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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Tengo ganas de ti (4 page)

BOOK: Tengo ganas de ti
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—Lo siento, Paolo, pero a veces las cosas no encajan. Ese tío me tocaba las pelotas, eso es todo. Mamá no tiene nada que ver, ¿vale?

Parece satisfecho. Le gusta oír esta versión. Mira por la ventanilla.

—Ah, no te he dicho una cosa.

Lo miro preocupado.

—¿Qué?

—He cambiado de casa. Sigo estando en la Farnesina pero he alquilado un ático.

Al fin, una noticia tranquilizadora.

—¿Bonito?

—Una pasada. Tienes que verlo. Esta noche duermes en mi piso, ¿no? El número de teléfono sigue siendo el mismo. He conseguido que volvieran a dármelo gracias a un amigo que trabaja en Telecom.

Sonríe satisfecho de ese pequeño poder suyo. ¡Joder, menos mal que ha mantenido el mismo número! Es el que he puesto en mi tarjeta, el que le he dado a la azafata. A Eva, la gnocca. Sonrío para mis adentros. Corso Francia, Vigna Stelluti, en subida hacia piazza Giochi Delfici. Paso por delante de la vía Colajanni, el atajo que lleva a piazza Jacini. Una motocicleta se detiene repentinamente en el stop. Una chica. Dios mío, es ella. Pelo rubio ceniza, largo, debajo del casco. Viste también una gorra con visera. Lleva el ipod azul y una chaqueta azul cielo como sus ojos. Sí, parece ella… Reduzco. Mueve la cabeza al ritmo de la música y sonríe. Me paro. Ella arranca. La dejo pasar. Gira alegre frente a nuestro coche. Me da las gracias sólo con los labios… Ahora mi corazón se desacelera. No, no era ella. Pero un recuerdo me asalta. Como cuando estás en el agua, en el mar, por la mañana temprano y hace frío. Alguien te llama, te vuelves y lo saludas… Pero cuando te vuelves para seguir caminando llega una ola imprevista. Y entonces, sin quererlo, me encuentro allí, náufrago en cualquier sitio, en cualquier día de hace apenas dos años. Es de noche. Sus padres están fuera. Me ha llamado por teléfono. Me ha dicho que vaya a verla. Subo la escalera. La puerta está abierta. La ha dejado entornada. La abro lentamente.

—Babi… ¿Estás ahí? Babi…

No oigo nada. Cierro la puerta. Camino por el pasillo. Paso de puntillas frente a los dormitorios. Una música suave sale de la habitación de sus padres. Qué extraño, había dicho que estaban en el Circeo. Por la puerta entreabierta sale una luz débil. Me acerco y abro. Junto a la ventana, repentinamente, aparece ella, Babi. Lleva puesta ropa de su madre, una blusa de seda ligera color arena, transparente y desabrochada. Debajo se entrevé un sujetador color crema. Después, una falda larga con dibujos de cachemir. Lleva el pelo recogido en una trenza. Parece mayor, pretende ser mayor. Sonríe. Lleva en la mano una copa llena de champán. Ahora está sirviendo un poco para mí. Deja la botella en una cubitera llena de hielo que está sobre la cómoda. Alrededor hay velas y un perfume de rosas salvajes que poco a poco nos envuelve. Apoya un pie en una silla. La falda se abre por la raja, cae hacia un lado, descubriendo un botín, y su pierna, cubierta con una media fina de rejilla color miel, con ligas. Babi me espera con las dos copas en la mano y sus ojos repentinamente cambian. Como si hubiera crecido de repente.

—Tómame como si fuera ella… Ella, que no te quiere; ella, que a diario me vuelve loca intentando separarnos…

Me pasa la copa. Me la bebo entera de un trago. El champán está frío, está bueno, es perfecto. Después le doy un beso intenso como el deseo que experimento. Nuestras lenguas saben a champán, adormecidas, perdidas, borrachas, anestesiadas… Repentinamente se despiertan. Le paso la mano por el pelo y quedo prisionero de mechones apelmazados, de cabellos trabajados. Le mantengo la cabeza así, perdida entre mis manos, perdidamente mía…, mientras un beso suyo se vuelve más ávido. Del todo dueña en mi boca, parece que quiera entrar dentro de mí, devorarme, llegar a mi corazón. Pero ¿qué haces? Para. Ya es tuyo. Babi se aparta y me mira. En realidad se parece mucho a su madre. Y me da miedo la intensidad que advierto, que no había visto nunca. Entonces me coge una mano, se levanta un poco la falda y la mete por debajo. Después la guía hacia arriba, más arriba… con ella a lo largo de las piernas. Abandona la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados. Su sonrisa, escondida. Un suspiro, fuerte y claro. Lleva mi mano aún más arriba. Sin prisa, sobre sus bragas. Aquí. Las aparta un poco y me pierdo con los dedos en su placer. Babi suspira ahora con más fuerza. Me desabrocha los pantalones y me los baja veloz, ávida también aquí, como nunca. Y dulcemente lo encuentra. Se detiene. Me mira a los ojos y sonríe. Me lame la boca, me muerde, tiene hambre. Tiene hambre de mí. Se apoya, me empuja, tiene su frente contra la mía, sonríe, suspira, empieza a moverse con la mano arriba y abajo, perdiéndose hambrienta en mis ojos y en los suyos… Después se baja las braguitas, me da un último beso suave y me acaricia con la mano bajo la barbilla. Se pone sobre la cama a cuatro patas y se descubre por detrás levantándose la falda. Se la apoya en la espalda y se vuelve hacia mí.

—Step, por favor, tómame con fuerza, como si yo fuera mi madre, hazme daño… Te lo ruego, te lo juro, tengo ganas.

Y me parece increíble. Pero lo hago. Obedezco y ella empieza a gritar como no lo había hecho nunca, y casi me desmayo de placer, de deseo, de lo absurdo de la situación, del amor de aquello que no creía posible. Aún estoy ansioso de placer en el recuerdo y casi me falta la respiración…

—¡Eh, Step!

—¿Sí?

De repente, vuelvo en mí. Es Paolo.

—¿Qué pasa? Te has parado en mitad de la calle.

—¿Qué?

—Me sorprende tanta amabilidad por tu parte. Nunca te había visto hacer una cosa parecida: ¡darle preferencia a una chica que ni siquiera la tiene! Increíble. O Estados Unidos te ha sentado realmente bien, o has cambiado en serio. O bien…

—¿O bien?

—O bien esa chica se parecía a otra.

Se vuelve hacia mí y me mira.

—Eh… No olvides que somos hermanos…

—Precisamente, eso es lo que me preocupa… Es una «broma», por si no lo has entendido.

Paolo se ríe. Yo vuelvo a conducir buscando de nuevo el control. Lo encuentro. Después, respiro hondo. Más hondo. El dolor de saber que esa marea alta no me abandonará nunca.

Cuatro

El Z4 es un coche increíble. Daría cualquier cosa por tenerlo. Claudio Gervasi está en Porta Pinciana, parado delante del escaparate del concesionario BMW. Lo mira como si fuera un niño, extasiado, deseoso, disgustado porque no lo puede tener. Si Raffaella se enterara de lo que está deseando, tendría problemas. Y si se enterara de todo lo demás, lo mataría. Prefiere no pensarlo. No lo sabrá nunca. Y a esas alturas, como ha llegado hasta allí, merece la pena entrar. No hay y nada malo en tener un deseo. ¿O eso también está incluido en la lista de los pecados sociales? Claudio intenta convencerse. Tampoco me comprometo de ninguna manera…, sólo quiero saber cuánto me darían en una hipotética permuta. A lo mejor me tasan bien mi Mercedes 200. Tiene sus kilómetros, pero está en buen estado… Da una vuelta alrededor del coche, examinándolo. Exceptuando esa pequeña rozadura culpa de Babi y Daniela y, sobre todo, de cómo aparcan su Vespa. Veamos qué me dicen… Entra en la tienda. En seguida se le acerca un joven dependiente, impecable, con una bonita corbata grande, azul como su traje con la americana ajustada y pantalones estrechos perfectos, con la vuelta que acompaña sus mocasines oscuros, sencillos, pero perfectamente lustrados. Precisamente como ese coche. Visto de cerca parece aún más bonito. Es azul cielo pálido y el interior un poco más oscuro, con los acabados de piel de colores beige claro y negro que con suavidad forra cada pieza, del volante al cambio. Irresistible.

—Buenas tardes, ¿puedo ayudarlo?

—Sí, quisiera saber el precio de este BMW. ¿Es el Z4, verdad?

—Por supuesto, señor. Entonces,
full optional
, llaves en mano con ABS y llantas, naturalmente, de aleación… Veamos…, señor, es usted afortunado, estamos de promoción. Para usted serían cuarenta y dos mil euros. Euro más, euro menos, se entiende.

Seguramente más. Menos mal que soy afortunado y que están de promoción. Entonces, el dependiente, que lo ve algo desilusionado, le sonríe.

—Mire que éste era el coche de James Bond.

Claudio no cree lo que oye.

—¿Precisamente éste?

—¡No, no, éste no! —El dependiente lo mira intentando averiguar si le está tomando el pelo—. Entre otras cosas, porque creo que el que usaron en esas películas fue el Z3, el BMW de la serie anterior, y debieron de destruirlo o sacarlo a subasta. Pero éste en concreto se usó en
Ocean's Twelve
, ¿o era
Eleven
? Ahora no me acuerdo bien… De todos modos, lo han llevado George Clooney, Matt Damon, Andy García, Brad Pitt y ahora… ¡usted!

Claudio esboza una sonrisa.

—Quizá…

El dependiente se percata de que tiene delante a un indeciso crónico. No conoce la verdad. Tiene delante una sombra enorme, un holograma terrible, una proyección en láser, Claudio envuelto por el pensamiento de su mujer. El chico decide calentar al cliente potencial con algunas informaciones. Da una vuelta alrededor del coche dando datos: velocidad, consumo, prestaciones de todo tipo y, naturalmente, posibilidad de
leasing
.

—A propósito… —ante este último dato, Claudio recobra la esperanza—, si se da el caso, ustedes compran el coche antiguo, ¿no?

—¡Claro, por supuesto! Aunque en estos momentos el negocio del automóvil no está muy boyante, señor.

Claudio no tenía dudas al respecto.

—¿Puede echarle un vistazo? Lo tengo aquí fuera.

—Claro, vayamos a verlo.

Claudio sale de la tienda acompañado por el dependiente.

—Aquí está, éste es.

Muestra orgulloso su Mercedes 200 gris oscuro metalizado. El chico está ahora atento, serio, minucioso. Lo mira tocándolo de vez en cuando, comprobando eventuales trabajos de reparación engañosamente ocultos. Claudio intenta tranquilizarlo.

—Ha pasado siempre todas las revisiones, y hace poco cambié también las ruedas…

El dependiente da una vuelta alrededor del vehículo y mira el otro lado, el estropeado por la Vespa. Entonces Claudio intenta distraerlo.

—Y precisamente la semana pasada le hicieron una revisión completa.

Pero a un dependiente como ése no se le escapa nada.

—Sí… ¡pero tiene un buen golpe, ¿eh?!

—Bueno, mis hijas. ¡Les he dicho mil veces que peguen la Vespa a la pared, pero ni caso!

El dependiente se encoge de hombros, como diciendo «¿Y yo qué puedo hacer?».

—Bueno, de todos modos lo arreglarán. Y habrá que revisar el motor. Lo verá el jefe técnico. Bueno, si no hubiera más problemas, yo creo que su valor estaría sobre los cuatro mil o cuatro mil quinientos euros.

—Ah… —Claudio se queda sin palabras. Esperaba al menos el doble—. Pero es del 99.

—La verdad es que yo pensaba que era del 2000; de todos modos, le confirmo el precio que ya le he dicho, ¿le parece bien?

¿Que si me parece bien? A ti te parece bien. Tendría que pagaros 37.500, euro más, euro menos. Pero Claudio decide no pensar más.

—Sí, bien… claro…

—Entonces, quedamos así. Si nos necesita, ya sabe dónde estamos.

El joven dependiente le estrecha la mano con fuerza, seguro de que más o menos lo ha convencido. Después le da una tarjeta con su nombre y el logo de BMW. Claudio lo observa alejarse. Cuando el dependiente ya está cerca de la tienda y no lo puede ver, Claudio rompe la tarjeta y la tira a una papelera cercana. Sólo faltaría que Raffaella encontrara la prueba del delito. Sube a su Mercedes y apoya las manos en el volante. ¡Querida, ya sabes que no te traicionaré nunca! Después coge el móvil, mira a su alrededor y escribe un sms. Lo envía y, naturalmente, un segundo después lo borra. Finalmente, como último gesto de gran libertad, enciende un Marlboro.

Cinco

—Ya estamos, Step, es el 237. Espera, que abro la verja. Apárcalo aquí. El número 6 es el mío. —Paolo está orgulloso. Cogemos las bolsas—. El ascensor sube directamente desde el garaje.

También está orgulloso de eso. Llegamos al quinto piso. Abre la puerta como si se tratara de una caja fuerte. Alarma, dos cerraduras, puerta blindada… Su nombre: Paolo Mancini, una tarjeta impresa sobre una pequeña placa enmarcada en oro. Es horrible, pero no se lo digo.

—¿Has visto? He puesto una de mis tarjetas en la placa. Está también el número de teléfono. Buena idea, ¿no? Pero ¿por qué te ríes? No te gusta, ¿verdad?

—Claro que sí. Pero, según tú, ¿por qué debería decirte siempre mentiras? Me gusta de veras, créeme.

Sonríe algo más relajado y me hace entrar.

—De acuerdo, ven. Mira, aquí está…

Por dentro, la casa no está nada mal: parquet nuevo, colores claros, paredes blancas…

—Falta un poco de decoración, pero lo he reformado entero. Mira, he puesto reguladores en los interruptores, ¿ves? —Prueba uno subiendo y bajando una luz—. Una pasada, ¿no?

—Una pasada.

Me quedo en la entrada con los dos sacos en la mano. Paolo sonríe feliz por su idea.

—Te enseñaré dónde puedes dormir. —Abre la puerta de una habitación que hay al fondo del pasillo—. ¡Tachán!

Paolo se queda en la puerta, sonriente.

—Eh…

Debe de haber alguna sorpresa dentro. Entro.

—He recuperado tu ropa y la he traído aquí. Algunos jerséis, las camisetas, las sudaderas… Y mira esto. —Me muestra un cuadro colgado de la pared—. Quedó una ilustración de Andrea Pazienza. Ésta no la quemaste.

Me recuerda, sin quererlo, esa Navidad de hace dos años y medio. Tal vez lo entiende y un poco lo lamenta.

—Bien, yo me voy a mi habitación. Instálate a tu gusto.

Dejo el saco encima de la cama, abro la cremallera y empiezo a sacar la ropa. Jerséis, chaquetas. Una chaqueta de deporte Abercrombie. Vaqueros descoloridos de la marca Junya. Una sudadera de color arena Vintage 55. Camisas bien dobladas Brooks Brothers. Las pongo dentro de un armario blanco. Tiene varios cajones. Abro también la otra bolsa y los lleno todos. En el fondo del saco hay un paquete envuelto. Lo cojo y salgo del cuarto. Paolo está en su habitación, tumbado sobre la cama con los pies fuera.

—Toma —arrojo el paquete sobre su barriga. Lo coge como si de un puñetazo se tratara y se dobla en dos haciendo que el paquete caiga sobre la cama.

—Gracias, ¿y esto por qué?

Siempre busca una explicación.

—Es la última moda en Estados Unidos.

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