventanillas de la cocina en un esfuerzo por ver el sol, luciendo inmóvil en aquel cielo eternamente sereno. Su rostro, de expresión sencilla y bondadosa, tomó ahora un matiz de asombro, no exento de temor; cuando volvió al centro de la cocina, sacó de uno de los bolsillos de su pantalón una pata de conejo. A continuación, se pasó la pata de conejo por los ojos y luego la frotó vigorosamente contra su cabello, al tiempo que musitaba extrañas palabras incoherentes.

Mientras tanto, el teniente Hines, desde la parte más alta de la terraza superior del dirigible, oteaba el paisaje en todas direcciones gracias a unos potentes gemelos de campaña. Tantas veces había repetido aquella operación, que todos los accidentes del terreno le eran familiares.

Los tres oficiales apenas hacían ya caso a los monstruos y fieras que constantemente pasaban frente al campo visual de los potentes gemelos, o se acercaban al dirigible. Lo único que les interesaba, cuando divisaban algún animal en la lejanía, era el cerciorarse de que no se trataba de un hombre. De pronto, Hines lanzó una súbita exclamación nerviosa.

—¿Qué ocurre? —preguntó Zuppner—. ¿Qué es lo que ha visto?

—¡Un hombre! —repuso Hines vivamente—. ¡Estoy seguro de que es un hombre!

—¿Dónde? —preguntó Dorf, mientras Zuppner se llevaba sus gemelos a los ojos.

—Por aquel lado, a babor del dirigible.

—¡Ya lo veo! —gritó ahora Dorf a su vez—. No sé si es Gridley o von Horst, pero sea el que sea, viene solo.

—¡Coja diez hombres y salga enseguida, teniente! —ordenó Zuppner a Dorf—. ¡Que vayan todos bien armados! ¡Marchen enseguida a su encuentro!

Pero el teniente corría ya escaleras abajo, cuando el capitán le gritaba las últimas palabras.

Poco después, los dos oficiales vieron como Dorf y sus hombres salían del dirigible, apresurándose al encuentro del que llegaba caminando penosamente hacia ellos. Luego les vieron encontrarse en un recodo de la selva, y sólo entonces el teniente reconoció a Gridley.

Éste, después de que se estrecharan calurosamente la mano, preguntó, antes que nada, por el resto de sus compañeros de expedición.

—Usted es el único que regresa al dirigible —contestó Dorf con un gesto de tristeza.

Una sombra de tristeza cruzó también por el rostro de Gridley, mientras saludaba a los ingenieros y mecánicos de la aeronave.

—He estado mucho tiempo ausente del dirigible —dijo luego Jason Gridley—. No sé cuánto, porque se me ha roto el reloj en la selva al huir de un tigre enorme. Luego me persiguió otro, haciéndome llegar hasta un claro de la floresta, desde donde por fin he podido distinguir nuestra aeronave. ¡Me parece que haya transcurrido una semana desde que salimos de aquí! ¿Cuánto tiempo hace, Dorf?

—Unas setenta y dos horas.

El rostro de Gridley expresó ahora una gran alegría.

—¡En ese caso, no hay que perder la esperanza de que podamos encontrar todavía vivos a mis compañeros de expedición! —exclamó—. Pensaba que por lo menos habría transcurrido una semana. He dormido varias veces, no sé cuánto tiempo, y además he andado mucho. El tiempo se me hacía larguísimo, debido a lo hambriento y cansado que estaba.

Cuando llegaron al dirigible, Gridley relató las terribles aventuras que le habían ocurrido durante la desgraciada expedición.

—¡Lo primero que quiero es un buen baño! —dijo después de haber saludado a los oficiales—. Después pregunten si Bob, el cocinero, dispone de un par de bueyes, y díganle que me los prepare al horno. Mientras me los como, les daré todos los detalles que quieran de nuestras terribles aventuras, porque han de saber que un poco de carne de toro y algunas frutas silvestres ha sido todo lo que he comido desde que salimos del dirigible.

Media hora después, ya refrescado y descansado por el baño, afeitado y con ropa limpia, Gridley se unió a los otros oficiales que le esperaban en el comedor.

Robert Jones llegó desde la cocina, con el rostro radiante de alegría.

—¡Me alegro muchísimo de volver a verle, señor Gridley! —dijo con una amplia sonrisa que dilató su faz negra y brillante—. ¡Yo estaba seguro de que iba a volver, de que íbamos a tener buena suerte!

—¡Yo también me alegro muchísimo de haber vuelto, amigo Bob! —repuso Gridley—. ¡Si supieras lo que he echado de menos tus platos! Pero, dime, ¿por qué tenías la certeza de que íbamos a tener buena suerte?

—Porque he tenido una breve conversación con mi pata de conejo. ¡Nunca me engaña! Si la perdiera... ¡pobres de nosotros!

—Bueno, no te apures, Bob. He visto a miles los conejos por ahí. Te podremos cazar un montón —comentó Zuppner.

—Ya lo sé, capitán —siguió diciendo el cocinero negro—. Pero no podría ser conejo cazado a la luz de la luna; y no siendo así, la pata de conejo no tiene virtud de ninguna clase.

—En tal caso, Bob, me alegro doblemente de que hayas venido con nosotros —dijo sonriendo Jason Gridley—. Esto traerá la buena suerte a todo Pellucidar. De todas formas, dentro de un minuto vas a necesitar tu famosa pata de conejo.

—¿Cómo es eso, señor Gridley? ¿Por qué?

—Porque los espíritus me dicen que te va a ocurrir algo muy grave si no nos traes la comida inmediatamente...

—¡Oh, ahora mismo, señor, ahora mismo! —exclamó el cocinero, saliendo disparado hacia la cocina.

Luego, mientras comía, Gridley narró en detalle sus aventuras de las últimas setenta y dos horas, y los tres hombres hicieron cálculos y conjeturas para ver si podían tener una idea de la distancia que había cubierto la expedición y la dirección en que se habían movido.

—¿No podría guiar a otro grupo de hombres hacia esa explanada donde se separó de von Horst y de los waziris? —preguntó el capitán Zuppner.

—Por supuesto —contestó Gridley—. Desde el momento en que entramos en la selva, tuvimos la precaución de ir marcando los árboles hasta que llegamos al sendero que seguimos más tarde, a la izquierda. Pero no creo que sea buena idea el enviar allí a nadie, y si se organiza esa nueva expedición, yo no formaré parte de ella.

Los otros oficiales le miraron sorprendidos, y durante unos instantes hubo un embarazoso silencio. 

—Sí; es que tengo un plan mejor —siguió diciendo Gridley—. Escúchenme. Disponemos en el dirigible de veintisiete hombres; en caso de absoluta necesidad sólo harían falta doce hombres para gobernarlo. Así pues, quedarían quince para formar parte del grupo expedicionario, y, sin contarme a mí, catorce. No obstante, si después de haber oído mi plan, deciden enviar esa expedición, creo que debe mandarla el teniente Dorf y quedarse el Capitán Zuppner y Hines para gobernar el dirigible en el caso de que no regrese ninguno de nosotros, o bien, que decidan salir en nuestra búsqueda.

—Pero... había llegado a pensar que no se quería marchar —dijo Zuppner.

—Yo no saldría con el grupo expedicionario. Lo haría solo, en el aeroplano explorador, y mi consejo es que no envíen ninguna expedición hasta veinticuatro horas después de que yo haya partido, pues calculo que en ese tiempo habré podido encontrar a nuestros compañeros, o me habré convencido de mi fracaso.

Zuppner movió la cabeza dubitativamente.

—Hines, Dorf y yo, hemos discutido largamente la conveniencia de usar el aeroplano. El teniente Hines tenía un gran empeño en ello, a pesar de que comprende mejor que ninguno de nosotros que, una vez que el piloto haya perdido de vista el dirigible, podría no volver a encontrarlo. Hay que tener siempre presente que no conocemos ninguna señal sobre el terreno de la dirección que habríamos de seguir.

—Ya he pensado en ello —repuso Gridley a su vez—. Y comprendo que es muy difícil, pero debemos intentarlo.

—Escúchenme entonces —dijo Hines—. Soy el que más experiencia tiene como aviador y ya he estado considerando el asunto. También comprendo el elevado riesgo existente de que el piloto se extravíe.

—Cualquiera de ustedes —dijo entonces Gridley—, tiene más experiencia que yo; pero eso no impide que me considere el máximo responsable de lo que ocurre. Soy el responsable de que nuestros compañeros se hayan extraviado o perecido, y por eso no puedo consentir que nadie corra el nuevo riesgo de salir con el aeroplano, salvo yo mismo, y, como estoy seguro de que todos se hacen cargo de lo que siento en estos momentos, no creo que se nieguen a dejarme partir.

Hubo un largo silencio, durante el cual los cuatro hombres sorbieron lentamente su café y no dejaron de fumar. Zuppner fue el primero en romper el silencio. 

—Antes de emprender ese vuelo —dijo—, debe dormir largamente; mientras tanto, nosotros bajaremos el aeroplano a tierra y lo revisaremos. Es preciso que vaya perfectamente equipado y que no se nos olvide ningún detalle, si queremos que tenga éxito en la empresa.

—Gracias —contestó Gridley—. Creo que tiene razón en que debo dormir. No quisiera perder tiempo; pero si ustedes prometen llamarme cuando esté listo el aeroplano, me iré inmediatamente a mi cabina y dormiré hasta entonces.

Mientras Gridley dormía, el aeroplano fue descendido a tierra, donde ingenieros y mecánicos se aplicaron a la tarea de revisarlo cuidadosamente.

Antes de que terminaran la operación, apareció Gridley.

—¡Poco ha dormido, amigo mío! —le dijo Zuppner.

—¡No sé! —repuso Gridley sonriendo—. De todas formas, me siento más despejado y no habría podido dormir más, pensando que nuestros compañeros tal vez estén esperando que vayamos a prestarles socorro.

—¿Qué dirección piensa seguir? —preguntó Zuppner—. ¿Y cómo se las va a arreglar para volver al dirigible?

—Pienso volar por encima de la selva hasta la distancia que calcule han podido recorrer nuestros compañeros desde que salieron del dirigible, teniendo en cuenta que van perdidos y habrán avanzado sin prisas. Tan pronto como gane suficiente altitud para observar bien el terreno, buscaré accidentes o cosas que puedan servirme de orientación, alguna montaña, algún río, etc., que esté cercano al dirigible; luego, a medida que me aleje, repetiré la operación. Calculo que, de este modo, podré encontrar el camino de regreso, teniendo en cuenta, que con la gasolina que voy a llevar en el aeroplano, no podré recorrer una distancia mayor de doscientas cincuenta millas y la vuelta. Cuando alcance el límite de la distancia que calcule hayan podido recorrer nuestros compañeros, empezaré a trazar vueltas en círculo, confiando en que el ruido del motor pueda atraer a los extraviados, y confiando también en que ellos puedan hacer alguna señal para que yo los vea. Alguna hoguera o algo por el estilo...

Other books

My Brilliant Career by Miles Franklin
Red Knight Falling by Craig Schaefer
Desert Heat by J. A. Jance
Troubles and Treats by Tara Sivec
Second Chances by Younker, Tracy
The Gathering by William X. Kienzle
Clash Of Worlds by Philip Mcclennan
Liar by Justine Larbalestier