Tarzán y el león de oro (5 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Tarzán y el león de oro
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La guerra había reducido los recursos de los Greystoke y sus ingresos ahora eran escasos. Habían colaborado activamente en la causa de los aliados, y lo poco que les quedaba se había agotado en la rehabilitación de la finca africana de Tarzán.

—Jane, tengo la impresión —dijo una noche a su esposa— de que tendré que realizar otro viaje a Opar.

—Temo pensar en ello. No quiero que te vayas —le respondió—. Has escapado dos veces de esa horrible ciudad, pero has salvado la vida por los pelos. La tercera vez puede que no seas tan afortunado. John, tenemos suficiente para vivir aquí felices y con comodidad. ¿Por qué arriesgar estas dos cosas que son más importantes que toda la riqueza posible en otro intento de asaltar las cámaras del tesoro?

—No hay ningún peligro, Jane —le aseguró él—. La última vez Werper me siguió los pasos, y entre él y el terremoto por poco acabaron conmigo. Pero no es probable que se repita la misma combinación de circunstancias adversas.

—¿No irás solo? —preguntó ella—. ¿Te llevarás a Korak?

—No —respondió Tarzán—. No me lo llevaré. Él tiene que quedarse aquí contigo, pues realmente mis largas ausencias son más peligrosas para ti que para mí. Me llevaré cincuenta waziri, como porteadores, para transportar el oro, y así podremos traer suficiente para que nos dure mucho tiempo.

—¿Y Jad-bal-ja? —preguntó Jane—, ¿te lo llevarás?

—No, será mejor que se quede aquí; Korak puede cuidar de él y llevárselo a cazar de vez en cuando. Viajaré más rápido y para él sería un viaje demasiado duro; a los leones no les gusta mucho moverse bajo el ardiente sol, y como viajaremos principalmente de día, dudo que Jad-bal-ja durara mucho.

Y así fue como Tarzán de los Monos emprendió una vez más el largo camino que conduce a Opar. Le seguían cincuenta fornidos waziri, los mejores de la tribu guerrera que había adoptado a Tarzán como jefe. En el porche del bungaló se quedaron Jane y Korak despidiéndoles con la mano y, procedentes de la parte posterior del edificio, se oían los rugidos de Jad-bal-ja, el león de oro. Y mientras se alejaban, la voz de Numa les acompañó por la llanura hasta que se perdió en la distancia.

Como la velocidad de Tarzán estaba determinada por la de los negros, que era más lenta, su avance no era muy rápido. Opar se hallaba a unos buenos veinticinco días de marcha desde la granja si se viajaba ligero de equipaje, como en este caso, pero en el viaje de regreso, cargados con los lingotes de oro, su avance se preveía más lento. Razón por la cual el hombre-mono destinaba dos meses a la aventura. Su safari, que consistía solamente en guerreros expertos, permitía un avance realmente rápido. No llevaban provisiones, pues todos eran cazadores y, además, atravesaban una región en la que abundaba la caza; por lo tanto, era innecesario cargar con los incómodos bultos que llevaban los cazadores blancos.

Unas ramas de espinos y unas cuantas hojas les proporcionaban cobijo para pasar la noche, mientras que las lanzas, flechas y los poderes de su gran jefe blanco aseguraban que su estómago jamás estaría vacío. Con los hombres escogidos que llevaba consigo, Tarzán esperaba realizar el viaje en veintiún días, aunque de haber viajado solo habría ido dos o tres veces más deprisa, ya que, cuando Tarzán decidía viajar con velocidad, casi volaba a través de la jungla, pues se hallaba en ella como en su casa, tanto de día como de noche, y prácticamente era incansable.

Un día por la tarde de la tercera semana de marcha, Tarzán, que se había adelantado a sus negros en busca de caza, tropezó de pronto con el cuerpo de Bara, el ciervo, con una flecha clavada en el costado. Era evidente que el animal resultó herido a algunos metros de donde había caído para morir, pues la posición de la flecha indicaba que la herida no podía haberle causado la muerte inmediatamente. Pero lo que llamó más su atención, aun antes de acercarse lo suficiente para efectuar un examen minucioso, fue la forma de la flecha, y en cuanto la arrancó del cuerpo del ciervo supo lo que era y se quedó tan asombrado como usted o como yo nos quedaríamos si viéramos un tocado swazi nativo en Broadway o en el Strand de Londres, pues la flecha era exactamente de las que se podían comprar en la mayoría de tiendas de deportes de cualquier gran ciudad del mundo, una flecha de las que venden y se utilizan para la práctica del arco en los parques y barrios periféricos de las ciudades. Nada podía ser más incongruente que este absurdo juguete en el corazón de la salvaje África y, sin embargo, había cumplido con su cometido de forma eficaz, como era evidente por el cadáver de Bara; asimismo el hombre-mono sabía que la flecha no había sido lanzada por ninguna mano salvaje y experta.

Esto despertó la curiosidad de Tarzán y también su precaución inherente. Hay que conocer bien la jungla para sobrevivir mucho tiempo en ella y, si se la conoce bien, no hay que dejar sin explicación ningún suceso o circunstancia insólitos. Por esa razón Tarzán volvió sobre los pasos de Bara con el propósito de averiguar, si era posible, la naturaleza del que había matado a Bara. El rastro de sangre era fácil de seguir y el hombre-mono se preguntó por qué el cazador no lo había seguido para cobrar su pieza, muerta desde el día anterior. Descubrió que Bara había venido de lejos; el sol ya estaba bajo en el oeste antes de que Tarzán encontrara los primeros indicios de la matanza del animal. Eran huellas que le sorprendieron tanto como la flecha. Las examinó con atención y se agachó para oliscarlas con su fino olfato. Era improbable, por imposible que pareciera, que las huellas de pies descalzos fueran de un hombre blanco: un hombre corpulento, probablemente tanto como el propio Tarzán. Mientras el hijo adoptivo de Kala miraba fijamente el rastro del misterioso extraño, se pasó los dedos de una mano por su espesa cabellera negra, en un gesto característico que indicaba profunda perplejidad.

¿Qué hombre blanco descalzo podía haber en la jungla de Tarzán que matara su caza con una bonita flecha de un club de tiro con arco? Era increíble que fuera así, y sin embargo acudieron a la mente del hombre-mono los vagos rumores que había oído semanas atrás. Decidido a resolver el misterio, partió siguiendo el rastro del extraño, un rastro errático que serpenteaba a través de la jungla, aparentemente sin rumbo, impulsado, supuso Tarzán, por la ignorancia de un cazador inexperto. Pero cayó la noche antes de que hubiera encontrado una solución al enigma, y era negra noche cuando el hombre-mono volvió sobre sus pasos para regresar al campamento.

Sabía que sus waziri estarían esperando carne y Tarzán no tenía intención de decepcionarles, aunque descubrió entonces que no era el único que cazaba en aquella zona esa misma noche. Oyó cerca el áspero rugido de un león, que le anunció su presencia y, entonces, a lo lejos, oyó el rugido de otro. Pero ¿qué importancia tenía para el hombre-mono que otros cazaran? No sería la primera vez que comparara su astucia, su fuerza y su agilidad con las de otros cazadores de su mundo salvaje, humanos y bestias.

Y así Tarzán por fin obtuvo su presa, arrebatándosela casi de las fauces a un decepcionado y enfurecido león: un gordo antilope que el anterior había señalado como de su propiedad. El hombre-mono se echó al hombro la pieza cobrada casi en el camino de Numa, descendió ligero al terreno inferior, y con una carcajada burlona para el enfurecido felino, desapareció ruidosamente en la noche.

Encontró el campamento y a sus hambrientos waziri sin problemas, y tan grande era la fe que tenían en él que ni por un instante dudaron que regresaría con carne para ellos.

A primera hora de la mañana siguiente, Tarzán partió de nuevo hacia Opar; ordenó a sus waziri que prosiguieran la marcha en línea lo más recta posible y los dejó para seguir investigando la misteriosa presencia de la que las huellas y la flecha le habían advertido. Volvió al lugar donde la oscuridad le obligó a abandonar su búsqueda y siguió el rastro del extraño. No había ido muy lejos cuando dio con más señales de la presencia de esta nueva y maligna personalidad: ante él se encontraba el cuerpo de un simio gigantesco, de la tribu de grandes antropoides entre los que Tarzán había crecido. En el prominente abdomen del mangani sobresalía otra de las flechas de la civilización hechas en serie. El hombre-mono entrecerró los ojos y la preocupación ensombreció su frente. ¿Quién se atrevía a invadir sus sagradas reservas y matar de forma tan despiadada al pueblo de Tarzán?

Un rugido bajo resonó en la garganta del hombre-mono. La capa de civilización con que Tarzán se cubría cuando estaba entre los blancos desaparecía en cuanto se despojaba de la ropa de la civilización. Quien contemplaba el cuerpo de su peludo primo no era ningún lord inglés, sino otra bestia de la jungla en cuyo pecho rugía el fuego inextinguible del recelo y el odio hacia la humanidad, tan característico en quienes se han criado en la jungla. Una bestia depredadora contemplaba el sangriento resultado de la acción despiadada del hombre. Tarzán no tenía conciencia de que le uniera ningún parentesco de sangre con el individuo que había cometido la matanza.

Comprobó que el rastro era de sólo dos días antes, y decidió apresurarse en la persecución del asesino. No le cabía duda de que se había cometido una matanza, pues conocía suficientemente bien las características de los mangani para saber que ninguno de ellos provocaría el ataque a menos que se viera impulsado a hacerlo.

Tarzán viajaba contra el viento, y media hora después de descubrir el cuerpo del simio su aguzado olfato captó el olor de otros de su especie. Como conocía la timidez de estos fieros habitantes de la jungla avanzó con gran cautela, no fuera que, advirtiendo su presencia, huyeran antes de conocer su identidad. No los veía a menudo, aunque sabía que alguno siempre lo recordaba, y que a través de ellos podría relacionarse con el resto de la tribu.

Ante la espesura de la maleza Tarzán decidió avanzar por la zona intermedia de los árboles, y allí, columpiándose libre y velozmente entre las ramas, alcanzó a los gigantescos antropoides. Había unos veinte y estaban ocupados, en un pequeño calvero natural, en su interminable búsqueda de gusanos y cucarachas, elementos importantes en la dieta de los mangan.

Un ligero olor llegó a la cara del hombre-mono cuando se detuvo en una rama grande, oculto por el follaje, y observó al pequeño grupo. Cualquier acción, cualquier movimiento de los grandes simios recordaba vivamente a Tarzán los largos años de su infancia cuando, protegido por el fiero amor maternal de Kala, la simia, había explorado la jungla con la tribu de Kerchak. En los jóvenes juguetones volvía a ver a Neeta y a sus otros compañeros de niñez, y en los adultos a todas las grandes bestias salvajes que había temido en su juventud y conquistado en su edad adulta. Los modos del hombre pueden cambiar, pero los del simio siempre son los mismos: ayer, hoy y mañana.

Los observó en silencio durante unos minutos. ¡Cuánto se alegrarían de verle cuando descubrieran su identidad! Porque Tarzán de los Monos era conocido a todo lo largo y lo ancho de la gran jungla como el amigo y protector de los mangan. Al principio le gruñirían y amenazarían, porque no confiarían sólo en sus ojos y en sus oídos para confirmar su identidad. No lo harían hasta que entrara en el claro y los ofendidos machos le rodearan enseñando los colmillos y se acercaran lo suficiente para que su olfato comprobara lo que veían sus ojos y oían sus oídos; entonces lo aceptarían y sin duda reinaría una gran excitación durante unos minutos, hasta que, siguiendo los instintos de los simios, su atención se desviara hacia una hoja que se movía, una oruga o un huevo de pájaro y no se fijaran en él más que en cualquier otro miembro de la tribu. Pero esto no llegaría hasta que cada individuo lo hubiera olido y, quizá, tocado con sus rugosas patas.

Por fin Tarzán emitió un amistoso saludo y cuando los simios levantaron la vista, salió de su escondrijo para que le vieran bien.

—Soy Tarzán de los Monos —anunció—, poderoso luchador, amigo de los mangani. Tarzán viene a su gente en son de amistad —y con estas palabras saltó a la exuberante hierba del claro.

Al instante se armó un gran revuelo. Dando gritos de alarma, las hembras corrieron con los jóvenes hasta el otro lado del claro, mientras los machos, gruñendo furiosos, se enfrentaban al intruso.

—Vamos —gritó Tarzán—, ¿no me conocéis? Soy Tarzán de los Monos, amigo de los mangani, hijo de Kala y rey de la tribu de Kerchak.

—Te conocemos —gruñó uno de los viejos machos—; ayer vimos cómo mataste a Gobu. Vete o te mataremos.

—Yo no maté a Gobu —replicó el hombre-mono—. Ayer encontré su cuerpo muerto y seguía el rastro de su asesino cuando he tropezado con vosotros.

—Te vimos —repitió el viejo macho—: vete o te mataremos. Ya no eres amigo de los mangani.

El hombre-mono frunció el ceño y se quedó pensativo. Estaba claro que los simios creían realmente que le habían visto matar a su compañero. ¿Cuál era la explicación? ¿Qué podía explicarlo? ¿Las huellas desnudas del gran hombre blanco al que había seguido significaban algo más, entonces, de lo que él suponía?, se preguntó Tarzán. Alzó la vista y se dirigió de nuevo a los machos.

—No fui yo quien mató a Gobu —insistió—. Muchos de vosotros me conocéis de toda la vida. Sabéis que sólo en una pelea justa, como un macho pelea con otro, mataría a un mangani. Sabéis que de todos los habitantes de la jungla, los mangani son mis mejores amigos, y que Tarzán de los Monos es el mejor amigo de los mangani. ¿Cómo, pues, podría yo matar a uno de los míos?

—Sólo sabemos —respondió el viejo macho— que te vimos matar a Gobu. Con nuestros propios ojos te vimos matarlo. Vete enseguida, o te mataremos. Poderoso luchador es Tarzán de los Monos, pero más poderosos que él son los machos de Pagth. Yo soy Pagth, rey de la tribu de Pagth. Vete antes de que acabemos contigo.

Tarzán intentó razonar con ellos, pero no le escucharon, tan seguros estaban de que era él quien había matado a su compañero, el macho Gobu. Por fin, para no arriesgarse a una pelea en la que era inevitable que algunos de ellos murieran, Tarzán se marchó, entristecido. Por esa razón y más que nunca estaba decidido a buscar al asesino de Gobu para ajustarle las cuentas al que se atrevía a invadir de aquel modo sus dominios de toda la vida.

Tarzán siguió el rastro hasta que éste desapareció entre otras muchas huellas humanas; negros descalzos en su mayor parte, pero entre las de éstos se encontraban las huellas de hombres blancos con botas, y hasta vio huellas de una mujer o de un niño, aunque no pudo distinguirlas. Al parecer el rastro conducía hacia las colinas rocosas que protegían el árido valle de Opar.

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