Read Territorio comanche Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
—¿Qué significa
gastos varios
,
doscientos dólares
?
—Pues significa exactamente gastos varios: un par de propinas, unos litros de gasoil, unos huevos en el mercado negro…
—No veo la factura del gasoil.
—Es que allí hay una guerra, ¿sabes? La gente no tiene facturas. No tiene de nada.
—¿Y eso de los huevos?
—Una alegría que decidimos darle a Márquez por su cumpleaños… Compramos media docena para que le hicieran un pastel, y cada huevo vale diez marcos alemanes en Sarajevo.
—¿Mil pesetas el huevo?
—Casi.
—Pues Televisión Española no os paga los huevos.
—Eres un cabrón, Mario.
—Lo soy, en efecto. Pero cumplo órdenes. La consigna es ahorrar, porque luego a los jefes les dan la bronca en el Parlamento… Por cierto, aquí dices:
cuarenta dólares de un bidón de gasoil confiscado por los serbios
. No especificas en que circunstancias y por que fue confiscado.
—Lo fue a punta de pistola y porque en Bosnia hay mucho hijoputa. Casi tantos como en Televisión Española.
Aterrados por la espada de Damocles de las auditorías y por la mala conciencia, supervisados por funcionarios que no tenían la menor idea de televisión ni de periodismo, firmaban las liquidaciones a regañadientes, y preferían justificantes falsos a que les contaras simplemente la verdad: que en las guerras solo es posible moverse repartiendo dinero por todas partes y no hay tiempo, ni medios, ni ganas de ir por ahí pidiendo facturas. Cuando caen bombas las cosas no funcionan: no hay paradas de taxis, ni teléfonos, ni agua caliente, ni gasolineras. No hay tiendas abiertas, ni semáforos, ni policías, y la gente te dispara. Un chofer puede cobrar cinco mil duros por recorrer diez kilómetros en una zona batida por francotiradores, una lata de conservas cuesta mil o dos mil pesetas, un kilo de leña doscientos marcos en pleno invierno. Si en la guerra alguien quiere moverse y trabajar, no tiene mas remedio que relacionarse con traficantes y con gentuza. Uno soborna a la gente, se mueve en el mercado negro, alquila coches robados o los roba personalmente. Pero ve a explicarle eso a un chupatintas de moqueta que ficha a las seis para irse a casa y ver el partido. Así que, para simplificar trámites, Barlés siempre traía un montón de justificantes en blanco, poniendo cualquier cosa en ellos con tal de no discutir. Queréis facturas, ¿verdad? Pues tomad facturas. Una vez le hizo llenar una en serbocroata de camelo a su sobrina de nueve años, para no usar siempre la misma letra: taxi Sarajevo-Split-Colmenar Viejo, o algo por el estilo. Firmado Radovan Milosevic Tudjman. A los administradores les daba igual, con tal de tener papel en forma con el que cubrirse las espaldas. Parapetados en sus despachos y muy lejos de la realidad de un campo de batalla, se apuntaban como un éxito rebajar mil duros en una cuenta de dos o tres millones de pesetas. Preferían gastarse el dinero en cubrir campañas electorales, fichar tías de tetas grandes, encargar programas a futurólogos, financiar
Quién sabe dónde
o el
Código Uno
de aquel fulano, Reverte.
Al llegar a la granja, Barlés encontró al dueño asomado a la verja de la puerta. Era un croata moreno y fornido con quien se había cruzado a primera hora, cuando discutía con los soldados porque se negaba a abandonar su casa. Ahora miraba con inquietud hacia la carretera y el puente.
—¿Situación mala? —le pregunto a Barlés, en mal inglés.
—Mala —respondió éste—. Bijelo Polje kaput. Yo de usted cogía a la familia y me largaba.
La familia asomaba las caritas llenas de churretes por los bajos de la verja: un par de críos rubios entre seis y ocho años. Al fondo del patio, junto a dos vacas y un viejo tractor oxidado, había una campesina también rubia, joven, y una anciana sentada bajo el porche.
Barlés se detuvo junto a la verja y le ofreció un cigarrillo al croata. El no fumaba, pero solía llevar en los bolsillos del chaleco —linterna, bloc, bolígrafos, un mapa, acreditaciones de los tres bandos y la ONU, pasaporte, dólares, marcos, aspirinas, navaja suiza, fósforos protegidos en un condón, potabilizadoras, grabador, botiquín de emergencia, Pharmaton Complex, tira de goma para torniquetes, radio Sony ICF/SW— un paquete de Marlboro para darle a la gente; era una buena forma de romper el hielo. El otro agradeció con una inclinación de cabeza, y al cogerlo rozo las manos del periodista con sus dedos ásperos. Olía a sudor y a tierra.
—Mucho preocupado —dijo, exhalando el humo, y señaló a los críos—. Mucho problema.
En pocas palabras puso a Barlés al corriente de su situación: no estaba dispuesto a dejar la granja pues temía, con razón, que la saquearan o incendiasen al quedar abandonada. Veinte años, explicó, había trabajado en Alemania para invertir aquí los ahorros de toda su vida. Durante un tiempo creyó poder mantenerse al margen: su patria era el trozo de tierra que le daba de comer. Pero la guerra llamaba ahora a su puerta. Se debatía entre el miedo por su familia y el miedo a perderlo todo; a convertirse en uno mas de los miles de refugiados que vagaban por Bosnia Central.
—No creer HVO retirarse nunca… —concluyó. Después puso una mano encima de la cabeza de cada crío— ¿Cree musulmanes llegan hasta aquí?
Barlés se encogió de hombros.
—Si no vuelan el puente, si.
—¿Y si vuelan puente?
—Entonces quizá no, y quizá si.
Lamentaba la situación de aquel hombre, pero no más que la del resto de infelices que veía a diario. A fin de cuentas este era joven y podía empezar de nuevo en alguna parte, si es que lograba salir vivo de allí. Muchos otros, como el viejo de las postales, ya no podrían empezar nunca en ningún sitio.
Habían conocido al viejo en el sector musulmán de Mostar un año antes, cuando Bijelo Polje se mantenía aún lejos de la guerra, y al campesino croata que ahora miraba angustiado hacia el puente se la traían floja Mostar y el resto del mundo. El viejo apareció una de esas mañanas en que durante algunas horas dejaban de caer bombas. Entonces el silencio venía como algo extraño, inusual, y entre las ruinas se alzaban hombres, mujeres y niños semejantes a fantasmas sucios. Era una mañana de esas, con el sol tibio recortando los esqueletos negros de los edificios y aquel olor peculiar de las ciudades en guerra, ladrillo, madera quemada, cenizas y materia orgánica-basura, animales, seres humanos pudriéndose bajo los escombros. Ese olor que no encuentras en ninguna otra parte y que te acompaña durante días, pegado a tu nariz y a tus ropas, incluso cuando te has duchado veinte veces y hace mucho que te has ido. Era una de esas mañanas en que la guadaña descansa mientras la afilan de nuevo, y Barlés y Márquez descansaban en los escombros de un portal, aprovechando la tregua, con el consuelo egoísta de llevar en el bolsillo un billete de avión; ese pasaje que tarde o temprano permite decir basta e irse a otro sitio, allí donde puedes beber cerveza viendo pasar a la gente, y las chicas guapas pasean por la calle sin que les peguen un tiro. Era un día de esos y Barlés pensaba en la imposibilidad de trasmitir, en minuto y medio de Telediario, lo que uno siente cuando en las ruinas de una casa —muebles astillados, cortinas sucias hechas jirones, un cuadro en la pared atravesado por impactos de metralla— encuentra en el suelo las fotos de un álbum familiar, pisoteadas entre cenizas y deformadas por el sol y la lluvia. Un hombre sonriendo a la cámara. Un anciano con tres niños sobre las rodillas. Una mujer aún joven, bella, de ojos fatigados, con una sonrisa lejana y triste como un presentimiento. Niños en una playa, con salvavidas y una caña de pescar. Y un grupo en torno a un árbol de Navidad donde podían reconocerse los niños, el anciano y la mujer de ojos tristes.
Aquel de las fotos era un día de esos en Mostar, y Barlés y Márquez estaban sentados entre los escombros sin decir palabra. Y entonces llegó un hombre en camiseta y zapatillas, un anciano musulmán que llevaba en la mano un pequeño mazo de tarjetas postales, y les contó su historia igual que el croata de la granja acababa de contar ahora la suya a Barlés. Tampoco aquel era un relato original: un hijo desaparecido, una mujer enferma en un sótano, la casa en el otro lado de la ciudad. El recuerdo de los hombres enmascarados que llegaron de noche, levanta, vamos, afuera, al puente, vete al otro sector. Los disparos, y los dos ancianos huyendo despavoridos en la oscuridad, sin tiempo a pensar que se iban para siempre.
Cuando terminó de contar, el viejo les fue mostrando las postales, manoseadas de tanto repasarlas una y otra vez. Mira, amigo, así era Mostar antes. Mira que hermosa ciudad. El puente medieval, las calles en cuesta. Las dos torres antiguas. Ya no están las torres,
finito
. Terminado. Tampoco este edificio existe ya. Ni el puente.
Nema nichta
, nada de nada. Todo
kaput
, ¿comprendes? Mira, aquí estaba mi casa. Bonita plaza, ¿verdad…? El anciano señalaba al otro lado de la ciudad. Estaba allí, en esa parte. Antigua de dos siglos, compruébalo en la postal. Ya no existe, no queda nada. El palacio, el edificio, la fuente. Todo destruido. Todo eliminado. Todo…
—Todo a tomar por culo —zanjó Márquez.
El anciano estuvo un rato en silencio. Al cabo suspiró, y antes de irse se entretuvo en reordenar cuidadosamente, con extraordinaria ternura, el mazo de postales que era cuanto le quedaba de su ciudad y de su memoria.
—
¡Barbari!
—le oyeron murmurar en voz baja—.
¡Nema historia!
Después se alejó, y vieron cómo se lo tragaban otra vez la ciudad y la guerra.
Sonó un estampido en la dirección de Bijelo Polje y el campesino se volvió hacia allí, sobresaltado. Los niños rieron. Barlés miró hacia el porche, donde la mujer tenia cogida una mano de la anciana y los observaba.
—Ella debería irse —dijo—. Con los niños.
El croata se retorcía las manos. Llevaba al menos una semana sin afeitar y sus ojos enrojecían de insomnio.
—No puede ir sola —respondió—. Nadie cuida ella.
Barlés hizo una mueca desprovista de caridad. Había visto demasiadas granjas musulmanas ardiendo, demasiados campesinos musulmanes degollados en los maizales, demasiadas mujeres musulmanas acurrucadas en un rincón con ojos de animal herido. También había visto a una joven con su vestido de los domingos, muerta en el maletero de un Volkswagen Golf, con las piernas desnudas colgando sobre el parachoques. Y a una niña de diez años con un tiro en la cabeza, en mitad de un charco de sangre en el salón de su casa —era curiosa la cantidad de sangre que podía tener en el cuerpo una cría tan pequeña—. Todos, y a veces Barlés pensaba que incluso el mismo, tenían demasiadas cuentas que saldar en aquella guerra, donde las mujeres eran tristes y los hombres tenían tan mala leche.
Casi nunca intentaba explicarlo. El era un reportero, y a la hora de trabajar Dios sólo existe para los editorialistas. El análisis se lo dejaba a los compañeros de corbata, en la redacción, o a los expertos que salían explicando factores geoestratégicos con grandes mapas coloreados como fondo y a los ministros que asomaban la sonrisa en el informativo de las tres, muy atareados en Bruselas, hablando siempre en plural: nosotros hemos, nosotros vamos a, nosotros no podemos tolerar. Para Barlés, el mundo se reducía a planteamientos más simples: aquí una bomba, aquí un muerto, aquí un hijo de la gran puta. En realidad era siempre la misma barbarie: desde Troya a Mostar, o Sarajevo, siempre la misma guerra. Una vez lo contó en una conferencia, en Salamanca, ante alumnos de Periodismo que tomaban notas y abrían ojos como platos mientras él les contaba el precio de un polvo en Manila, cómo hacerle el puente a un coche robado o sobornar a un policía iraquí, y los catedráticos —era la Pontificia— se miraban de reojo, inquietos, preguntándose si habrían invitado a la persona adecuada. Se trata de la misma guerra, les dijo. Cuando lo de Troya yo era muy joven, pero en los últimos veinte años he visto unas cuantas. No se que os contaran otros; pero yo estaba allí, y juro que siempre es la misma: un par de desgraciados con distinto uniforme que se pegan tiros el uno al otro, muertos de miedo en un agujero lleno de barro, y un cabrón con pintas fumándose un puro en un despacho climatizado, muy lejos, que diseña banderas, himnos nacionales y monumentos al soldado desconocido mientras se forra con la sangre y con la mierda. La guerra es un negocio de tenderos y de generales, hijos míos. Y lo demás es filfa.
En cuanto a los Balcanes, había explicado Barlés en Salamanca a la futura competencia —casi todas mujeres; era increíble la cantidad de tías que iban a ser periodistas—, siempre fueron zona de frontera. En ese lugar estuvo la línea de confrontación entre los imperios austrohúngaro y turco, y las poblaciones de uno y otro lado ejercieron, durante siglos, como verdugos y víctimas en las diversas tragedias que deparó la Historia —las chicas de las primeras filas tomaban notas, aplicadas, y Barlés decidió cargar un poco las tintas—. Ya sabéis: soldados y funcionarios imperiales, fugitivos que se refugiaban en el otro lado, musulmanes cristianizados, cristianos islamizados. Turcos que se la endiñaban a los cristianos jovencitos y cosas así —las notas se interrumpieron y la decana miró, inquieta, el reloj—. Eran guerras a la manera clásica: represalias, pueblos pasados a cuchillo, mujeres violadas, cosechas en llamas. Heridas que sangran todavía. Al fin y al cabo, hace solo cien años Sarajevo aún era turca. En Europa, las hogueras de la Inquisición, la toma de Granada, el tributo de las cien doncellas, la noche de San Bartolomé, la conjura de los Boyardos, Crécy, Waterloo, los náufragos de la Invencible asesinados en las costas de Irlanda, el dos de Mayo, son asuntos lejanos, tamizados por el tiempo, asumidos como parte de un pasado que ya no tiene vínculo físico con el presente. Pero en los Balcanes la memoria es mas fresca. Los bisabuelos de quienes ahora combaten todavía se acuchillaban en nombre de la Sublime puerta o de la Viena imperial. La cuestión serbia encendió la Primera Guerra Mundial, y durante la Segunda, las atrocidades de
ustachis
croatas por una parte, y de
chetniks
serbios por la otra; dejaron bien fresca una tradición de agravios y de sangre. Después de todo, cada familia cuenta con un bisabuelo degollado por los turcos, un abuelo muerto en las trincheras de 1917, un padre fusilado por los nazis, la Ustacha, los chetniks o los partisanos. Y desde hace tres años, a eso hay que sumarle una hermana violada por los serbios en Vukovar, un hijo torturado por los croatas en Mostar, un primo hecho filetes por los musulmanes en Gorni Vakuf. Allí —había dicho Barlés a su joven auditorio— cada hijo de puta lo tiene todo muy claro, muy reciente. Por eso los Balcanes entraron chorreando sangre en el siglo XX y entraran del mismo modo en el XXI, por muchas milongas que os cuente el ministro Solana. El nacionalismo serbio, todos esos intelectuales que ahora pretenden lavarse las maños tras parir criminales como Milosevic y Karadzic, manipuló esos fantasmas para enfrentar a quienes no deseaban la guerra. Y el llamado Occidente, o sea, vosotros y yo, consentimos que así fuera. Los métodos más sucios fueron puestos en practica, ante la pasividad cómplice de una Europa incapaz de dar un puñetazo a tiempo sobre la mesa y frenar la barbarie. Esa diplomacia europea sin pudor y sin redaños, gratificando la agresión serbia con la impunidad, poniendo parches a toro pasado, hizo que primero croatas y después musulmanes bosnios se subieran al carro de la limpieza étnica y el degüello. Puesto que la canallada es rentable, se dijeron, seamos canallas antes que víctimas camino del matadero. Después la miserable condición humana se disparó sola, e hizo el resto del trabajo, y así van las cosas. Acabo de resumiros lo que pasa en Bosnia, hijos míos. O mejor hijas mías. Que os aproveche.