Temerario II - El Trono de Jade (19 page)

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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

BOOK: Temerario II - El Trono de Jade
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Riley se vio obligado a reducir éstos más de lo que hubiese querido, pues Hammond argumentaba que no podían estar molestando al príncipe constantemente. La mayor parte de los días, los hombres hacían una pantomima de instrucción, sin disparar los cañones, y sólo de cuando en cuando se permitían organizar el estrépito y las explosiones de unos ejercicios con fuego real. En cualquier caso, Sun Kai siempre aparecía en cuanto sonaba el tambor, si es que no estaba ya en cubierta, y observaba atentamente el proceso de principio a fin, sin sobresaltarse por los tremendos estallidos ni el retroceso de las piezas. Tenía cuidado de colocarse donde no estorbara a nadie, incluso cuando los hombres subían corriendo a la cubierta de dragones para manejar los cañones que había en ella, y a la segunda o tercera vez los servidores de las piezas dejaron de prestarle atención.

Cuando no había ejercicios, se dedicaba a estudiar los cañones que tenía más cerca. Los de la cubierta de dragones eran carronadas de tubo corto que disparaban enormes proyectiles de veinte kilos, con menos precisión que los cañones cortos pero también con menos retroceso, de modo que no necesitaban demasiado espacio. Sun Kai estaba fascinado en particular por el soporte fijo que permitía al pesado cañón de hierro deslizarse adelante y atrás en su recorrido de retroceso. Por lo visto, no le parecía de mala educación mirar fijamente cómo los hombres realizaban sus tareas, ya fueran aviadores o marineros, aunque no podía entender una sola palabra de lo que decían. También estudiaba la
Allegiance
con el mismo interés, y prestaba atención a sus mástiles, sus velas y, sobre todo, al diseño de su casco. Laurence le veía a menudo asomarse por encima de la borda de la cubierta de dragones para observar la línea blanca de la quilla y dibujar en la propia cubierta en un intento de bosquejar un esquema de su construcción.

Pese a su evidente curiosidad, había en él una profunda reserva que iba más allá del exterior y de la severidad de su aspecto extranjero. Su estudio era más intenso que ávido, se adivinaba en él menos la pasión de un erudito que una cuestión de laboriosidad e industria, y en su forma de actuar no había nada que invitara a tratar con él. Hammond, inasequible al desaliento, había hecho ya unas cuantas tentativas que habían sido recibidas con cortesía, pero también con frialdad. A Laurence le resultaba casi dolorosamente obvio que Sun Kai no acogía con agrado aquellos intentos: su rostro no mostraba ninguna emoción cuando Hammond se acercaba o se marchaba. No había sonrisas ni ceños fruncidos, sólo una atención cortés.

Aunque hubiese sido posible conversar con él, Laurence no se veía con ganas de intentarlo él mismo tras ver el ejemplo de Hammond. A Sun Kai le habría venido bien tener un guía que le ayudara en su estudio del barco, lo que habría ofrecido un tema ideal de conversación, pero no sólo se lo impedía la barrera del lenguaje, sino también el tacto, así que, por el momento, Laurence se conformó con observarle.

En Madeira repostaron agua y también ganado para recuperar las pérdidas sufridas tras la visita de la formación de dragones, pero no se demoraron en el puerto.

—Todo este cambio de velas ha servido para algo: estoy empezando a tener más idea de lo que le conviene a la nave —le explicó Riley a Laurence—. ¿Le molesta pasar las Navidades en alta mar? No me importaría ponerla a prueba y ver si puedo llegar con ella hasta los siete nudos.

Salieron del puerto de Funchal majestuosamente, con las velas bien desplegadas y, antes de que Riley le hablara, su rostro radiante informó a Laurence de que su esperanza de incrementar la velocidad había tenido éxito:

—Ocho nudos, o casi. ¿Qué tiene que decir a eso?

—Que en verdad le felicito —respondió Laurence—. No lo habría creído posible. Esta nave está superando las expectativas.

La velocidad de la nave le provocó un extraño y desconocido pesar. Como capitán nunca se había permitido el lujo de navegar a todo trapo, ya que le parecía inapropiado correr riesgos con algo que era propiedad del rey; pero, al igual que cualquier marino, le gustaba que su barco navegase lo mejor posible. En circunstancias normales habría compartido la alegría de Riley y no habría vuelto la vista atrás para ver cómo la mancha de la isla se perdía detrás de ellos.

Riley había invitado a Laurence y a varios oficiales del barco a cenar, pues se sentía con ganas de celebrar la flamante velocidad de la nave. Como en una especie de castigo, una breve borrasca surgida de la nada sopló durante la cena cuando sólo el infortunado teniente Beckett estaba de guardia. Aquel hombre podría haberle dado la vuelta al mundo seis veces sin detenerse si los barcos se controlaran tan sólo mediante fórmulas matemáticas, y sin embargo, cuando se trataba del tiempo real, se las arreglaba para dar siempre la orden equivocada. Así que se produjo una estampida desde la mesa del comedor en cuanto la
Allegiance
dio la primera cabezada bajo sus pies, poniéndose proa abajo y protestando entre crujidos, y oyeron a Temerario soltar un pequeño rugido de sobresalto. El viento estaba ya a punto de arrancar la vela del palo de perico cuando Riley y Purbeck llegaron al puente a tiempo de arreglar las cosas.

La tormenta se fue tan rápido como había llegado, y los nubarrones oscuros que se alejaban a toda prisa dejaron tras de sí un cielo límpido entre azul y rosado. La marejada descendió a una altura cómoda que la
Allegiance
apenas notaba, y mientras aún había luz suficiente para leer en la cubierta de dragones, un grupo de chinos salió a tomar el aire. Primero varios criados maniobraron para sacar a Liu Bao por la puerta, le trajeron a duras penas por el alcázar de popa y el castillo de proa y por fin lo subieron a la cubierta de dragones. El más viejo de los embajadores había cambiado mucho desde su última aparición: había perdido cerca de ocho kilos y bajo la barbilla y las bolsas de las mejillas se le veía una sombra verdosa. Era tan evidente que se encontraba mal que Laurence no pudo evitar sentir lástima por él. Los criados le habían traído una silla. Liu Bao se dejó caer en ella y volvió el rostro hacia la brisa, húmeda y fresca, pero no pareció mejorar mucho con eso, y cuando otro asistente le quiso ofrecer un plato de comida, él lo rechazó con la mano.

—¿Crees que seguirá sin comer hasta que se muera de hambre? —preguntó Temerario, más por curiosidad que por preocupación.

—Espero que no —le contestó Laurence en tono distraído—. Aunque ya es viejo para hacerse a la mar por primera vez —se incorporó en el asiento e hizo una seña—. Dyer, baja a buscar al señor Pollitt y pregúntale si tendría la bondad de subir aquí un momento.

Dyer volvió poco después con el cirujano de la nave caminando tras él entre resoplidos y con su torpe y peculiar forma de andar. Pollitt había servido como cirujano a las órdenes de Laurence en dos ocasiones, y sin más ceremonias se sentó en una silla y dijo:

—Muy bien, señor. ¿Es su pierna?

—No, gracias, señor Pollitt. Está mucho mejor, pero me preocupa la salud de ese caballero chino —dijo Laurence, señalando a Liu Bao.

Pollitt meneó la cabeza y opinó que si seguía perdiendo peso a ese ritmo, era difícil que llegara vivo al ecuador.

—Supongo que no deben conocer remedios para un mareo tan virulento como ése, ya que no están acostumbrados a hacer viajes tan largos —dijo Laurence—. ¿Cree que podría preparar algún remedio para él?

—Bueno, no es mi paciente, y no me gustaría que me acusaran de entrometerme. Supongo que sus médicos deben verle tan mal como nosotros —se disculpó Pollitt—. Pero en cualquier caso, yo creo que le recetaría un plato de galletas de mar. Poco daño puede hacerle al estómago una galleta, por lo que tengo comprobado, y quién sabe qué clase de cocina extranjera habrá estado probando. Estoy seguro de que con unas galletas y tal vez un vino suave volverá a ponerse bien.

Evidentemente la cocina extranjera no lo era para Liu Bao, pero Laurence no vio nada que discutir sobre el plan de acción de Pollitt. Esa misma noche envió una gran caja de galletas escogidas por Dyer y Roland, quienes les quitaron los gorgojos (Roland a regañadientes), y el auténtico sacrificio, tres botellas de un Riesling especialmente vivo. Era un vino muy suave, delicado como el aire, y lo había comprado a un vinatero de Portsmouth a seis chelines y tres peniques la botella.

Laurence se sintió un poco extraño al hacer aquel gesto. Quería pensar que habría hecho lo mismo en cualquier caso; pero se trataba de un acto más calculado de lo que él estaba acostumbrado a hacer, y tenía además un matiz de insinceridad y de adulación que ni le gustaba ni acababa de aprobar para sí mismo. Lo cierto era que sentía ciertos escrúpulos ante cualquier gesto de aproximación, dado el insulto que había supuesto la confiscación de las naves de la Compañía de las Indias Orientales; un insulto que, al igual que los marinos que seguían mirando a los chinos con hosquedad y antipatía, Laurence no había olvidado.

Pero esa noche se excusó en privado con Temerario, que había visto cómo llevaban su ofrenda al camarote de Liu Bao.

—Al fin y al cabo, no es culpa suya personalmente, del mismo modo que no lo sería mía si el rey quisiera hacerles lo mismo a ellos. Si nuestro propio gobierno no dice nada sobre aquel asunto, no les podemos echar la culpa a ellos por tratarlo tan a la ligera. Al menos no han intentando ocultar el incidente ni han sido insinceros.

Mientras decía esto, él mismo se sentía descontento. Pero no había otra opción. No quería quedarse sentado sin hacer nada, ni podía confiar en Hammond. El diplomático probablemente poseía talento y habilidad, pero Laurence ya se había convencido de que no tenía intenciones de esforzarse demasiado por conservar a Temerario; para Hammond, el dragón era sólo una mercancía de intercambio. Desde luego no había esperanzas de persuadir a Yongxing, pero en la medida en que pudiera ganarse a los demás miembros de la embajada de buena fe, pretendía intentarlo; y si el esfuerzo le costaba poner a prueba su orgullo, sería un pequeño sacrificio.

Se demostró que merecía la pena. Liu Bao volvió a salir de su cabina al día siguiente con un aspecto menos lamentable, y una mañana después estaba lo bastante bien como para enviar al traductor y pedirle a Laurence que acudiera a reunirse con él en su sector de la cubierta. Su rostro había recobrado algo de color y se encontraba mucho más aliviado. También había traído a uno de los cocineros, pues, según le informó, las galletas habían obrado maravillas. Las había tomado con un poco de jengibre fresco por recomendación de su propio médico, y ahora necesitaba saber cómo se hacían.

—Bueno, están hechas principalmente de harina y un poco de agua, pero me temo que no puedo decirle nada más —reconoció Laurence—. No las horneamos a bordo; pero le aseguro que en la despensa tenemos suficientes como para que pueda usted dar la vuelta al mundo dos veces, señor.

—Con una ha sido más que suficiente —dijo Liu Bao—. Un viejo como yo no pinta nada viajando tan lejos de su casa y dejándose sacudir de un lado a otro por las olas. Desde que montamos en este barco no he sido capaz de comer nada, ni siquiera unas tortitas, ¡hasta que probé estas galletas! Pero esta mañana he conseguido comer algo de pescado y crema de arroz, y no lo he vomitado. Le estoy muy agradecido.

—Me alegra haberle podido ayudar, señor. La verdad es que se le ve mucho mejor —dijo Laurence.

—Es muy amable de su parte, aunque no del todo cierto —repuso Liu Bao. Extendió el brazo con tristeza y lo sacudió: la túnica le colgaba suelta—. Tendré que cebarme un poco para parecer yo mismo otra vez.

—Si se siente en condiciones, señor, ¿puedo invitarle a cenar con nosotros mañana por la noche? —preguntó Laurence, pensando que aquella aproximación entre ambos, aunque escasa, era suficiente para justificar la invitación—. Es nuestra fiesta, y voy a ofrecer una cena para mis oficiales. Será usted bienvenido, al igual que cualquiera de sus compatriotas que quiera asistir con usted.

Esta cena tuvo mucho más éxito que la anterior. Granby seguía en el dispensario guardando cama y le habían prohibido tomar comidas pesadas, pero el teniente Ferris estaba dispuesto a aprovechar su oportunidad para dejar buena impresión en cualquier sentido que se le sugiriese. Era un oficial joven y enérgico, que muy recientemente había sido ascendido a capitán de los lomeros de Temerario gracias a un abordaje que había dirigido con gran acierto en Trafalgar. En circunstancias normales tendría que haber esperado al menos un año, y probablemente dos o tres, antes de convertirse en teniente segundo por derecho propio; pero al haber enviado a casa al pobre Evans, Ferris había ocupado su lugar como segundo en funciones y era evidente que esperaba conservar aquel puesto.

Por la mañana, Laurence escuchó divertido cómo aleccionaba con severidad a los guardiadragones sobre la necesidad de comportarse de forma civilizada en la mesa y no sentarse como vulgares zoquetes. Laurence sospechó que incluso había contado un repertorio de anécdotas a los oficiales subalternos, pues durante la cena se dedicó a dirigir miradas elocuentes de vez en cuando a sus muchachos, y en cada ocasión el blanco de la mirada se apresuraba a tragar el vino y a empezar el relato de una historia que sonaba más bien improbable para un oficial de tan tierna edad.

Sun Kai acompañó a Liu Bao, aunque se comportó como hasta ese momento, más con aire de observador que de comensal, pero Liu Bao no demostró tantas reservas, ya que había venido con la clara intención de dejarse agasajar. Ciertamente había que ser un hombre muy duro para resistirse al cochinillo que llevaba asándose en un espetón desde por la mañana, reluciente bajo una capa de mantequilla y crema. Ninguno de los chinos desdeñó una segunda porción, y Liu Bao expresó en voz alta su aprobación por el ganso dorado y crujiente, un magnífico ejemplar que habían comprado en Madeira especialmente para la ocasión y que se mantuvo gordo y lustroso hasta el día de su defunción, al contrario de lo que solía pasar con las aves de corral en altamar.

Los esfuerzos de los oficiales por mostrar urbanidad también fueron eficaces, aunque algunos de los más jóvenes se mostraron torpes y desmañados. Liu Bao era de risa fácil y generosa, y también compartió con los demás muchas historias divertidas, en su mayor parte sobre contratiempos de caza. El único infeliz fue el pobre traductor, que tuvo mucho trabajo recorriendo la mesa de arriba abajo y traduciendo del inglés al chino y viceversa. La atmósfera fue muy diferente casi desde el principio y completamente amigable.

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