Taxi (6 page)

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Authors: Khaled Al Khamissi

Tags: #Humor

BOOK: Taxi
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—Sobrevivirás.

—Yo empecé a fumar ya de mayor, en secundaria o así. Después estuve en el ejército del 73 al 76. Por esa época, nos daban los cigarros gratis: cada soldado tenía una cajetilla al día; todo este tabaco estaba subvencionado por Gaddafi, de Libia para los combatientes egipcios. Antes del ejército no solía fumar mucho, un pitillo de vez en cuando. Cuando estaba en secundaria, mi familia no sabía que yo fumaba, y cuando dejé el ejército la cajetilla de Marlboro estaba a cuarenta y tres piastras y media, mientras que el egipcio oscilaba entre quince y veinte piastras; fue entonces cuando me enganché al Marlboro. Ahora cuesta siete libras y media, y el Cleopatra dos y media; es una faena pero ¿qué quiere que le haga?, es mi vicio.

Y empalmó con otro relato sin dejar que yo respondiera:

—Voy a contarle una historia rarísima: soy de Assyut, y cuando mi familia me dijo que bastaba ya, que me casara, les contesté que vale, pero me dijeron que tenía que casarme con una de allí. Me llevaron ahí y fuimos a pedir la mano de la hija de un pariente. Yo, según las costumbres de El Cairo, llevé unos pasteles, aunque eso no es lo que se hace allí. Cuando aparecí con los pasteles se extrañaron, pero no sé por qué. No me sentía cómodo con la chica, no había química, así que me disculpé como pude y lo entendieron. Acabaron enviando los pasteles a mi tío, ya que mi padre llevaba años viviendo en El Cairo y no tenía casa allí. De vuelta, me encontré con mi prima en casa de mi tío. Surgió la química y nos atrajimos mutuamente. Mi familia no podía creerse que a los dos días ya estuviéramos leyendo la
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. Era una chica guapa que trabajaba allí como profesora en un colegio de primaria. Cuando volví a El Cairo estuve dándole vueltas a la cabeza: «Mira, si te casas vas a tener más gastos, y ahora no llegas ni a fin de mes. ¿De dónde vas a sacar para tabaco? ¿Y para hachís?». No se ofenda, señor, sólo nos liamos un canuto por semana. Estuve pensándolo y me di cuenta de que si me casaba, tendría que dejar el tabaco y los porros. Es lo que les ha pasado a los de mi alrededor. Así que volví a escondidas de mi familia, anulé el enlace y desde entonces no he vuelto a meterme en un marrón así. Soy libre, fumo lo que me apetece, me lío los porros que quiero y no debo nada a nadie.

Y terminó con una invitación:

—Coja un cigarrillo, hombre, que es un Marlboro; mire el paquete.

16

El rostro del taxista reflejaba una profunda tristeza que se extendía sobre él hasta engullirlo. Era como si las preocupaciones del mundo se hubiesen amontonado para acabar formando una pesada bola que se desplomaba sobre el alma de ese desgraciado. Bastaba con mirarle para darse cuenta de que le había sucedido algo grave.

Al preguntarle sobre la causa de su profunda tristeza me contestó:

—No sé qué puedo hacer ni cómo apañármelas. No hago más que darle vueltas a la cabeza y soy incapaz de tomar una decisión. Me voy a volver loco, siento como si la cabeza me fuera estallar.

—¿Qué es lo que te pasa?

—Lo que ocurre es que hago una ruta de colegio. Llevo a seis niños y por cada uno cobro nada más que ochenta libras al mes. Hace dos días que el padre de una chica y un chico está en la cárcel, o detenido, no estoy seguro. Ayer fui a coger el dinero del mes, la madre me contó lo que ocurrió y me pidió que esperara a que lo soltaran. Para que las rutas de los colegios merezcan la pena, hay que llevar a siete u ocho niños, pero yo sólo llevo a seis. Al mismo tiempo, me pregunto qué van a hacer los críos. Su madre es una
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y no sale de casa; mi mujer me dice: «Esto es trabajo y el trabajo, trabajo es; dile que, o te paga o no llevas a los niños». La madre me juró por El Corán que no tenía dinero ni para comer, y me dijo que la paciencia es la llave de la felicidad y que hoy por ti, mañana por mí. No sé qué hacer. La conciencia me dice que he de llevar a los niños, pero al mismo tiempo estoy muerto de hambre y necesito que alguien me dé de comer. ¿Y usted qué opina?

—Me es muy difícil opinar sobre este tema. No es lo mismo verlo desde fuera que desde dentro —respondí diplomáticamente.

—No, en serio, si estuviera en mi lugar, ¿qué haría?

—Yo haría lo correcto, llevaría a los niños y no le daría más vueltas —me atreví a decantarme.

—Mi padre, que en paz descanse, decía siempre: «Al que hace el bien la vida se lo devuelve. Es como el sonido y el eco: si no gritas alto, con el corazón, no oirás el eco». También decía: «Si no haces el bien de corazón a la gente, nunca se te devolverá». Bendito seas, padre. Pero él vivía en otros tiempos. Tiempos en los que salía de trabajar a las tres de la tarde y se sentaba con nosotros. Yo veo a mis hijos de viernes a viernes, eso si los veo.

Y concluyó:

—Bueno, si llevo a los niños este mes y su padre no ha salido, ¿hasta cuándo voy a esperar? No puedo seguir así siempre. Ayer mi mujer me montó una de escándalo cuando le dije que los llevaba y punto. Es que, encima, adoro a la pequeña Amina; tiene cinco años y es clavada a mi sobrina Asma: una niña preciosa, simpática y tranquila. ¿Alguna vez ha visto a una niña que sea traviesa y tranquila al mismo tiempo? Pues así es Amina. Si es que no sé qué hacer.

Al bajarme del coche, le pedí que tomara una decisión, que la cumpliera y que no volviera a pensar en ello.

Me cobró la carrera y ni siquiera miró cuánto le di. No parecía encontrarse mejor que cuando me monté.

17

Las pirámides de Giza son las únicas de las Siete Maravillas del Mundo que todavía existen, modelos de esplendor y perfección, maravillosas y extrañas donde las haya.

Y ese taxista, Fuad, de gran altura y de cuerpo más delgado que una caña de azúcar, era uno de los siete taxistas maravillosos del mundo. Taxista, especialista en la Bolsa, hábil especulador, estrella de estrellas y foco de atención de familiares y amigos. A algunos de ellos les hizo ricos en cuestión de días y estaba ojo avizor —tal y como lo dijo él— a cualquier cambio en las acciones. El mundo de la Bolsa y el movimiento de las acciones era su primer mundo; el taxi era el segundo.

—La bolsa no es una ventura sino una aventura, y eso que sólo hay una letra de diferencia. Ya sabe, una vez que se ha probado, es imposible dejarla. Quitarse es mucho más difícil que dejar el tabaco —me explicó el chófer.

—Bueno, pues ¿por qué no se dedica a ello? Quien mucho abarca poco aprieta.

—Yo tengo cabeza para una sola cosa: la Bolsa; para conducir taxis no hace falta tener cabeza, tan sólo experiencia, y yo la tengo. Además, el taxi lo llevo en la sangre, es mi oficio, me da de comer y encima este coche es mío, no es alquilado. El dinero que gano en la Bolsa es como para el postre. El taxi es lo que da el dinero para comer y, si no hay dinero, tiro del postre. Bueno, aunque el postre es lo de menos, lo importante es poder comer, y si hay postre, pues mejor. La Bolsa no es algo garantizado, puede que un día estés en lo más alto y al siguiente te pegues el batacazo.

Y continuó:

—Yo, por ejemplo, juego con dinero de veinte personas, entre familiares y amigos. Hace tiempo cogí de ellos una cantidad y desde entonces nos reunimos en un café y les cuento lo que pretendo hacer. Después viene la confianza. Me dejan dinero sin recibís ni nada. Lo más importante es la confianza, la cuenta de la correduría está sólo a mi nombre.

—¿A qué te refieres con lo de la cuenta? Es que no entiendo nada de este mundillo.

—Mire, señor, resumiendo: lo primero que tiene que hacer es ir y abrir una cuenta a su nombre. A continuación su nombre se codifica. Esto quiere decir que se registra en la empresa Misr Balance. A continuación hay que ver qué quiere comprar y qué quiere vender, y hablar con su corredor. Yo voy a mirar la pantalla que tiene la Bolsa en la calle Borsa, en West El Balad. Veo cómo van los movimientos y en función de ello compro o vendo. Luego, por la noche, voy a algún cibercafé y entro en sitios de Internet donde te dan el valor de las acciones pero con un retraso de quince minutos, como
www.arabfinance.com
; introduces el código de la compañía cuya cotización quieres saber y a vivir.

—Estás hecho realmente un especialista.

—Pregunte por mí a quien quiera, todo el mundo viene a preguntarme qué tiene que comprar o vender —respondió satisfecho.

—¿Y les haces ganar mucho dinero?

—El martes pasado les arruiné a todos, fue un día que no olvidaré: el 14 de marzo. Tengo por costumbre conducir desde por la mañana temprano y a mediodía me acerco a ver cómo van las cosas. Había comprado en dos empresas distintas, Oriental Weavers y Ezz Steel, y vi que la Bolsa se estaba derrumbando, las acciones estaban cayendo. Las de Oriental Weavers, que las había comprado por ochenta y tres libras, habían bajado a sesenta y una, y tenía la impresión de que seguirían cayendo. Las de Ezz Steel, que las había comprado por setenta y nueve libras, habían bajado a cincuenta y cinco. Pensé que nos habíamos arruinado en un momento, y que, además, seguro que la Bolsa y las acciones continuarían cayendo. «Más vale una retirada a tiempo que una derrota», pensé. Vendí con una pérdida del 30%. Ese día jugaba con unas treinta mil libras, en dos horas había perdido en torno a nueve mil. Las piernas me temblaban y era incapaz de tenerme en pie. Fui al café y sentía que me iba a morir. Me fui a dormir y, cuando me levanté, vi que las acciones se habían recuperado. No le voy a negar que me reí y aplaudí al maestro al que le había salido bien la jugada. Los dinosaurios, dinosaurios son, y las moscas, moscas son. Yo soy una mosca y revoloteo para poder subsistir, pero en ese momento me di cuenta de que estaba jugando con fuego. Cuando los precios bajaron, vendimos todos, aunque hubo alguien que compró. Me preguntará, ¿quién? Pues los que sabían que los precios no iban a volver a bajar sino que subirían. ¿De dónde sacarían la información de que tenían que comprar? Esos son los peces gordos en los que se sustenta el país. Dese usted cuenta de que cuando las acciones bajan veinte libras y les dan el chivatazo, van y compran un millón de acciones; no se olvide de que cada una de esas empresas tiene cincuenta millones de acciones. Al final del día, cuando las acciones han subido de nuevo, las venden y ganan veinte millones de libras en tres horas. ¡Menuda operación! En un solo día las moscas que huyeron de la escabechina fueron las que perdieron, mientras que los que ganaron fueron unos cuantos peces gordos.

Entonces, se percató de lo que yo hacía y me preguntó:

—¿Qué es lo que lleva tanto tiempo escribiendo?

—Estoy escribiendo todos los números que me has dicho. Me has dado un montón de números.

—¿Qué? ¿También quiere jugar? Deme dinero y yo le meto en mi grupo.

—Yo no soy ni de venturas ni de aventuras. Entre nosotros, lo que haces son las dos cosas al mismo tiempo. Y creo que deberías presentar tu dimisión, al menos mientras sean los peces gordos los que se alimentan de la Bolsa.

—Eso es ley de vida, para que los grandes crezcan, las moscas no debemos dejar de revolotear, ¿cómo van a crecer si no?

18

Nuestra amiga Sahar nos había invitado a mí y a mis dos hijos gemelos, Bahaa y Badr, a comer en su casa. Los tres estábamos exultantes de alegría; yo porque Sahar es una cocinera excelente, y mis hijos porque estaban deseosos de ver a los suyos. Nos montamos en un taxi y arrancamos.

El taxista me escudriñó de arriba a abajo. A continuación miró a mis dos hijos, que estaban sentados en la parte de atrás, así que me puse yo a observarlo. Era un hombre enorme, parecía que el tronco de un sicomoro estuviera sentado a mi lado; rozaba el techo con la cabeza y el volante parecía entre sus manos un juguete para niños pequeños. Su rostro parecía haber sido esculpido en piedra.

—Sus hijos, supongo —me interpeló.

—En efecto, mis niños.

—Que Dios los guarde, son una bendición del cielo.

—Dios lo guarde a usted.

—Que Dios los cuide.

—Dios lo cuide a usted.

—¿Cuántos años tienen? —preguntó una vez terminados los cumplidos.

—Cumplirán diez dentro de unos meses.

—Que Dios les provea de una vida larga.

No respondí porque me había aburrido de este disco rayado que podía no tener fin. Sin embargo, tras un corto silencio, el taxista prosiguió:

—Yo también tengo un hijo.

—Que Dios lo guarde.

—Gracias a Dios, gracias a Dios. Es un don de nuestro Señor, porque después de casarnos, descubrimos que teníamos problemas para tener hijos. Estuvimos yendo de un lado para otro hasta que, a los siete años, nuestro Señor nos obsequió con Huseín. Le puse ese nombre en honor de nuestro señor Huseín, para que siguiese sus pasos.

Y tras suspirar con una tristeza que parecía salirle de lo más profundo de su corazón, continuó diciendo:

—Pero, ¡ahhhh!, a los cuatro años descubrimos que tenía cáncer. Ahora está bajo observación en el Instituto Oncológico y no se imagina usted cuánto dinero me he gastado ya en él; es una sangría. He rebuscado por todas partes para reunir dinero. Pedí en la mezquita y gracias a Dios me dieron, pero no es suficiente. Algunos me dijeron que fuera a la iglesia; cuando les dije que era musulmán me insistieron en que fuera igualmente. Les enseñé los informes clínicos y ellos también me dieron dinero, que Dios se lo pague. He pedido a todo el que está a mi alrededor, pero no hay manera, no da para el tratamiento. Su madre ya no podía soportarlo más y le ha afectado al corazón: está en el Instituto Cardiológico.

—Qué barbaridad, parece una prueba de fe —le comenté sorprendido.

—Aún así, doy gracias a Dios por todo. Que nuestro Señor le preserve sus hijos a usted y los cuide.

—Muy agradecido. ¿Y cómo se encuentran ahora su mujer y su hijo?

—Que Dios nos guarde a todos. Es que… —el taxista volvió a suspirar desde lo más profundo de su corazón— cuando voy a verlo al Instituto, rebosa de alegría y grita: «¡Ha venido papá, ha venido papá!». Es que se me sale el corazón del pecho. Cuando lo abrazo y me lo acerco al pecho pienso: «¡Dios, permítele que se salve!» —pronunciando la frase mientras lloraba a gritos—. Y no sé qué hacer con su madre, tienen que operarla del corazón… pero doy gracias a Dios por todo.

Acto seguido miró a mis hijos y reiteró una vez más:

—Que Dios los proteja.

Después me lanzó una mirada de tristeza y súplica.

Aunque estoy acostumbrado a este tipo de taxistas que se esfuerzan en dar pena con el fin de conseguir más dinero, este hombre me había conmovido a pesar de estar seguro de que estaba mintiendo y de que esta historia era inventada de principio a fin para que le pagara más al final del trayecto. Fuera como fuere, el caso es que sin saber el porqué, me había conmovido. Quizá fuera resultado de su gran puesta en escena, o de tener el tamaño de un sicomoro, o de una vocecilla en mi interior que me hizo pensar que era posible, aunque remotamente, que estuviera siendo sincero. En cualquier caso, acabé pagando una cantidad de dinero que iría para el Instituto Oncológico, el Instituto Cardiológico o cualquier otro instituto de su imaginación.

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