Telón (12 page)

Read Telón Online

Authors: Agatha Christie

BOOK: Telón
10.43Mb size Format: txt, pdf, ePub

Por el rabillo del ojo vi a la señora Luttrell, que se alejaba por uno de los senderos del jardín, provista de guantes y de tijeras de podar. Aquella mujer, desde luego, estaba en todo, era muy eficiente, pero a mí no me inspiraba la menor simpatía. Ningún ser humano, bajo ningún pretexto, tiene derecho a humillar a un semejante.

Norton seguía todavía en el uso de la palabra, de una manera febril. Aludiendo a los palomos que se cazaban por allí, se refirió a sus días de colegial. Todos sus condiscípulos se habían reído de él un día, por haberse puesto malo al ver un conejo muerto. A continuación, trajo a colación una larga y aburrida historia sobre un accidente de caza; en Escocia. Todos hablamos entonces, sucesivamente, de los accidentes de este tipo que conocíamos. Finalmente, Boyd Carrington se aclaró la garganta para decir:

—Se me ha venido ahora a la memoria un divertido hecho, del cual fue protagonista uno de mis asistentes, de Irlanda. Se ausentó para disfrutar de unas vacaciones en su pueblo. Cuando regresó de su viaje, le pregunté si lo había pasado bien.

»—¡Oh, desde luego, excelencia! Jamás en mi vida había pasado unas vacaciones más felices que estas últimas.

»—Me alegro, hombre —repuse, un tanto sorprendido por su entusiasmo.

»—Pues sí... ¡Han sido unas vacaciones formidables! Dejé seco de un tiro a mi hermano.

»—¿Disparaste sobre tu hermano? —inquirí.

»—¡Sí, claro! Hacía años que quería hacerlo. Yo me encontraba encima del tejado de una casa de Dublín cuando vi venir por la calle a mi hermano... Yo tenía un rifle en las manos. Era un blanco magnífico... No podía escaparse. ¡Ah! Fue un momento formidable. No podré olvidarlo jamás.

Boyd Carrington sabía contar estas historias, dando a sus palabras un énfasis deliberadamente exagerado. Todos nos reíamos, sintiéndonos ya mejor. Unos segundos después, se marchó. Quería bañarse antes de la cena. Norton se apresuró a comentar, encantado:

—¡Este Boyd Carrington es un tipo espléndido!

Me mostré de acuerdo, y Luttrell dijo:

—Es una gran persona, en efecto.

—Tengo entendido que cae bien dondequiera que esté —manifestó Norton—. Todo aquello en que interviene él va adelante. Posee un cerebro despejado, conoce sus aptitudes... Es, esencialmente, un hombre de acción. Es un triunfador.

Luttrell consideró, reflexivo:

—Hay hombres así. Todo lo que tocan está predestinado para el éxito. Esta clase de hombres no puede incurrir en el error. Sí... Tienen esa suerte.

Norton movió enérgicamente la cabeza.

—No, no es eso, coronel. No es la suerte lo que gobierna sus vidas —a continuación, citó, intencionadamente—: «No se encuentra en las estrellas, Bruto, sino en nosotros mismos.»

Luttrell contestó:

—Quizá tenga usted razón.

Declaré, rápidamente:

—Al menos, ha tenido la suerte, eso sí, de heredar Knatton. ¡Vaya finca! Pero, claro, ese hombre tendrá que casarse. De lo contrario, se sentiría muy solo en aquella mansión.

Norton se echó a reír.

—¿Habla usted de que se case? ¿Para qué? Para que su esposa se divierta importunándole a cada paso...

Imposible dar con una consideración más desacertada que aquélla. No porque tuviera gravedad en sí, sino por las circunstancias en que era exteriorizada. Norton comprendió que acababa de cometer una imprudencia nada más pronunciar aquellas palabras. Intentó enmendarlas, vaciló, tartamudeó luego y terminó su desventurado discurso con unos largos puntos suspensivos. De haberse decidido a guardar silencio, hubiera quedado mejor.

Él y yo comenzamos a hablar al mismo tiempo. Formulé una observación estúpida acerca de la luz a aquella hora. Norton indicó que iba a entretenerse jugando al bridge después de la cena.

El coronel Luttrell no hizo el menor caso de nuestras frases. Con voz de raras inflexiones, declaró:

—No. Boyd Carrington no se verá nunca importunado por su mujer. No es de los que se dejan... Sabe cómo tiene que comportarse. ¡Es un hombre!

Era una situación auténticamente embarazosa. Norton empezó a balbucear algo acerca de la partida de bridge. Hallándose él hablando, pasó sobre nuestras cabezas una paloma, la cual acabó posándose en la rama de un árbol, a poca distancia de la terraza.

El coronel cogió su rifle.

—Ahí tenemos a una de esas voraces aves —dijo.

Pero antes de que hubiera podido apuntar su arma, el ave remontó el vuelo, perdiéndose entre los árboles. Imposible abatirla mientras se encontrara allí.

En este mismo momento, sin embargo, la atención del coronel se concentró en una ladera, donde le parecía haber visto moverse algo.

—Por ahí debe de andar alguna liebre, mordisqueando la corteza de esos jóvenes árboles frutales. Y eso que habíamos puesto un poco de tela metálica a su alrededor...

Levantó el rifle y disparó...

Seguidamente, oímos un angustiado grito de mujer. Finalizó con una especie de horrible ronquido.

Al coronel se le fue el rifle de las manos. Su cuerpo se encorvó... El hombre se mordió los labios.

—¡Dios mío!... ¡Es Daisy!

Yo había echado a correr ya por el césped. Norton apareció detrás de mí. Llegué al sitio y me arrodillé. Era la señora Luttrell, en efecto. Había estado atando un palo al tronco de uno de los frutales más pequeños. Las hierbas eran altas allí. Atribuí a esta circunstancia el hecho de que el coronel sólo hubiera advertido un movimiento entre la vegetación. La luz de aquella hora había contribuido a su confusión. La bala había alcanzado a la mujer en un hombro, por el cual sangraba.

Examiné la herida, mirando a Norton. Éste se había apoyado en el tronco de un árbol. Estaba muy pálido, trastornado. Me dijo, como excusándose:

—No puedo ver sangre...

Le contesté, apremiante:

—Vaya en busca de Franklin inmediatamente. Localice a la enfermera si no da con él.

Norton hizo un gesto de asentimiento, echando a correr.

La enfermera Craven fue la primera persona que apareció por allí. Diligentemente, hizo lo necesario para cortar cuanto antes la hemorragia. Franklin llegó a la carrera poco después. Entre los dos, llevaron a la señora Luttrell a la casa, acostándola. Franklin vendó la herida. A continuación, mandó llamar al médico de los Luttrell. La enfermera Craven se quedó junto a la esposa del coronel.

Tan pronto como pude, hablé unos instantes con Franklin.

—¿Cómo se encuentra?

—¡Oh! Se repondrá enseguida. Por suerte, el proyectil no ha alcanzado ningún órgano vital. ¿Qué fue lo que pasó?

Se lo expliqué.

—Ya —me contestó—. ¿Dónde está el viejo ahora? Supongo que habrá sufrido una tremenda impresión. Probablemente, necesita ser atendido con más urgencia que ella. Me parece que ese hombre no anda bien del todo del corazón.

Encontramos al coronel Luttrell en el salón de fumar. Tenía los labios muy azules y estaba muy nervioso. Con voz quebrada, preguntó:

—¿Y Daisy? ¿Está... ? ¿Cómo se encuentra?

Franklin se apresuró a informarle.

—Se encuentra perfectamente, coronel. No tiene por qué estar preocupado.

—Yo... creí... un conejo o una liebre... mordiendo la corteza... No sé cómo he podido cometer semejante error. Habrá sido una jugarreta de la luz. Como me daba en los ojos...

—Son cosas que pasan —repuso Franklin, secamente—. He presenciado a lo largo de mi vida un par de accidentes de esta clase. Bueno, coronel... Será mejor que tome algo, para reanimarse. Todavía no se ha recobrado del susto.

—Me encuentro perfectamente. ¿Podría... podría verla?

—En este preciso momento, no. Su esposa está siendo atendida por la enfermera Craven. Pero no esté preocupado. Ella se encuentra magníficamente. El doctor Oliver estará aquí dentro de unos minutos y le confirmará lo que acabo de decirle.

Me separé de los dos hombres, saliendo al jardín. Judith y Allerton avanzaban por un sendero hacia mí.

Allerton había inclinado la cabeza hacia mi hija y los dos se reían.

Aquellas risas, en contraste con la tragedia que acababa de presenciar, hicieron que me sintiera irritado. Llamé a Judith y ella levantó la cabeza, sorprendida. Le expliqué en pocas palabras lo que había pasado allí.

—¡Qué suceso tan extraordinario! —fue el comentario de mi hija.

Me dije que no se hallaba tan afectada como yo me figuré que se sentiría al saber aquello.

La reacción de Allerton fue indignante. El hombre pareció tomar lo ocurrido a broma.

—Le está bien empleado a esa bruja —comentó—. Yo diría que el viejo disparó sobre ella deliberadamente.

—Pues no fue así —contesté con viveza—. Se trata de un accidente.

—Sí, pero yo entiendo de esa clase de accidentes. A veces resultan muy oportunos. De verdad: si el coronel aprovechó la ocasión para pegarle un tiro a su mujer, a mí lo único que se me ocurre es descubrirme ante él.

—No hubo nada de eso —contesté, enfadado.

—No se muestre usted tan seguro. Yo he conocido a dos hombres que dispararon sus armas sobre sus esposas respectivas. Uno de ellos se encontraba limpiando el revólver... El otro apuntó a su mujer, sin más, apretando el gatillo a título de broma. Es lo que explicó. Una salida hábil, ¿eh?

—El coronel Luttrell —repuse, fríamente—, no es de esos hombres.

—No me negará usted que la ocasión era única para lograr la liberación —señaló Allerton, firme en su tesis—. No habían tenido ningún encontronazo, ningún roce, previamente, ¿verdad?

Me separé de ellos muy enojado, tratando al mismo tiempo de ocultar mi turbación. Allerton se había aproximado demasiado al punto crucial del asunto. Por primera vez, sentí nacer en mi mente la duda...

No me sentí mejor precisamente por el hecho de encontrame con Boyd Carrington. Éste había estado dando un paseo en dirección al lago, me explicó. Cuando le hube explicado lo ocurrido, me dijo, inmediatamente:

—Usted no habrá pensado que el coronel hizo fuego sobre su esposa con la peor de las intenciones, ¿verdad, Hastings?

—¡Mi querido amigo!

—Lo siento, lo siento... No hubiera debido hacerle esa pregunta. Es que... por un momento... pensé... Usted sabe muy bien que esa mujer ha estado provocando continuamente al viejo.

Los dos guardamos silencio. Ambos nos acordábamos, claro, de la bochornosa y breve conversación que habíamos oído desde la terraza.

Nervioso, preocupado, me trasladé a la planta superior, llamando a la puerta de Poirot.

Se había enterado ya, gracias a Curtiss, de lo que había pasado en la casa, pero tenía gran interés en conocer los detalles completos del suceso.

Desde el día de mi llegada a Styles había estado informándole cotidianamente sobre mis andanzas, dándole a conocer mis encuentros con los demás ocupantes de la casa, y las conversaciones sorprendidas, siempre con los máximos detalles. Comprendí que de esta manera el célebre Poirot se sentía menos imposibilitado, menos aislado. Le proporcionaba la ilusión de participar activamente en todo lo de Styles. Siempre he disfrutado de muy buena memoria y podía referirle las palabras que oyera en labios de los demás casi con toda exactitud.

Poirot me escuchó con toda atención. Estaba esperando que sería capaz definitivamente de desechar la temible sugerencia que ahora controlaba mi mente, por desgracia, pero antes de que pudiera decirme lo que pensaba alguien llamó a la puerta.

Era la enfermera Craven. Se disculpó por interrumpirnos.

—Lo siento... Creí que el doctor estaba aquí. Esa señora ha recuperado el conocimiento y se encuentra preocupada por su marido. Quiere verle. ¿Usted sabe dónde se encuentra, capitán Hastings? No quiero separarme mucho de mi paciente.

Me ofrecí para buscarle. Poirot hizo un gesto de aprobación y la enfermera Craven me dio las gracias cálidamente.

Localicé al coronel Luttrell en una pequeña habitación que casi siempre estaba cerrada. Estaba frente a la ventana, contemplando profundamente ensimismado el jardín.

Volvió la cabeza rápidamente al entrar yo. Sus ojos me miraron inquisitivamente.

Parecía asustado, pensé.

—Su esposa, coronel Luttrell, ha recobrado el conocimiento y pregunta por usted.

—¡Oh!

El color volvió a sus mejillas. Entonces, me di cuenta de su palidez intensa de momentos antes. Añadió, lentamente, con torpeza, como si de pronto se hubiera hecho mucho más viejo:

—Ella... ella... ¿ha preguntado por mí? Iré... iré a verla... enseguida.

Empezó a avanzar hacia la puerta de una manera tan vacilante que me acerqué a él para ayudarle. Se inclinó pesadamente sobre mí cuando subíamos por la escalera. Respiraba con dificultad. Franklin ya lo había previsto: el viejo coronel había sufrido una impresión muy fuerte.

Llegamos por fin a la habitación en que se encontraba la herida. Llamé a la puerta con los nudillos. Oímos inmediatamente la voz de la diligente enfermera Craven:

—Entre.

Sosteniendo todavía, en parte, al viejo, me planté en la habitación. Había un biombo frente a la cama. Nos deslizamos a un lado del mismo...

La señora Luttrell apareció ante mis ojos muy blanca y frágil, con los ojos cerrados. Los abrió al acercarnos nosotros.

Con voz muy débil, murmuró:

—George... George...

—Daisy... querida...

Uno de los brazos de ella había sido vendado, llevándolo en cabestrillo. El otro, el libre, avanzó hacia su marido, tembloroso. El coronel dio un paso adelante, cogiendo la menuda mano de su esposa entre las suyas.

—Daisy... —repitió—. Gracias a Dios, no te ha pasado nada.

Mirando al coronel, viendo sus ojos, ligeramente enturbiados por las lágrimas, leyendo en ellos una' profunda ansiedad, una gran ternura, me sentí avergonzado por mis fantasías de una hora atrás.

Salí silenciosamente de la habitación. No se podía pensar, en absoluto, en un accidente camuflado. Ningún actor hubiera podido fingir el gesto de alivio, de agradecimiento a la Providencia, del viejo coronel. Me sentí tremendamente aliviado.

El sonido del gongo me sobresaltó. Me deslizaba en aquellos instantes por el pasillo. Había perdido toda noción del tiempo. El accidente había sacado a todo el mundo de sus casillas. Pero en la cocina habían seguido trabajando para que la cena fuera servida a la hora de costumbre.

La mayor parte de nosotros se sentó a la mesa sin cambiarse de ropa. El coronel Luttrell no se dejó ver. La señora Franklin estaba muy atractiva. Se había puesto un vestido de noche de tono rosado. Se hallaba entre nosotros, para variar, y daba la impresión de sentirse contenta. A su marido le vi caviloso y concentrado en sus pensamientos.

Other books

Six Gun Justice by David Cross
Archangel's Shadows by Nalini Singh
And To Cherish by Jackie Ivie
Dead Man's Cell Phone by Sarah Ruhl
Fire by Night by Lynn Austin
Wolf Blood by N. M. Browne
Watching the Ghosts by Kate Ellis
Princess at Sea by Dawn Cook