Testamento mortal (17 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #novela negra

BOOK: Testamento mortal
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—No estoy seguro de coincidir con usted, teniente —mintió Brunetti—. Como tampoco sé por qué ha decidido venir a contarme eso.

Si el teniente quería algo, Brunetti se oponía. Era tan sencillo como eso.

—Yo esperaba que su preocupación por la seguridad ciudadana y por la reputación de nuestras fuerzas lo animarían a tratar de hacer algo con ellos. Por eso he venido a pedirle consejo —dijo, y luego el eco llegó con su usual y exasperante retraso—..., señor.

—No dude que aprecio su inquietud, teniente —replicó Brunetti con su voz más anodina. Luego, poniéndose en pie, añadió, tratando de parecer contrariado—. Pero desafortunadamente me estoy retrasando para una cita y debo marcharme. Sin embargo, tenga la seguridad de que consideraré sus comentarios y... —empezó a decir, y para demostrar que era igualmente capaz de recurrir al eco, hizo una pausa antes de agregar—: y el espíritu que los anima.

Brunetti rodeó su escritorio y se detuvo junto al teniente, que no tuvo otra alternativa que ponerse en pie. Brunetti guió a Scarpa fuera de su despacho, volvió para cerrar la puerta, algo que hacía raras veces, y lo precedió escaleras abajo. Brunetti saludó con un movimiento de cabeza al teniente y cruzó el vestíbulo, sin molestarse en detenerse y hablar con el guardia. Una vez fuera, decidió ir a Bragora y tratar de hablar con alguno de los ancianos con los que la
signora
Altavilla había trabado amistad, convencido de que escucharlos hablar de su pasado, por más exagerados que fuesen sus recuerdos, sería preferible, con mucho, a prestar oídos a la verdad —especialmente por boca de personas como el teniente Scarpa— acerca de Alvise y Riverre.

Pensó seguir el itinerario más largo hasta Bragora y cruzó el puente hacia el Campo San Lorenzo. Al acercarse, Brunetti vio el letrero, descolorido por el sol, que daba cuenta de la fecha en que comenzó la restauración de la iglesia. Ya no podía recordar cuándo se suponía que empezaron, pero seguro que hacía décadas. La gente de la
questura
decía que las obras habían comenzado realmente, pero eso era antes de los tiempos de Brunetti, y por eso él sólo podía creer en el rumor. Durante los años que él estuvo junto a su ventana y estudió el
campo,
vio empezar, continuar e incluso acabar la restauración de la
casa di cura.
Quizá esa restauración era de mayor importancia que la de una iglesia.

Torció a la derecha y a la izquierda varias veces y se encontró de nuevo pasando ante la iglesia de San Antonin. Luego, se encaminó a la Salizada y salió al
campo,
donde los árboles aún invitaban a los transeúntes a sentarse un rato a su sombra.

Cruzó el
campo
y llamó al timbre de la
casa di cura.
Se anunció y dijo que había ido a hablar con la madre Rosa. Esta vez, una monja diferente, aún mayor que la madre Rosa, lo esperaba en la puerta, en lo alto de la escalera. Brunetti dio su nombre, entró y se volvió a cerrar él mismo la puerta. La monja sonrió para darle las gracias y lo condujo hasta la habitación donde ya había hablado con la superiora.

Aquel día la madre Rosa estaba sentada en uno de los sillones, con un libro abierto en el regazo. Hizo una inclinación de cabeza cuando él entró y cerró el libro.

—¿Qué puedo hacer hoy por usted,
commissario?
—preguntó.

No le hizo ninguna indicación de que se sentara, de modo que Brunetti, aunque se aproximó a ella, permaneció de pie.

—Me gustaría hablar con algunas de las personas que mejor conocieron a la
signora
Altavilla.

—Debe usted comprender que su deseo tiene poco sentido para mí —dijo. Como Brunetti no respondió, añadió—: Como también su curiosidad por ella.

—Para mí sí tiene sentido, madre.

—¿Por qué?

Le salió antes de pararse a pensarlo:

—Siento curiosidad por la causa de su ataque al corazón.

—Antes de que la monja pudiera preguntarle algo Brunetti continuó—: No cabe duda de que falleció de un ataque al corazón, y el doctor afirma que fue muy rápido.

—Vio que ella cerraba los ojos y asentía, como si diera las gracias porque se le hubiera concedido algo que deseaba—. Pero me gustaría asegurarme de que el ataque al corazón fue..., que no fue inducido por algo. O sea desagradable.

—Siéntese,
commissario
—lo invitó. Cuando lo hubo hecho, dijo—: Usted se da cuenta de lo que acaba de decir, claro está.

—Sí.

—Si la causa del ataque al corazón de Costanza, que en paz descanse, fuera, como usted dice —empezó, e hizo una pausa antes de permitirse repetir la palabra— desagradable, habría razón para esto. Y si ha venido aquí en busca de esa razón, es posible que usted crea que la va a encontrar en lo que le dijo alguna de las personas con las que ella trabajaba.

—Es verdad —admitió, impresionado por la agudeza de la monja.

—Y si
es
verdad, entonces esa persona podría estar igualmente en peligro.

—Ciertamente, también es posible, pero creo que dependería de lo que le dijera, madre —dijo, tras decidir que no tenía otra elección que confiar en ella―. Ignoro lo que sucedió, y reconozco que es una tontería reconocer que todo cuanto tengo es una extraña sensación de que algo no encaja en esa muerte...

Consciente de no haber dicho nada sobre las marcas en el cuerpo, Brunetti se preguntó si sería peor mentir a una monja que a cualquier otra clase de persona, pero decidió que no.

—¿Significa eso que usted no está aquí...? ¿Cómo lo diría? Que no está aquí oficialmente.

Pareció complacida por haber dado con la palabra.

—No lo estoy —tuvo que admitir—. Tan sólo quiero procurar algo de tranquilidad mental a su hijo —añadió.

Eso era verdad, pero no toda la verdad.

—Comprendo.

Lo sorprendió porque abrió el libro que tenía en el regazo y volvió a fijar la atención en él. Brunetti permaneció sentado en silencio durante un tiempo que se prolongó hasta convertirse en minutos y, luego, en más minutos.

Finalmente acercó el libro a su rostro y pareció leer en voz alta: «Los ojos del Señor están en todas partes, contemplando el mal y el bien.» Bajó el libro y se quedó mirando a Brunetti por encima de las páginas.

—¿Usted cree eso,
commissario?

—No, me temo que no, madre —respondió sin dudar.

La superiora depositó el libro en su regazo, dejándolo abierto, y volvió a sorprenderlo diciendo esta vez:

—Bueno.

—¿Bueno porque lo haya dicho o bueno porque no lo creo?

—Porque lo haya dicho, naturalmente. Es trágico que no lo crea. Pero si hubiera dicho que sí, habría sido un embustero, lo cual es peor.

Lo mismo que Pascal, ella conocía la verdad no por la razón, sino por el corazón. Pero Brunetti no se refirió a eso, y se limitó a preguntar:

—¿Cómo sabe usted que yo no lo creo?

La monja sonrió con más calidez de lo que él le había visto hasta entonces.

—Yo podré ser un trasto viejo,
commissario,
y por añadidura del Sur, pero no soy tonta.

—Y el hecho de que yo no sea un mentiroso ¿qué sentido tiene en esta conversación?

—Me induce a creer que está realmente interesado en averiguar si podría haber algo desagradable, como usted dijo, en relación con la muerte de Costanza. Y puesto que ella era una amiga, también yo estoy interesada en el asunto.

—¿Lo cual significa que ayudará?

—Significa que le daré los nombres de las personas con las que pasaba más tiempo. Y a partir de ahí usted actuará por su cuenta,
commissario.

16

No sólo le dio los nombres, sino también sus números de habitación. Dos mujeres y un hombre, todos octogenarios y una de ellas con una salud mental «apática». Ésa fue la palabra que empleó la monja: «apática». Brunetti tenía la sensación de que ella no le habría aclarado qué quería decir con ese término, así que la dejó pasar. Le dio las gracias y le preguntó si podía hablar en seguida con aquellas personas.

—Puede intentarlo. Es la hora del almuerzo, y para muchos de nuestros huéspedes ése es el acontecimiento más importante del día. Podría resultarle difícil que se concentren en lo que les pregunte, al menos hasta después de que hayan comido.

Al oírla recordó un período de la decadencia de su madre en que se interesó obsesivamente por los alimentos, por comer, aunque continuó adelgazando, sin que importara lo que ingiriese. Pero no tardó en olvidar lo que era la comida, y había que recordarle que comiera y casi forzarla a ello.

La monja lo oyó suspirar y dijo:

—Esto lo hacemos por amor al Señor y por amor al prójimo.

Él asintió, por el momento incapaz de hablar. Cuando Brunetti la miró, ella dijo:

—No sé si serán de mucha ayuda si se enteran de que es usted policía. Bastaría que dijera que es un amigo de Costanza.

—¿Y dejarlo así? —preguntó con una sonrisa.

—Bastaría.

—Ella no le devolvió la sonrisa, pero dijo—: Después de todo, en cierto sentido, es verdad, ¿no?

Brunetti se puso en pie sin responder a la pregunta. Se inclinó y tendió la mano. Ella se la estrechó brevemente y luego le explicó:

—Si sale por esa puerta, gire a la izquierda, al final del pasillo, a la derecha, llegará al comedor.

—Gracias, madre.

Ella asintió y volvió a fijar la atención en su libro. En la puerta, Brunetti estuvo tentado de volverse y comprobar si ella lo estaba observando, pero desistió.

No tuvo que utilizar sus habilidades profesionales para saber que el almuerzo consistía en asado de cerdo con patatas: los olió nada más entrar en el edificio. Mientras pasaba frente a lo que debía ser la puerta de la cocina, se dio cuenta de lo bueno que debían estar el asado de cerdo y las patatas.

Frente a las ventanas que daban al
campo
estaban dispuestas seis o siete mesas, la mitad de ellas pequeñas y con capacidad para sólo una o dos personas. Había más o menos una docena de comensales, algunos reunidos en parejas, un grupo de cuatro y alguno solo. No quedaba ninguna mesa vacía. Había botellas de vino y de agua mineral en todas, y los platos parecían de porcelana. Las cabezas se volvieron cuando entró en el comedor, pero de inmediato aparecieron detrás de él dos muchachas de piel oscura vestidas con una versión simplificada del hábito que llevaban la madre Rosa y la otra hermana. Entre la toca y el velo de la primera asomaban los ojos almendrados y la nariz muy arqueada de una estatua tolteca. Los labios, esculpidos en su rostro de caoba, estaban rodeados por una delgada línea de piel más clara que exageraba su rojo natural. Brunetti se la quedó mirando hasta que giró en su dirección. Entonces él actuó como lo hacía cuando un sospechoso le sostenía la mirada: cambió el enfoque de sus ojos, los adaptó a la visión lejana y recorrió con ellos la estancia, como si la joven no hubiera estado allí o no mereciera su atención.

Las dos novicias se apresuraban en torno a las mesas, apilando los platos en los que se había servido la pasta. Cuando pasaron camino de la cocina, Brunetti vio restos de pesto, una salsa de color verde que no le gustaba. Las novicias regresaron rápidamente, transportando cada una de ellas tres platos que contenían cerdo, zanahorias en rodajas y patatas. Sirvieron a los comensales de las mesas más próximas, desaparecieron y volvieron con más platos.

El rumor de conversación que se había roto al verlo se reanudó, y las cabezas —la mayoría blancas, excepto alguna, desafiante— se inclinaron sobre su almuerzo. Los tenedores golpeaban la porcelana y las botellas los vasos; los sonidos usuales durante una comida en comunidad.

La monja que había abierto la puerta principal apareció de repente junto a él y preguntó:

—¿Querría,
signore,
que le dijera quiénes son? Dando por supuesto que había sido enviada por la madre superiora, Brunetti accedió:

—Sería muy amable de su parte,
suora.

—El
dottor
Grandesso almuerza hoy en su habitación; la
signora
Sartori está ahí, en la segunda mesa, vestida de negro; y a la
signora
Cannata la acompañan otras personas a la mesa que está junto a la anterior. Es la del pelo rojo.

Brunetti recorrió con la vista el comedor y localizó a ambas mujeres. La
signora
Sartori estaba encorvada sobre su comida, con el brazo izquierdo rodeando el plato, como si tratara de protegerlo de alguien que quisiera arrebatárselo. La vio de perfil: un pómulo alto cubierto con poca carne, pero con una abundante papada colgándole bajo la barbilla. La pintura de labios era de un rojo violento y se desviaba más allá de la boca. El cutis, como el de los ancianos que ya no ven la luz del día, tenía un matiz ligeramente verdoso, un efecto intensificado por el cabello, negro como la tinta, que le llegaba hasta los hombros.

Sujetaba el tenedor con su puño nudoso y lo utilizaba como una pala con las patatas. Brunetti advirtió que la carne le había llegado ya cortada en trocitos mínimos. Mientras la observaba, ella se terminó las patatas y a continuación, y no menos rápidamente, las zanahorias. Cogió una rebanada de pan, la partió por la mitad, y con una de las mitades rebañó medio plato hasta dejarlo limpio, y luego hizo lo mismo con la otra mitad. Mientras él seguía observando, la
signora
Sartori acabó con dos rebanadas más, y cuando no quedaban otras, detuvo sus movimientos y permaneció sentada, inmóvil. Una de las novicias le retiró el plato vacío y recibió una penetrante y airada mirada por hacerlo.

Brunetti se acercó a la mesa de la mujer del pelo rojo. Las novicias pasaron rápidamente ante él y sirvieron un trozo de pastel de manzana a cada una de las tres personas sentadas a la mesa. Él se detuvo a poca distancia y se dirigió a la mujer del ralo pelo rojo.

—¿Signora
Cannata?

Ella levantó la vista y le sonrió de una manera que él juzgó de forma automática como insinuante. Sus ojos pestañearon rápidamente y levantó una mano abierta como para mantener a raya a Brunetti, como si fuera una adolescente y él, el primer muchacho que le hubiera dirigido un cumplido. Tenía la nariz fina y bien dibujada, y la piel tirante bajo los ojos presentaba unas sombras más ligeras que el resto de su cara. El rímel había sido aplicado con torpeza, como también el lápiz de labios, del que eran visibles huellas en la servilleta y en las arruguitas a ambos lados de la boca. Lo mismo podía tener sesenta años que tener un hijo de esa edad.

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