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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Aventuras, Drama, Intriga

Tener y no tener

BOOK: Tener y no tener
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Tener y no tener
narra las aventuras de un contrabandista entre Cuba y la costa de Estados Unidos, el tosco y valiente Henry Morgan quien, sin embargo, no se ha dejado embrutecer más de lo indispensable por su profesión. Mantiene un estricto código de honor y no está dispuesto a todo por dinero.

A través de las vicisitudes de este hombre singular, Hemingway presenta una espléndida imagen de la vida en Key West, protagonizada por adinerados veraneantes con muy pocos escrúpulos, y traza una demoledora imagen de las relaciones entre los hombres, dominadas a menudo por la cobardía, la hipocresía y la insolidaridad.

El título alude, evidentemente, a los diversos modos de enfocar la vida de los veraneantes en Key West y de Henry Morgan.

Ernest Hemingway

Tener y no tener

ePUB v1.0

minicaja
30.08.12

Título original:
To have and have not

Ernest Hemingway, 1937.

Traducción: Pedro Ibarzába

Editor original: minicaja (v1.0)

ePub base v2.0

En vista de una reciente tendencia a identificar caracteres de ficción con personajes de carne y hueso, resulta oportuno declarar que en este volumen no figura ninguna persona de la vida real: tanto los personajes como los nombres son ficticios. De modo que cualquier coincidencia ha de tomarse como puramente accidental.

PRIMERA PARTE

Harry Morgan

Primavera

Capítulo primero

¿Saben ustedes cómo es La Habana a primera hora de la mañana, cuando los gandules duermen todavía contra las paredes de las casas y ni siquiera pasan los carros que llevan hielo a los bares? Bueno, pues, veníamos del puerto y cruzamos la plaza para tomar café en el Café de la Perla de San Francisco. En la plaza no estaba despierto más que un mendigo que bebía agua en la fuente, pero cuando entramos y nos sentamos, allí estaban los tres esperándonos.

Uno de ellos se nos acercó:

—¿Qué hay?

—No puedo —le contesté—. Me hubiera gustado hacerlo como favor, pero ya le dije anoche que no puedo.

—Puede fijar el precio que quiera.

—No se trata de eso. Lo que pasa es que no puedo hacerlo.

Los otros dos se habían acercado también y tenían un aire triste. Eran individuos de buen aspecto y me hubiera gustado haberles hecho el favor.

—Mil por barba —dijo uno que hablaba bien el inglés.

—No me haga pasar un mal rato —le contesté—. Le digo que no puedo, y es la verdad.

—Después, cuando las cosas cambien, podría valerle mucho.

—Ya lo sé. Estoy con ustedes. Pero no puedo.

—¿Por qué no?

—Me gano la vida con la lancha. Si la pierdo lo pierdo todo.

—Con el dinero puede usted comprarse otra.

—En la cárcel, no.

Debieron de pensar que necesitaba que me convencieran, porque uno de ellos siguió:

—Ganaría usted tres mil dólares y después le valdría mucho. Ya sabe que esto no va a durar.

—Mire usted —le repliqué—. A mí no me importa quién sea el presidente aquí. Pero no llevo a los Estados Unidos nada que pueda hablar.

—¿Quiere usted decir que nosotros vamos a hablar? —dijo uno que no había abierto la boca. Estaba enfadado.

—He dicho nada que pueda hablar.

—¿Cree usted que somos unos lenguas largas?

—No.

—¿Sabe usted lo que es un lengua larga?

—Sí.

—¿Sabe usted lo que hacemos con los lenguas largas?

—No me acorralen —contesté—. Ustedes me hicieron una proposición. Yo no les he ofrecido nada.

—Calla, Pancho —dijo al enfadado el que había hablado antes.

—Ha dicho que vamos a hablar —replicó Pancho.

—He dicho que no llevo nada que pueda hablar —contesté—. Las botellas no hablan. Las damajuanas no hablan. Hay otras cosas que no hablan. Los hombres pueden hablar.

—¿Hablan los chinos? —preguntó Pancho agriamente.

—Hablan, pero yo no les entiendo —le contesté.

—¿De modo que no lo va usted a hacer?

—Ya les dije anoche que no puedo.

—¿Y usted no hablará? —me dijo Pancho. Lo único que no había comprendido bien le había puesto agresivo. Supongo que se había llevado una desilusión. Ni siquiera le contesté.

—Usted no es un lengua larga, ¿verdad? —me preguntó en el mismo tono.

—Creo que no.

—¿Qué es eso? ¿Una amenaza?

—Mire usted —le dije—. No se ponga así a esta hora de la mañana. Estoy seguro de que ha degollado a muchos. Yo, todavía no he tomado el café.

—Está usted seguro de que he degollado a muchos, ¿eh? —No. Y me importa un pito. ¿No puede hablar de negocios sin enfadarse?

—Ahora estoy enfadado —me contestó—. Me gustaría mandarlo al otro mundo.

—Basta. No hable tanto —le dije.

—Vamos, Pancho —exclamó el que había hablado primero. Después se dirigió hacia mí—: Lo siento mucho. Ojalá nos llevara usted.

—También yo lo siento. Pero no puedo.

Los tres se fueron hacia la puerta y yo los seguí con la mirada. Eran jóvenes, bien parecidos y vestían bien. Ninguno de ellos llevaba sombrero. Tenían aire de disponer de mucho dinero. En todo caso hablaban mucho de dinero y usaban el inglés que hablan los cubanos adinerados.

Dos de ellos parecían hermanos. El otro, Pancho, era un poco más alto, pero la misma clase de hombre: esbelto, buena ropa, pelo reluciente. No hubiera yo pensado que era tan esquinado como cuando habló. Me figuro que estaba muy nervioso.

Cuando doblaron a la derecha, después de salir, vi que por la plaza avanzaba hacia ellos un automóvil cerrado. Primero se hizo añicos un vidrio y la bala dio entre la hilera de botellas del aparador de la derecha. Sentí que el revólver siguió funcionando y, bop, bop, bop, a lo largo de la pared se fueron rompiendo botellas.

De un salto pasé detrás del mostrador, por la izquierda, y por encima pude verlo todo. El automóvil se había detenido y al lado se agazaparon dos individuos. Uno esgrimía un Thompson y el otro una pistola automática. El del Thompson era negro. El otro vestía bata blanca de chofer.

Uno de los que habían hablado conmigo yacía en la acera, boca abajo, delante del ventanal del vidrio roto. Los otros dos se habían puesto detrás del carro de hielo de la cerveza Tropical que estaba delante del contiguo bar Cunard. Uno de los caballos pataleaba en el suelo y el otro cabeceaba violentamente.

Uno de los que estaban detrás del carro disparó desde uno de los ángulos y la bala rebotó en la acera. El negro del Thompson se agachó hasta tocar casi el suelo con la cara y en esa postura hizo unos disparos. Detrás del carro cayó hacia la acera uno que quedó con la cabeza reclinada en el borde y protegiéndosela con los brazos. El chofer le hizo otro disparo mientras el negro cargaba su fusil. El tiroteo fue serio. En la acera quedaban marcas que parecían goterones de plata.

El que quedaba en pie tiró de las piernas del caído para ponerlo detrás del carro. Vi que el negro se volvía a agachar para largarles otra rociada. Pancho asomó entonces por uno de los lados del carro, se puso al resguardo del caballo que estaba en pie y, con la cara blanca como una sábana sucia, avanzó apuntando al chofer con su gran Luger, sosteniéndola con las dos manos para no marrar. Sin dejar de caminar disparó dos tiros por encima de la cabeza del negro y uno bajo.

Dio en un neumático del automóvil, porque cuando se le escapó el aire voló polvo. A diez pies de distancia y con la que debía de ser la última bala, pues le vi tirar el fusil, el negro le acertó a Pancho en la barriga. Pancho cayó sentado, se inclinó hacia delante, y, sin dejar de esgrimir la Luger, intentó incorporarse, pero la cabeza no le obedeció. El negro agarró la pistola que había quedado junto al volante del chofer y le voló la sesera. ¡Qué negro!

Yo eché rápidamente un trago de la primera botella que vi abierta, y no hubiera podido decir qué era. Con todo ello había pasado un rato bastante malo. Me deslicé detrás del bar y salí afuera por la puerta de la cocina. Di la vuelta a la plaza y ni siquiera miré hacia la multitud que se iba aglomerando delante del café. Llegué al muelle y entré en la lancha.

El que la había alquilado me estaba esperando y le conté lo que había sucedido.

—¿Dónde está Eddy? —me preguntó. Era nuestro cliente y se llamaba Johnson.

—No le he visto después que ha empezado el tiroteo.

—¿Cree usted que le han dado?

—No, hombre. Ya le he dicho que las únicas balas que han entrado en el café han dado en el aparador. Detrás de las balas venía el automóvil. Entonces fue cuando cayó el primero delante del ventanal. Las balas venían de un ángulo así…

—Me parece que está usted muy seguro.

—He estado de mirón.

En ese momento levanté la cabeza y vi que por el muelle venía Eddy, que parecía más alto y tener peor facha que nunca. Caminaba como descoyuntado.

—Ahí viene.

Traía mala cara. A primera hora de la mañana nunca la tenía muy buena, pero entonces la tenía verdaderamente mala.

—¿Dónde has estado? —le pregunté.

—En el suelo.

—¿Lo ha visto? —le preguntó Johnson.

—No hablemos de eso, Mr. Johnson. Sólo con pensarlo me pongo malo.

—Más le vale tomar un trago —le replicó Johnson, quien después me dijo a mí—: Bueno, ¿vamos a salir?

—Usted dispone.

—¿Qué tiempo vamos a tener hoy?

—Más o menos como el de ayer. Quizá mejor.

—Entonces, vamos.

—Muy bien. En cuanto traigan la carnada.

Llevábamos ya tres semanas pescando con aquel pájaro y todavía no había visto yo más dinero suyo que cien dólares que me dio para despachar la lancha en el consulado, comprar víveres y llenar de gasolina el tanque. Los aparejos eran míos y el hombre pagaba treinta y cinco dólares diarios de alquiler. Dormía en un hotel y venía a bordo todas las mañanas. Yo me llevaba a Eddy, que era quien me lo había traído, y le pagaba cuatro dólares diarios.

—Tengo que poner gasolina —dije a Johnson.

—Bueno.

—Para eso necesito dinero.

—¿Cuánto?

—Cuesta veintiocho centavos el galón y tengo que cargar cuarenta, de modo que son once dólares veinte centavos.

Johnson sacó quince dólares.

—¿Quiere usted destinar el resto a cerveza y hielo?

—Me parece muy bien. Cárguemelo en cuenta de lo que le debo.

Tres semanas me iban pareciendo ya demasiadas para dejarlo así, pero, ¿qué importaba si podía pagar? De todos modos me hubiera debido pagar por semana. Pensé en esperar que se cumpliera el mes. La culpa la tenía yo, pero me alegraba de que el mes iba pasando. Los últimos días me iban poniendo nervioso, pero no quise decir nada para que no se enojara. Si podía pagar, cuanto más tiempo pasara, mejor.

—¿Quiere una botella de cerveza? —me preguntó abriendo la caja.

—No, gracias.

En eso apareció en el muelle el negro que nos traía el cebo y yo le dije a Eddy que se dispusiera a soltar amarras.

El negro subió a bordo y, mientras avanzábamos hacia la boca del puerto, se puso a manipular con un par de caballas. Les metió el anzuelo por la boca, lo sacó por una agalla, les cortó un costado, metió el anzuelo por la abertura, lo sacó por el otro costado y luego les cerró la boca con el alambre y fijó el anzuelo de manera que no se escurriera y que el cebo se agitara nuevamente sin girar.

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