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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán y las joyas de Opar (18 page)

BOOK: Tarzán y las joyas de Opar
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A Werper no se le escapó que Mugambi había visto la bolsa y las piedras. El belga recogió precipitadamente las preciosas gemas y volvió a guardarlas en la bolsa, mientras Mugambi, con fingido aire de indiferencia, se alejaba hacia el río para bañarse.

A la mañana siguiente, Abdul Murak tuvo un terrible acceso de cólera, mezclado con intensa decepción, al descubrir que su gigantesco prisionero negro había huido durante la noche. Ese mismo descubrimiento llenó automáticamente de terror a Werper… hasta que sus temblorosos dedos comprobaron que la bolsa seguía en su sitio, bajo la camisa, y que dentro de ella se palpaba el duro contorno de las piedras preciosas que contenía.

Numa arrancó de la silla al desvalido árabe.

CAPÍTULO XVI

TARZÁN ACAUDILLA DE NUEVO A LOS MANGANIS

A
COMPAÑADO de dos de sus sicarios, Ahmet Zek dio un amplio rodeo en dirección sur, dispuesto a interceptar a su fugitivo lugarteniente. Otros miembros de la pandilla de facinerosos se habían desplegado en distintas direcciones, de manera que, en el transcurso de la noche, formaron un amplio círculo, que ahora batía el terreno de regreso hacia el centro.

Ahmet y sus dos secuaces habían hecho un alto poco antes del mediodía para descansar brevemente. Se sentaron en cuclillas bajo los árboles del borde meridional de un claro. El jefe de la banda estaba de un humor de mil demonios. Que se la hubiera jugado un infiel ya era bastante malo, pero que, encima, se le hubiesen escurrido de entre los dedos aquellas joyas que, en su avaricia, ya consideraba suyas, era demasiado… Indudablemente, Alá debía de estar muy enfadado con su siervo para castigarle así.

Bueno, menos mal que aún contaba con la prisionera. En el norte se la pagarían bien y, por otra parte, le quedaba el tesoro enterrado junto a las ruinas de la casa del inglés.

Un leve rumor que se produjo en la vegetación, al otro lado del calvero, encendió la alarma en el cerebro de Ahmet Zek, que se puso alerta automáticamente. Empuñó el rifle, a punto para utilizarlo, al tiempo que indicaba por señas a sus esbirros que se ocultaran y se mantuvieran en silencio. Agazapados detrás de la maleza, el trío aguardó con la mirada fija en la parte opuesta del espacio abierto.

Al cabo de un instante se produjo una abertura en el follaje y asomó por ella el rostro de una mujer que miró temerosa a un lado y a otro del calvero. Segundos después, convencida de que ningún peligro rondaba por allí al acecho, la dama salió al claro y quedó expuesta a la vista del árabe.

Ahmet Zek contuvo el aliento y reprimió la palabrota y la exclamación de incredulidad que pugnaban por salir de su garganta. ¡Aquella mujer era la prisionera que creía segura y perfectamente custodiada en la aldea!

Al parecer, estaba sola, pero Ahmet Zek esperó para tener la certeza absoluta de ello antes de apoderarse de nuevo de la señora. Jane Clayton anduvo despacio a través del claro, Desde que huyó del poblado de los bandidos se había librado en dos ocasiones por puro milagro de caer en las fauces de los carnívoros; y una vez, por poco se dio de manos a boca con uno de sus perseguidores. Aunque casi desesperaba de verse algún día sana y salva en lugar seguro, estaba firmemente decidida a seguir luchando, hasta que la muerte o el éxito pusieran fin a sus esfuerzos.

Mientras los árabes la observaban, ocultos tras la maleza, y Ahmet Zek se las prometía muy felices al ver que la dama se dirigía hacia ellos como si el destino la indujera a caer en sus garras, otro par de ojos contemplaba la escena desde la enramada de un árbol próximo.

Con todo el salvaje brillo de su tonalidad gris, eran unos ojos desconcertados e inquietos, porque a su propietario le turbaba la intangible sensación de que el semblante y la figura de aquella mujer le resultaban ambiguamente familiares.

Un súbito chasquido de ramas que resonó en el punto por donde Jane Clayton había salido al claro hizo que la mujer se detuviera en seco y atrajo la atención de los árabes y del hombre que espiaba desde el árbol hacia el punto de donde llegó el crujido.

La mujer giró en redondo para ver qué nuevo peligro la amenazaba por la espalda y, en el preciso momento en que se volvía, un gigantesco antropoide apareció a la vista y anduvo pesadamente hacia ella. Tras el primer simio surgió otro, y otro, y otro… Pero lady Greystoke no se paró a comprobar cuántas más de aquellas espantosas criaturas iban pisándole los talones.

Emitió un grito ahogado y corrió hacia la selva que bordeaba el calvero por el otro lado. Cuando llegó a los arbustos que crecían allí, Ahmet Zek y sus dos esbirros se incorporaron y la agarraron. Al mismo tiempo, un gigante desnudo y moreno saltó al suelo desde las ramas de un árbol que se alzaba a la derecha del claro.

Se volvió hacia los sorprendidos monos, les dirigió una breve andanada de voces guturales y, sin detenerse a comprobar el efecto que tales vocablos ejercían sobre ellos, dio media vuelta y corrió hacia los árabes.

Ahmet Zek arrastraba a Jane Clayton hacia el caballo. Los otros dos bandidos ya habían desatado las monturas. Mientras forcejeaba para zafarse y escapar del árabe, la mujer volvió la cabeza y vio al hombre-mono que se acercaba a la carrera. Un alegre rayo de esperanza iluminó el semblante de lady Greystoke.

—¡John! —exclamó—. ¡Has llegado a tiempo, gracias a Dios!

Detrás de Tarzán iban los grandes monos, un tanto desconcertados, pero obedientes a las órdenes recibidas. Los árabes se dieron cuenta de que no tenían tiempo de montar en sus corceles y huir antes de que las fieras y el hombre se les hubiesen echado encima. Ahmet Zek reconoció en éste último al temible enemigo de los sujetos de su ralea y comprendió también que aquella circunstancia le brindaba la oportunidad de desembarazarse de una vez por todas de la amenaza que representaba la presencia del hombre-mono.

Gritó a los esbirros que imitasen su ejemplo, se echó el rifle a la cara y apuntó al gigante lanzado al ataque. Los dos secuaces de Ahmet Zek actuaron con la misma diligencia y celeridad que su jefe. Dispararon casi simultáneamente y, al sonar las detonaciones de los rifles, Tarzán de los Monos y dos de sus peludos aliados se desplomaron de bruces sobre las hierbas de la jungla.

El estruendo de los disparos hizo que el resto de los simios se detuvieran, perplejos, distracción momentánea que Ahmet Zek y su pareja de sicarios aprovecharon para saltar a la silla de sus caballos y alejarse al galope, no sin llevarse consigo a la ahora desesperanzada y desconsolada Jane Clayton.

Cabalgaron de vuelta a la aldea y lady Greystoke se vio otra vez encerrada en la pequeña y cochambrosa choza de la que pensaba haber escapado felizmente y para siempre. Pero en esa ocasión no sólo le pusieron un centinela adicional, sino que también la ataron.

De uno en uno o por parejas, los hombres que Ahmet Zek enviara tras el rastro del belga fueron regresando; y todos llegaban con las manos vacías. Al escuchar las explicaciones que cada uno de ellos le iba dando, la rabia y la desolación del bandido aumentaban progresivamente, hasta que su ánimo alcanzó tal grado de iracunda ferocidad que nadie se atrevió a acercársele. Al tiempo que su boca disparaba maldiciones y amenazas, Ahmet Zek recorría el interior de su tienda de un extremo a otro, pero su arrebato de cólera no le sirvió de nada: Werper había desaparecido y con él la fortuna en rutilantes joyas que despertó la codicia del jefe y suspendió una sentencia de muerte sobre la cabeza del lugarteniente.

Tras la fuga de los árabes, los grandes monos dedicaron su atención a los camaradas caídos. Uno estaba muerto, pero el otro y el gigante blanco todavía respiraban. Los velludos monstruos se agolparon en torno a los dos supervivientes, mientras murmuraban y rezongaban como suelen hacer los miembros de esa especie.

Tarzán fue el primero en recobrar el conocimiento. Se sentó y lanzó una mirada a su alrededor. Manaba la sangre de la herida que tenía en el hombro. El impacto del proyectil le derribó sobre el suelo y lo dejó atontado, pero distaba mucho de estar muerto. Se puso en pie despacio y sus ojos fueron a posarse en el punto donde vio por última vez a la mujer que había despertado en su pecho tan extrañas emociones.

—¿Dónde está la mujer? —preguntó.

—Se la llevaron los tarmanganis —contestó uno de los monos—. ¿Quién eres tú, que hablas el lenguaje de los manganis?

—Yo soy Tarzán —respondió el hombre-mono—, cazador poderoso, el mayor de los luchadores. Cuando rujo, la selva enmudece y tiembla de terror. Soy Tarzán de los Monos. He estado ausente, pero ahora he vuelto con mi pueblo.

—Sí —confirmó un mono viejo—, es Tarzán. Le conozco. Hemos de alegramos de que haya vuelto con nosotros. Ahora tendremos buena caza.

Los demás simios se acercaron y olfatearon al hombre-mono. Tarzán permaneció rígido, con los colmillos medio al aire y los músculos tensos y listos para entrar en acción. Pero nadie discutió su derecho a estar con ellos y, por último, tras dar por concluido satisfactoriamente su examen, los monos proyectaron su atención sobre el otro superviviente.

Su herida era también leve, la bala sólo le había rozado el cráneo, dejándolo aturdido durante unos minutos, pero en cuanto recuperó la conciencia pareció encontrarse de nuevo en unas condiciones físicas tan perfectas como siempre.

Los monos comunicaron a Tarzán que avanzaban hacia el este cuando el olor de la mujer les atrajo hacia ella y se dedicaron a acecharla.

Ahora deseaban reanudar su interrumpida marcha, pero Tarzán prefería seguir a los árabes y rescatar a la mujer. Tras un buen rato de enconada discusión se decidió que empezarían por dedicar unas cuantas jornadas a cazar por el este y que luego volverían y buscarían a los árabes; y como el tiempo es algo que para los simios tiene una importancia relativa, Tarzán accedió, ya que su estado mental había sufrido tal regresión que se encontraba apenas por encima del de los simios.

Otra circunstancia que le inclinó a aplazar la persecución de los árabes fue el dolor que le producía la herida. Consideró que era preferible esperar a que se curase antes de volver a exponerse a los impactos de las armas de los tarmanganis.

Y así fue como, mientras a Jane Clayton la empujaban al interior de la choza, como prisionera atada de pies y manos, su paladín natural vagaba en dirección este en compañía de una veintena de monstruos peludos, con los que se codeaba con la misma familiaridad con la que pocos meses antes había alternado con los elegantes miembros de los clubes más selectos y exclusivistas de Londres.

Pero en lo más recóndito de su atribulado cerebro latía el turbador convencimiento de que aquel no era su sitio, de que allí no pintaba nada, de que, por alguna razón que no podía explicarse, debía estar en otro lugar y entre otra clase de seres. Además, no le abandonaba el apremiante impulso de seguir el rastro de los árabes y rescatar a la mujer que tan profunda impronta había dejado en sus sentimientos, aunque la palabra que acudía a su mente al pensar en aquella aventura no era «rescatar», sino más bien «capturar».

Para él, aquella mujer era como cualquier otra-hembra de la jungla, y pensaba en ella como compañera, como pareja. Durante unos segundos, cuando la tuvo más cerca en el claro donde los árabes la habían apresado, a sus fosas nasales acudió el sutil perfume que despertara por primera vez sus deseos en la choza donde ella estuvo prisionera. Y ese aroma le dijo que había encontrado a la criatura por la que entonces experimentó tan súbita e inexplicable pasión.

La cuestión de la bolsa de joyas también ocupaba en cierta medida sus pensamientos, de modo que tenía un doble y más bien apremiante incentivo para volver al campamento de los malhechores. Podría apoderarse de las piedrecitas de colores y de la hembra. Después regresaría junto a los grandes monos, con su nueva compañera y con su bisutería. Conduciría a los peludos antropoides a las profundidades de la jungla, lejos del alcance de los hombres, y llevaría su propia vida, cazaría y lucharía entre las especies inferiores, que era la única forma de existencia que ahora recordaba.

Explicó sus propósitos a los simios, en un intento de convencerles para que le acompañasen, pero todos rechazaron la idea; todos, menos Taglat y Chulk Este último era joven y fuerte, dotado de una inteligencia superior al resto de sus congéneres y, en consecuencia, poseedor de una capacidad imaginativa más desarrollada. La expedición tenía para él todo el atractivo de la aventura, cosa que le seducía enormemente. En el caso de Taglat, el incentivo era otro: era un aliciente secreto y siniestro que, de haberlo conocido Tarzán de los Monos, le habría impulsado a abalanzarse automáticamente, rebosante de celosa cólera, sobre la garganta del simio.

Aunque había dejado atrás la juventud, Taglat seguía siendo una bestia formidable, de impresionante musculatura, cruel y, merced a su mayor experiencia, hábil y astuta. Era también un individuo de proporciones gigantescas y el peso de su cuerpo voluminoso le servía a veces para contrarrestar la agilidad superior de adversarios más jóvenes.

Tenía un talante esquinado, tristón y huraño, que lo distinguía entre sus torvos compañeros, en una tribu donde tales características de gesto amenazador son la regla más que la excepción, y aunque Tarzán no tenía la más remota idea de ello, Taglat odiaba al hombre-mono con una ferocidad que sólo podía disimular porque el espíritu preponderante de una criatura más noble que él le inspiraba una especie de temor reverencial que le resultaba tan imponente como inexplicable.

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