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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán y las joyas de Opar (31 page)

BOOK: Tarzán y las joyas de Opar
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¡Tarzán, su Tarzán vivía! Un grito de júbilo inenarrable brotó de los labios de Jane Clayton, para transformarse instantáneamente en un gemido de terror, al ver la absoluta indefensión en que se encontraba su compañero. Observó que Numa, repuesto del impacto y la sorpresa, se revolvía contra Tarzán, animado por un frenético afán de venganza.

Caído a los pies del hombre-mono se encontraba el fusil del abisinio muerto, cuyo mutilado cadáver seguía tendido en el lugar donde Numa lo abandonó. La rápida ojeada que barrió el suelo en busca de algún arma con la que defenderse tropezó con el fusil y, cuando el león se erguía, rampante, sobre los cuartos traseros, para acabar a zarpazos con aquel temerario suicida del género humano que había osado interponerse entre Numa y su presa, la pesada culata del rifle trazó un arco en el aire y se hizo astillas contra la amplia frente del león.

El golpe de Tarzán no fue el simple estacazo que hubiese podido descargar un hombre corriente, sino que llevaba toda la furia demencial, respaldada además por los músculos de acero con que le había dotado una infancia selvática entre los árboles. Fue un golpe tan tremendo que las astillas de madera se hundieron en la cabeza de la fiera hasta llegar al cerebro y el grueso cañón se dobló y quedó en forma de tosca V.

En el instante en que el león se desplomaba sobre el suelo, sin vida, Jane Clayton se arrojó en los acogedores y anhelantes brazos de su marido. La mujer apretó durante unos segundos contra el suyo el amado cuerpo del esposo. Luego, Tarzán lanzó una mirada en tomo y sus sentidos tomaron conciencia de los peligros que los rodeaban.

A diestra y siniestra, los leones saltaban sobre nuevas víctimas. Caballos locos de pánico los amenazaban con sus erráticos brincos y carreras de un lado a otro del recinto. Los proyectiles que disparaban los defensores supervivientes incrementaban todavía más los peligros de su comprometida situación.

Continuar allí era cortejar a la muerte. Tarzán cogió a Jane Clayton y se la echó al hombro. Los negros que habían sido testigos de su advenimiento contemplaron atónitos a aquel gigante blanco que saltó con agilidad a las ramas del árbol del que tan sobrenaturalmente había descendido y se desvanecía entre el follaje tal como se presentó, cargado esta vez con la prisionera.

Estaban demasiado ocupados defendiéndose como para, encima, tener que preocuparse de detenerle, aparte de que lo único que hubieran conseguido sería malgastar una preciosa bala que un momento después les iba a resultar imprescindible para detener la embestida de un felino enemigo.

De forma que, sin que nadie le molestara, Tarzán abandonó el campamento de los abisinios, el fragor de cuya batalla le estuvo acompañando en su marcha a través de la jungla hasta que la distancia, que lo había ido debilitando paulatinamente, lo apagó del todo.

Durante el regreso hacia el punto donde había dejado a Werper, el corazón del hombre-mono rezumaba alegría, un júbilo que había sustituido al temor y la pesadumbre que poco antes reinaban en él. Se había hecho el firme propósito de perdonar al belga y ayudarle en su huida. Pero cuando llegó al lugar donde teóricamente debía encontrarse Werper, éste había desaparecido y, aunque Tarzán le llamó repetidamente y a grandes voces, no obtuvo respuesta. Convencido de que el belga le había dado esquinazo por razones que sólo él conocería, John Clayton consideró que no estaba obligado a exponer a su esposa a ulteriores peligros, contrariedades y molestias emprendiendo una persecución y búsqueda a fondo del belga desaparecido.

—Con su huida, ha confesado tácitamente su culpabilidad, Jane —dijo—. Dejémosle que vaya a descansar en la cama que él mismo se ha preparado.

En línea recta, como palomas mensajeras que vuelan de regreso a su palomar, Tarzán y su esposa volvieron hacia las ruinas asoladas de lo que había sido centro de una existencia feliz y que pronto habrían reconstruido con la ayuda de los voluntariosos y alegres trabajadores negros, que de nuevo se sentirían dichosos al ver regresar a unos señores cuya desaparición habían llorado al darlos por muertos.

En la trayectoria de su camino tuvieron que pasar junto a la aldea de Ahmet Zek, donde no encontraron más que los restos calcinados de la empalizada y las chozas de los indígenas, todavía humeantes, testigos mudos de la ira y la venganza de un enemigo poderoso.

—¡Los waziris! —comentó Tarzán, con torva sonrisa.

—¡Dios los bendiga! —exclamó Jane Clayton.

—No pueden estar muy por delante de nosotros —opinó Tarzán—. Me refiero a Basuli y los demás. El oro y las joyas de Opar desaparecieron, Jane. Pero aún nos tenemos el uno al otro… Y a los waziris, contamos con su amistad, su afecto y su lealtad. Comparado con eso, ¿qué valen el oro y las joyas?

—¡Si viviera el pobre Mugambi! —suspiró lady Greystoke—. ¡Y todos los valientes que sacrificaron su vida tratando de proteger la mía!

Avanzaron por la selva sumidos en un silencio en el que se mezclaban la tristeza, el dolor y la alegría y, cuando en el aire se anunciaba el atardecer, a los oídos del hombre-mono llegó el cadencioso murmullo de voces lejanas.

—Nos acercamos a los waziris, Jane —anunció—. Ya los oigo por delante de nosotros. Imagino que se disponen a acampar para pasar la noche.

Media hora después, la pareja llegó al punto donde se encontraba la hueste de guerreros de ébano que Basuli había logrado reunir para desencadenar su guerra de venganza contra los forajidos. Con ellos estaban las mujeres de la tribu que había capturado Ahmet Zek, a las que encontraron y rescataron en la aldea. Sobresaliendo por encima de los gigantescos waziris, la figura familiar de un altísimo negro destacaba junto a Basuli. Era Mugambi, al que Jane creyó muerto entre las calcinadas ruinas de la casa.

¡Qué reunión! Hasta bien entrada la noche, los bailes, los cánticos y las risas no cesaron de despertar ecos en la tenebrosa espesura de la jungla Se repitieron hasta la saciedad las aventuras que cada uno había vivido. Se recordaron una y otra vez los combates con las fieras salvajes y los hombres no menos feroces, y estaba a punto de romper el alba cuando Basuli refirió por enésima vez cómo él y unos cuantos guerreros presenciaron la batalla que mantuvieron los abisinios de Abdul Murak contra los facinerosos de Ahmet Zek por la posesión de los lingotes del oro y cómo, cuando los vencedores se alejaron, ellos, los waziris, salieron sigilosamente de su escondite entre los juncos y arramblaron con los preciosos lingotes, que a continuación escondieron donde ningún ladrón podría encontrarlos.

Encajando las piezas de sus diversas experiencias y relacionando los fragmentos con la persona del belga, no tardó en hacerse patente la verdad acerca de las pérfidas, marrulleras y delictivas actividades de Albert Werper. Sólo lady Greystoke encontró motivo para elogiar el comportamiento del hombre, pero incluso a ella le resultó difícil conciliar sus numerosas acciones infames con aquel único detalle de caballerosidad y honor.

—En lo más profundo del alma de cada ser humano —filosofó Tarzán— tiene que anidar, al acecho, el germen de la rectitud. Fue tu propia virtud, Jane, incluso más que tu desamparo, lo que despertó momentáneamente el último átomo de decencia en ese hombre envilecido. Con esa acción se reconcilió consigo mismo; y es posible que cuando comparezca ante el Supremo Hacedor ese acto tenga más peso en la balanza que todos los pecados que haya cometido.

Jane Clayton pronunció un fervoroso:

—¡Amén!

Habían transcurrido varios meses. El trabajo de los waziris y la fortuna del oro de Opar permitieron reconstruir, amueblar y dotar de las instalaciones precisas la vasta finca de los Greystoke. De nuevo, la vida en la extensa granja africana se deslizaba con la misma sencillez apacible de la época anterior a la llegada del belga y del árabe.

Por primera vez en bastante tiempo, lord Greystoke se dijo que podía permitirse el lujo de disfrutar de una buena fiesta, así que organizó una gran cacería, con el fin de que sus fieles colaboradores celebrasen por todo lo alto el remate de su obra.

En sí misma, la cacería constituyó un éxito apoteósico y, diez días después de que se iniciara, un safari cargado de piezas emprendió el regreso a la llanura de los waziris. Lord y lady Greystoke, con Basuli y Mugambi, cabalgaban juntos a la cabeza de la columna. Reían y conversaban con la desembarazada familiaridad que los intereses comunes y el mutuo respeto establecen entre las personas honradas e inteligentes, sea cual fuere su raza.

La montura de Jane Clayton dio un respingo súbito, al asustarle algo que permanecía medio oculto entre las hierbas de un espacio abierto de la jungla. La aguda mirada de Tarzán se apresuró a buscar el motivo que explicase el sobresalto del animal.

—¿,Qué tenemos allí? —gritó.

Se apeó de la montura y, al cabo de un momento, los cuatro jinetes se agrupaban en torno a una calavera humana y un montoncito de huesos blanqueados.

Tarzán se agachó y recogió del suelo una bolsa de cuero que encontró entre aquellos huesos. El duro perfil de las piezas que contenía la bolsita arrancó a sus labios una exclamación de sorpresa.

—¡Las joyas de Opar! —exclamó, al tiempo que levantaba la bolsa en toda la extensión del brazo. Indicó los huesos que tenía a sus pies—. ¡Y lo que yace ahí son los restos mortales de Werper, el belga!

Mugambi se echó a reír.

—Echa un vistazo a su interior,
bwana
—invitó—, y verás cómo son las joyas de Opar… Verás las piedras preciosas por las que el belga dio su vida.

Y el negro volvió a soltar la carcajada.

—¿De qué te ríes? —le preguntó Tarzán.

—Pues de que, antes de escapar del campamento donde los abisinios nos tenían prisioneros, llené la bolsa del belga con cantos rodados del río —explicó Mugambi—. Dejé que el belga se llevara unas chinas que no valían nada, mientras yo me quedaba con las joyas que te había robado. Lo malo es que, para mi vergüenza y desdicha, a mí me las robaron también, mientras dormía en la selva. Pero, al menos, el belga se quedó sin ellas… Abre la bolsa y lo verás.

Tarzán desató el cordón de cuero que sujetaba la boca de la bolsa y dejó que se deslizara despacio en la palma de la mano el contenido de la bolsa. Mugambi puso unos ojos como platos al ver lo que caía, mientras los demás prorrumpían en exclamaciones de asombro e incredulidad, porque de la raída y mugrienta bolsa de cuero salió un chorro de fulgurantes piedras preciosas.

—¡Las joyas de Opar! —se entusiasmó Tarzán—. ¿Pero cómo es posible que Werper las encontrase otra vez?

Nadie pudo contestar a esa pregunta, porque tanto Chulk como Werper habían muerto, y eran los únicos que conocían la respuesta.

—¡Pobre diablo! —se compadeció el hombre-mono, y subió de nuevo a la silla—. ¡Hasta en la muerte ha tenido que restituir lo que robó!… ¡Dejemos que sus pecados reposen con sus huesos!

EDGAR RICE BURROUGHS (Chicago, 1 de septiembre de 1875 — Encino, California, 19 de marzo de 1950)

Cuando Edgar Rice Burroughs murió en 1950 dejó tras de sí una colección de algunas de las aventuras de ficción más notables de todos los tiempos. Su obra incluye novelas históricas junto a algunas de las experiencias más imaginativas jamás concebidas por la mente del hombre; desde la prehistoria hasta el futuro lejano; del núcleo de la Tierra a las estrellas más distantes en el universo.

El primero de los libros de Burroughs,
Tarzán de los Monos
, sorprendió como uno de los más vendidos del año. Desde entonces publicó un enorme cúmulo de historias de aventuras que su público esperaba con impaciencia. En el momento de su muerte en 1950, se habían publicado un total de cincuenta y nueve libros, la última,
Llana de Gathol
, en marzo de 1948. La lista podría haber sido más amplia si no hubiera sido por la escasez de papel durante la Segunda Guerra Mundial. Al morir tenía quince relatos inéditos sin finalizar.

La biografía de Edgar Rice Burroughs es la típica historia americana de éxito desde la pobreza a la riqueza. Hijo de una familia adinerada venida a menos, dejó la universidad y finalmente estuvo cinco años en la Academia Militar de Michigan donde se quedó como asistente instructor. Este iba a ser el primero de una larga lista de puestos de trabajo en el oeste (incluidos soldado en el 7.º de Caballería, arriero de ganado en Idaho, agente de policía del ferrocarril, etc.) que probó sin éxito hasta que finalmente descubrió su talento para la escritura.

Su suerte empezó a cambiar en 1911. Estaba trabajando revisando los anuncios que aparecían en las revistas
pulp
(muy populares en su época, dedicadas a la publicación de relatos por entregas) y pensó que por qué no probar y enviar sus propias historias. Su primer cuento se tituló
Dejah Thoris, Princesa de Marte
, lo publicó la revista
All-Story
y recibió $ 400 por ella. Como no quería que sus amigos supieran de su autoría, se publicó con el pseudónimo Norman Bean. Apareció en febrero con el titulo
Bajo las lunas de Marte
. El éxito que obtuvo le hizo ver que él era lo suficientemente bueno para usar su propio nombre y abandonó el pseudónimo.

Para su siguiente relato pasó mucho tiempo investigando sobre la historia de Inglaterra, a la que se acercó con una historia sobre la época de la Guerra de las Rosas, (
The Outlaw of Torne
), que fue rechazada de inmediato por su editor. Burroughs volvió a las historias de acción y se dedicó a una historia sobre la lucha entre la herencia y el medio ambiente a la que llamó
Tarzán de los Monos
. La historia inició su publicación en el número de octubre del
pulp All-Story
. Edgar recibió $700 por ella y entonces supo que estaba en el camino correcto. Renunció a su puesto de trabajo y dedicó todo su tiempo en la escritura. Comenzó a hacer tanto dinero que podía darse el lujo de llevar a su esposa y sus tres hijos a pasar el invierno en California.

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