Tarzán y el león de oro (28 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Tarzán y el león de oro
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—El camino que va a la costa es ése —dijo el español, y señaló el sendero que iba al oeste—. Sigue andando, Kraski, esto no es saludable para ti.

—¿Me estás diciendo que me echas sin darme comida ni agua? —preguntó el ruso.

—Aquí hay agua —dijo Esteban, señalando el río y la jungla está llena de comida para alguien con el suficiente valor e inteligencia para obtenerla.

—No puedes echarle así —protestó la muchacha—. Me parece imposible que seas tan cruel —y después se volvió al ruso—: Oh, Carl —exclamó—, no te vayas. ¡Sálvame! ¡Sálvame de esta bestia!

—Entonces apártate —gritó Kraski y, cuando la muchacha se liberó de las garras de Miranda, el ruso apuntó con su automática y disparó a bocajarro al español. La bala erró el blanco; la cápsula vacía bloqueó la brecha y cuando Kraski volvió a apretar el gatillo sin obtener resultados miró su arma y, al descubrir su inutilidad, la arrojó al suelo profiriendo un juramento. Mientras hacía esfuerzos frenéticos por que su rifle funcionara, Esteban echó hacia atrás la mano con la lanza corta y pesada que ya había aprendido a utilizar y, antes de que el otro pudiera apretar el gatillo de su rifle, la hoja se clavó en su pecho y corazón. Sin proferir un sonido, Carl Kraski se desplomó muerto a los pies de su enemigo y rival, mientras la mujer a la que ambos amaban, cada uno a su manera egoísta o brutal, se arrojaba sollozando al suelo en la más absoluta desesperación.

Al ver que el otro había muerto, Esteban se acercó al cuerpo de Kraski y le arrancó su lanza; también cogió las armas y la munición de su enemigo. Al hacerlo, sus ojos tropezaron con una bolsita de pieles de animales que Kraski llevaba atada a la cintura con una cuerda de hierba que había confeccionado para sujetarse la primitiva falda.

El español palpó la bolsa y trató de imaginar la naturaleza de su contenido, y llegó a la conclusión de que era munición, pero no la examinó de cerca hasta que se llevó las armas del hombre muerto a su choza, adonde también había llevado a la chica, que estaba agazapada en un rincón, sollozando.

—¡Pobre Carl! ¡Pobre Carl! —gemía, y luego gritó al hombre que tenía delante—: ¡Bestia!

—Sí —exclamó él con una carcajada—. Soy una bestia. Soy Tarzán de los Monos y ese sucio ruso se ha atrevido a llamarme Esteban. ¡Yo soy Tarzán! ¡Soy Tarzán de los Monos! —repetía a voz en grito—. Quien se atreva a llamarme de otra manera morirá. Ya verás. Ya verás —rezongaba.

La muchacha le miraba con los ojos abiertos como platos y llenos de ira, y se estremeció.

—Loco —masculló—. ¡Estás loco! ¡Dios mío, estoy sola en la jungla con un maníaco!

Y, realmente, en cierto aspecto estaba loco Esteban Miranda: sumido en la locura del artista que vive el papel que interpreta. Hacía ya tanto tiempo que Esteban Miranda interpretaba ese papel, y tan buena había llegado a ser su interpretación del noble personaje, que se creía Tarzán y su aspecto exterior habría podido engañar al mejor amigo del auténtico hombre-mono. Pero el interior de aquella figura albergaba el corazón de un canalla y el alma de un cobarde.

—Habría robado a la compañera de Tarzán —dijo Esteban entre dientes—. ¡A Tarzán, el Señor de la Jungla! ¿Has visto cómo lo he matado, de una sola lanzada? ¿Amarías a un ser débil, cuando puedes tener el amor del gran Tarzán?

—Te odio —dijo la muchacha—. Eres en verdad una bestia. Eres peor que la peor de las bestias.

—Pero eres mía —dijo el español— y jamás serás de otro; antes te mataría. Pero veamos qué tenía el ruso en esta bolsita de piel, parece munición para matar a un regimiento —y desató la cinta que cerraba la bolsa y vertió parte del contenido en el suelo de la choza. Cuando las centelleantes piedras rodaron ante sus atónitos ojos, la muchacha ahogó un grito de incredulidad.

—¡Virgen Santa! —exclamó el español—. Son diamantes.

—¡Centenares de diamantes! —murmuró la muchacha—. ¿De dónde los sacaría?

—No lo sé ni me importa —dijo Esteban—. Son míos. Todos son míos; soy rico, Flora. Soy rico y si eres buena chica compartiré mi riqueza contigo.

Flora Hawkes entrecerró los ojos. En su pecho se había despertado la codicia que dominaba su ser y, junto a ello, y suficientemente fuerte para dominarla, su odio hacia el español. De haberlo sabido, la posesión de los relucientes abalorios hizo cristalizar al fin en la mente de la mujer la determinación que le rondaba de matar al español mientras dormía. Hasta entonces había tenido miedo de quedarse sola en la jungla, pero ahora el deseo de poseer aquella gran riqueza superaba su terror.

Tarzán, al recorrer la jungla, captó el rastro de las diversas bandas de hombres de la costa oeste y de los esclavos fugitivos de los árabes muertos, y tras alcanzar a un grupo tras otro, prosiguió su búsqueda de Luvini, atemorizando a los negros para que le contaran la verdad y dejándoles aterrorizados al partir. Todos y cada uno le contaron la misma historia. Nadie había visto a Luvini desde la noche de la batalla y el incendio, y todos estaban seguros de que debía de haber escapado con alguna otra banda.

Tan ocupada tenía la mente el hombre-mono durante los últimos días con la tristeza y la búsqueda, que había descuidado las consideraciones de menor importancia, como no reparar en que le faltaba la bolsa que contenía los diamantes. En realidad, prácticamente los había olvidado cuando, por simple casualidad, acudieron a su mente, y entonces se dio cuenta de pronto de que le faltaban, pero cuándo los había perdido, no lo recordaba.

—Aquellos bribones de europeos —dijo entre dientes a Jad-bal-ja— debieron de cogérmelos —y de pronto, con esa idea, la cicatriz de su frente enrojeció aún más, pues le invadió la rabia ante la perfidia e ingratitud de los hombres a los que había socorrido—. Vamos —dijo a Jad-bal-ja—, mientras buscamos a Luvini buscaremos también a esos otros.

Y así ocurrió que Peebles, Throck y Bluber habían recorrido una breve distancia hacia la costa cuando, durante un alto que realizaron a mediodía, les sorprendió ver la figura del hombre-mono que avanzaba majestuoso hacia ellos mientras, a su lado, caminaba el gran león de negra melena.

Tarzán no dijo que conocía su gran codicia, sino que se aproximó y se quedó de pie ante ellos con los brazos cruzados. En su semblante, una expresión seria y acusadora hizo estremecer de miedo el cobarde corazón de Bluber y palidecer el rostro de los dos endurecidos boxeadores ingleses.

—¿Qué ocurre? —preguntaron al unísono—. ¿Qué ocurre? ¿Ha sucedido algo?

—He venido a buscar la bolsa de piedras que me quitasteis —dijo simplemente Tarzán.

Los tres se miraron entre sí con recelo.

—No
comprrrendo
a qué se
rrrefierrre, señorrr Tarrrzán
—ronroneó Blubler, frotándose las manos—. Estoy
segurrro
de que hay algún
errrorrr
, a menos que… —lanzó una mirada furtiva y sospechosa en dirección a Peebles y Throck.

—No sé nada de ninguna bolsa de piedras —dijo Peebles—, pero diré que no se puede confiar en las personas como usted.

—Yo no me fío de ninguno de vosotros —replicó Tarzán—. Os daré cinco segundos para devolverme la bolsa de piedras, y si no lo hacéis, os haré registrar a fondo.

—Claro —exclamó Bluber—,
regístrrreme, regístrrreme
, por favor.
Señorrr Tarrrzán
, yo nunca le
rrrobarrría
nada.

—¿Dónde está el otro? —preguntó Tarzán.

—Ah, ¿Kraski? Desapareció la misma noche que usted nos llevó a aquella aldea. No lo hemos visto desde entonces, quiero decir; ahora lo entiendo… nos preguntábamos por qué se habría marchado, y ahora lo veo claro como el agua. Fue él quien robó esa bolsa de piedras. Esto es lo que hizo. Hemos tratado de imaginarnos desde entonces qué había robado, y ahora lo entiendo.

—Claro —exclamó Peebles—. Eso es, y ya está.

—Deberíamos
haberrrlo
sabido —coincidió Bluber.

—No obstante, voy a registraros —dijo Tarzán, y cuando el jefe se acercó y Tarzán le explicó lo que deseaba, enseguida desnudaron y registraron a los tres blancos. Incluso revisaron a fondo sus pocas pertenencias, pero no apareció ninguna bolsa de piedras.

Sin decir una sola palabra, Tarzán volvió a la jungla y, al cabo de unos instantes, los negros y los tres europeos vieron el hojoso mar de follaje engullir al hombre-mono y al león de oro.

—¡Que Dios ayude a Kraski! —exclamó Peebles.

—¿Para qué supones que quiere una bolsa de piedras? —preguntó Throck—. Debe de estar un poco loco.

—Nada de loco —exclamó Bluber—. En
Áfrrrica
sólo hay un tipo de
piedrrras
que Kraski
robarrría
y con las que
huirrría
a la jungla solo: diamantes.

Peebles y Throck abrieron ojos como platos, sorprendidos.

—¡Maldito ruso! —exclamó el primero—. Nos engañó, esto es lo que hizo.

—Probablemente nos ha salvado la vida —dijo Throck—. Si el hombre-mono hubiera encontrado con nosotros a Kraski y a éste con los diamantes, todos habríamos corrido la misma suerte; no se hubiera creído que no sabíamos nada, y Kraski no habría hecho nada para ayudarnos.

—¡Espero que dé alcance a ese canalla! —exclamó Peebles con vehemencia.

Unos instantes después, enmudecieron al ver que Tarzán regresaba al campamento, pero no prestó atención a los blancos, sino que fue directamente al guía, con quien habló varios minutos. Después, una vez más, se volvió y se marchó.

Tarzán, con la información que le había dado el guía, se alejó en dirección a la aldea donde había dejado a los cuatro blancos a cargo del jefe, y de la que Kraski más tarde había escapado solo. Avanzaba rápidamente, dejando que Jad-bal-ja le siguiera, y cubrió la distancia que le separaba de la aldea en muy poco tiempo, ya que, se movía casi en línea recta a través de los árboles, donde no había maleza enmarañada que le impidiera avanzar.

Fuera de la aldea captó el rastro de olor de Kraski, ya casi desvaído, es cierto, pero aún discernible por las buenas facultades olfativas del hombre-mono. Lo siguió veloz, ya que Kraski se había aferrado tenazmente al sendero abierto que serpenteaba en dirección oeste.

El sol casi había desaparecido tras las copas de los árboles del oeste, cuando Tarzán llegó de pronto a un claro junto a un riachuelo que discurría despacio, cerca de cuyas orillas se elevaba una pequeña y tosca choza rodeada por una empalizada y una cerca de espinos.

El hombre-mono se paró y escuchó, oliscó el aire con su sensible nariz y luego, sigilosamente, cruzó el claro hacia la choza. En la hierba que crecía fuera de la empalizada, yacía el cuerpo sin vida de un hombre blanco, y una sola mirada le bastó al hombre-mono para saber que se trataba del fugitivo al que buscaba. Al instante comprendió que era inútil registrar el cadáver para encontrar la bolsa de diamantes, ya que era de suponer que estaría en posesión de quien hubiera asesinado al ruso. Un somero examen le confirmó que los diamantes habían volado.

Huellas recientes en el interior de la choza y el exterior de la empalizada revelaban la presencia de un hombre y una mujer, y el rastro de olor del primero se parecía al de la criatura que había matado a Gobu, el gran simio, y dado caza a Bara, el ciervo, en las reservas del hombre-mono. Pero la mujer… ¿quién era? Era evidente que sus pasos eran cansados y los pies debían de estar llagados, ya que, en lugar de zapatos, llevaba vendas de tela.

Tarzán siguió el rastro de olor del hombre y de la mujer, que salia de la choza y se adentraba en la jungla. A medida que avanzaba, se hizo evidente que la mujer había ido rezagada y que había empezado a cojear cada vez más dolorosamente. Su avance era muy lento y Tarzán vio que el hombre no la había esperado, sino que en algunos lugares había estado a considerable distancia por delante de ella.

Y así era, en efecto: Esteban se hallaba mucho más adelante que Flora Hawkes, cuyos pies heridos y sangrantes apenas la sostenían.

—Espérame, Esteban —le había suplicado—. No me abandones. No me dejes sola en esta jungla terrible.

—Entonces sigue mis pasos —gruñó el español—. ¿Crees que con la fortuna que tengo en mi poder voy a esperar aquí eternamente, en medio de la jungla, a que alguien me dé alcance y me la quite? No, voy a ir a la costa lo más deprisa que pueda. Si puedes seguir, muy bien. Si no, es tu problema.

—Pero no puedes abandonarme. Ni siquiera tú, Esteban, podrías ser tan bestia después de todo lo que me has obligado a hacer por ti.

El español se echó a reír.

—No eres para mí —dijo— más que un guante viejo. Con esto —sostuvo ante sí la bolsa de diamantes— puedo comprar los mejores guantes en todas las capitales del mundo; guantes nuevos —y se rió porfiadamente de su pequeña broma.

—Esteban, Esteban —gritó ella—, ven, vuelve. No puedo más. No me abandones. Por favor, vuelve y sálvame.

Pero él se limitó a soltar una carcajada, y cuando en un recodo del camino desapareció de la vista, la mujer se desplomó en el suelo, indefensa y exhausta.

CAPÍTULO XX

EL REGRESO DEL MUERTO

A
QUELLA noche Esteban acampó él solo al lado de un sendero de la jungla que serpenteaba por el lecho seco de un antiguo río, junto al cual aún fluía un pequeño arroyo, el agua que el español tanto anhelaba.

Estaba tan imbuido de que era en verdad Tarzán de los Monos que se revestía de un falso valor y pensaba que podía acampar solo en el suelo sin recurrir a ningún tipo de protección; la fortuna le había favorecido en este aspecto, pues ninguna bestia de presa se le había presentado en las ocasiones en que se había atrevido a tanto. Mientras Flora Hawkes había estado con él, había construido refugios para ella, pero ahora que la había abandonado y volvía a estar solo, no podía, en el papel que había asumido, pensar siquiera en un acto tan afeminado como la construcción de una cerca de espinos para protegerse durante la oscuridad de la noche.

Sin embargo, sí preparó una fogata, pues había conseguido una presa y aún no había llegado al punto de salvajismo primitivo que le permitiera siquiera imaginar que le gustara la carne cruda.

Después de devorar cuanta carne quiso y de beber en el arroyuelo, Esteban se sentó ante el fuego, donde sacó la bolsa de diamantes de su taparrabos, la abrió y derramó un puñado de las preciosas gemas en la mano. La vacilante luz del fuego jugueteaba sobre ellas y enviaba destellos relucientes a la oscuridad de la jungla circundante, mientras el español se pasaba las piedras preciosas de una mano a otra y, en el bonito juego de luz, el español proyectaba visiones del futuro —poder, lujo, mujeres hermosas—, todo lo que aquella gran riqueza podía proporcionar a un hombre. Con los ojos entornados, soñó con que debería buscar en el mundo entero para encontrar la mujer de sus sueños que siempre había buscado, la mujer ideal que nunca había encontrado, la compañera adecuada para el Esteban Miranda que imaginaba ser. Entonces, por debajo de las pestañas oscuras que velaban sus párpados entrecerrados, el español tuvo la impresión de ver, a la temblorosa luz de la fogata, la vaga materialización de esa figura: la imagen de una mujer, vestida con una diáfana túnica blanca, que parecía cernirse sobre él fuera del cerco de luz, en la parte más elevada de la orilla del antiguo río.

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