Testamento mortal (8 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #novela negra

BOOK: Testamento mortal
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Con cada frase que pronunciaba, el lenguaje de Rizzardi se aproximaba más al oficial de los informes impresos y de las actas de las comisiones.

Como un hombre que buscara aire para respirar, Niccolini preguntó:

—Pero ¿fue el ataque al corazón lo que la mató?

¿Cuántas veces necesitaba oír aquello?, se preguntó Brunetti.

—Sin lugar a dudas —respondió Rizzardi con su voz más oficial. La leve exclamación de incomodidad que Brunetti había percibido en sus anteriores evasivas, se transformó de repente en un bocinazo de duda.

Brunetti no sabía en qué estaba mintiendo el médico, pero ahora estaba convencido de que mentía.

Niccolini imitó la postura anterior del patólogo y se apoyó en la verja.

Un sonido parecido a un grito de guerra atrajo su atención. Todos se volvieron y miraron al extremo opuesto del
campo,
donde Marco giraba en círculos cada vez más cerrados en torno a uno de los árboles. Brunetti, observando el giro cada más y más ceñido del niño, se interrogó por el proceder de Niccolini. Hubiera comprendido el abatimiento, la pena o un estallido de llanto. Durante su carrera había visto también lo contrario: fría satisfacción ante la muerte de un progenitor. Niccolini parecía nervioso y paralizado al mismo tiempo. ¿Por qué, además, forzaba a Rizzardi a repetir que la muerte había sido natural?

Rizzardi echó atrás la manga de su chaqueta y miró el reloj.

—Lo siento,
signori,
pero tengo una cita.

Tendió la mano a Niccolini y se despidió cortésmente. Le dijo a Brunetti que le enviaría el informe por escrito en cuanto pudiera, y que lo llamara si tenía alguna pregunta que hacerle.

Niccolini y Brunetti observaron en silencio al patólogo mientras atravesaba el
campo
y desaparecía en el interior del hospital.

7

Cuando Rizzardi se hubo marchado, Brunetti preguntó, señalando con un movimiento de cabeza el hospital:

—¿Tiene usted algo más que hacer ahí?

—No, creo que no —respondió Niccolini, sacudiendo la cabeza como para apartar de ella la idea o el lugar—. Firmé algunos papeles cuando fui, pero nadie me dijo que tuviera que hacer nada más.

—Miró hacia el hospital, luego a Brunetti y añadió—: Me dijeron que no puedo verla hasta esta tarde. A las dos.

—Luego, hablando más para sí que para Brunetti, dijo—: Esto no tenía que haber ocurrido.

—Levantó la vista y concluyó, como si temiera que Brunetti tuviera alguna razón para dudarlo—: Era una buena mujer.

A pesar de los años —décadas— que llevaba de policía, Brunetti aún deseaba creer que aquello era cierto en la mayoría de las personas. La experiencia sugería que eran buenas, al menos que no se las ponía en situaciones insólitas o difíciles, y entonces algunas, incluso muchas, cambiaban. Brunetti se sorprendió pensando en la oración: «No nos dejes caer en la tentación.» Qué inteligente, quienquiera que hubiera dicho eso —¿fue el propio Cristo?—, por darse cuenta de lo fácilmente que somos tentados, de lo fácilmente que caemos y de lo acertado que es orar para librarse de la tentación.

—... usted cree que ellos... —oyó decir a Niccolini, y volvió de nuevo su atención a su interlocutor.

En lugar de acabar la frase, el veterinario levantó la mano en el aire, con la palma hacia el cielo, y luego la dejó caer a su costado, como resignado ante el hecho de que los cielos tenían escaso interés en lo que le había sucedido a su madre. La falta de atención por parte de Brunetti había sido sólo temporal. Tenía muchos deseos de escuchar cuanto el doctor tuviera que decir, así que, mirando el reloj, sugirió:

—Dottore,
si quisiera podríamos comer algo.

—Hizo una pausa y luego dijo—: Pero si desea estar solo —prosiguió, levantando involuntariamente ambas palmas y desplazando su cuerpo hacia atrás—, lo comprenderé.

La mirada de Niccolini fue franca y directa. Después consultó también su reloj: permaneció unos momentos con la mirada fija en él, como si tratara de descifrar qué significaban los números.

—Dispongo de una hora —dijo finalmente. Luego, en tono muy decidido, añadió—: Sí.

—Miró el
campo
a su alrededor, en busca de un punto de referencia familiar y explicó—: No sé qué hacer hasta entonces, y el tiempo pasará más deprisa.

—Se volvió hacia el bar donde habían tomado café—. Todo es completamente distinto —observó.

—¿El bar? ¿O el
campo
? —preguntó Brunetti.

Quizá Niccolini se estaba refiriendo a la vida. Ahora. Después.

—Todo, creo. Ya no vengo mucho a Venecia. Sólo para visitar a mi madre, y vive tan cerca de la estación que no tengo que ver otras partes de la ciudad.

Miró a su alrededor, con los ojos tan asombrados por lo que veían como los de un turista, expuestos por vez primera a aquello. Se volvió y señaló la iglesia de los Miracoli.

—Fui a la escuela elemental Giacinto Gallina; conozco este barrio. O lo conocía.

—Señaló con la mano uno de los bares—. Sergio ha desaparecido y ahora el bar es chino. Y los dos ancianos que regentaban Rosa Salva también han desaparecido.

Como si lo estimulara el nombre del bar, Niccolini echó a andar en dirección a él. Brunetti se colocó a su altura, dando por supuesto que su invitación había sido aceptada. Por acuerdo tácito, escogieron una mesa en el exterior, sin sombrilla, a fin de poder disfrutar mejor de los restos de sol otoñal que les quedaban. Había un menú sobre la mesa, pero ninguno de los dos se preocupó de él. Cuando acudió el camarero, Brunetti pidió una copa de vino blanco y dos
tramezzini.
No le importaba de qué. Niccolini dijo que tomaría lo mismo.

Los primeros meses después de que la madre de Brunetti cayera víctima del alzheimer que la llevaría a la muerte, estuvo ingresada en la residencia de ancianos situada un poco más allá de Barberia delle Tole. Aunque le importaba mucho que Niccolini le hablara de su madre, no quiso tratar de ganarse su camaradería y su buena voluntad contándole el sufrimiento de su propia madre como una manera de estimularlo.

Aguardaron en silencio, extrañamente relajados en su mutua compañía.

—¿Venía a verla muy a menudo? —preguntó finalmente Brunetti.

—Hasta hace un año sí, pero luego mi mujer tuvo gemelos, y era mi madre la que iba a vernos.

—¿A Vicenza?

—En realidad a Lerino, de donde procedían mis padres. Ella llegaba en el tren y yo iba a recogerla.

—El camarero llegó con las copas de vino. Brunetti tomó la suya y bebió un sorbo y luego otro. Niccolini ignoró la suya y continuó hablando—: Tenemos además una hija de seis años.

Brunetti pensó en la alegría que la mujer habría tenido con sus nietos y dijo:

—Eso debía de hacerla feliz.

Niccolini sonrió por primera vez desde que se conocían y pareció rejuvenecer.

—Sí, la hacía feliz.

Regresó el camarero y puso los emparedados frente a ellos.

—Es extraño —observó Niccolini, tomando su copa pero sin hacer caso de los emparedados—. Pasó toda su vida con niños, primero como maestra, luego conmigo y con mi hermana, y después con otros niños, porque regresó a la enseñanza cuando nosotros dos fuimos a la escuela.

Bebió de su vino, cogió un emparedado, lo estudió y lo devolvió al plato. Brunetti comió un poco de su primer emparedado y luego preguntó:

—¿Qué era extraño,
dottore?

—Que cuando se jubiló dejara de trabajar con niños.

—¿Qué hacía, pues?

Niccolini estudió el rostro de Brunetti antes de preguntar, hablando muy despacio, como si buscara en su vocabulario las palabras adecuadas.

—¿Por qué quiere saber todo eso?

Brunetti tomó otro sorbo de vino.

—Me interesan las mujeres de la generación de mi madre.

—Luego, con una mirada en dirección a Niccolini, y antes de que éste pudiera objetar, añadió—: Bien, de edad aproximada a su generación.

—Dejó la copa en la mesa y continuó—: Mi madre no trabajaba. Estaba en casa y cuidaba de nosotros, pero una vez, hace años, me dijo que le hubiera gustado ser maestra. Sin embargo, su familia no tenía dinero, por lo que se puso a trabajar a los catorce años. De criada.

—Brunetti lo dijo abiertamente, como desafiando todos los años en los que había rechazado aquella sencilla verdad, deseando que sus padres hubieran sido distintos de lo que fueron, más ricos, más cultos—. Así que siempre me he interesado por aquellas mujeres que pudieron hacer lo que mi madre hubiese querido. Lo que hicieron con la oportunidad que tuvieron.

Como si ahora quedara convencido de la legitimidad del interés de Brunetti, Niccolini prosiguió:

—Empezó a trabajar con ancianos. Bien, muy ancianos. De hecho —dijo, señalando con la barbilla—, empezó ahí.

Todo el mundo en Venecia sabría que se refería al hogar de ancianos, la
casa di cura,
a sólo un centenar de metros.

—¿Empezó qué? —preguntó Brunetti—. ¿A hacer qué?

—A visitarlos. A escucharlos. A sacarlos aquí, al
campo,
cuando hacía buen tiempo.

Éste también era un fenómeno con el que todos en la ciudad estaban familiarizados: ancianos frágiles, curvados en sus sillas de ruedas y cubiertos con mantas, independientemente de la estación, empujados al sol por amigos o parientes o, cada vez más, por mujeres con aspecto de proceder de Europa oriental, que los llevaban al
campo
a pasar una parte de lo que les quedaba de vida, en compañía de lo que quedaba de sus vidas más allá de sus reducidas y atestadas habitaciones.

Brunetti se preguntó si la madre de aquel hombre pudo haber sido una de las personas que ayudaron a la suya, pero apenas se le ocurrió ese pensamiento, lo rechazó por irrelevante.

—Cuando hacía mal tiempo, les leía o los escuchaba.

—Niccolini se inclinó hacia delante y cogió de nuevo el bocadillo. Partió un trozo y lo depositó en el borde del plato—. Siempre decía lo mucho que les gustaba poder contar a personas de menos edad cómo era la vida cuando ellos eran jóvenes, qué habían hecho y qué aspecto tenía la ciudad hace sesenta años, setenta...

—Me temo que la gente no necesita estar en la
casa di cura
para empezar a hacer eso —dijo Brunetti, y sonrió, pensando en las horas que ya había pasado lamentándose de los cambios producidos en la ciudad desde que él mismo era joven—. Creo que eso forma parte de ser veneciano.

—Y al cabo de un momento—: O parte de ser humano.

Niccolini se recostó en su silla.

—Creo que es peor para los ancianos. Los cambios resultan mucho más obvios para ellos.

Luego, como muchas personas hacían cuando surgía aquel tema de conversación, suspiró profundamente e imprimió a su mano un movimiento circular desprovisto de significado. Brunetti dijo:

—Usted ha dicho que ella empezó aquí. ¿Dónde más visitaba ancianos?

—En ese sitio, ahí, en Bragora. Era donde trabajaba. Todavía.

Al oírse pronunciar esa palabra, Niccolini bajó la vista hacia sus manos. Brunetti recordó haberlo oído años antes: toda una planta de un
palazzo
en el Campo Bandiera e Moro, regido por cierta orden de monjas que, si bien se rumoreaba que cobraban los precios más elevados de la ciudad, procuraban los mejores cuidados. No había camas libres cuando él buscaba una plaza para su madre, y no había vuelto a pensar en aquel lugar desde entonces. Niccolini tomó aire súbitamente, y eso atrajo la mirada de Brunetti hacia él.

—Oh, Dios mío —exclamó el doctor—. Tendré que decírselo.

El rostro de Niccolini se tiñó de rojo, y sus ojos empezaron a brillarle. Se inclinó hacia delante y, con los codos apoyados en los brazos de la silla, se cubrió la boca y la nariz con las manos.

Brunetti miró el reloj. Eran casi las dos.

—No puedo llamarlas. No puedo hacerlo por teléfono —dijo Niccolini, sacudiendo la cabeza como para rechazar la posibilidad.

Brunetti, indeciso, preguntó:

—¿Querría usted que yo hablara con ellas,
dottore?

—Los ojos de Niccolini lo miraron como en un fogonazo—. Conozco a dos o tres hermanas de ahí —se apresuró a añadir Brunetti. Bien, había hablado con ellas hacía años, así que, en cierta manera, las conocía—. No está lejos de la
questura.

—Brunetti no sabía hasta qué punto presionar, y no quería parecer demasiado interesado—. Por supuesto, si prefiere hacerlo usted mismo, lo comprenderé.

El camarero pasó junto a su mesa, y Brunetti pidió la cuenta. En los minutos que pasaron mientras el camarero iba dentro en su busca, Niccolini mantuvo la mirada fija en su copa medio llena de vino y en los bocadillos sin comer.

Brunetti pagó la cuenta, dejó unos pocos euros en la mesa y echó atrás su silla. Niccolini se puso en pie.

—Me gustaría hacerlo yo,
commissario.
No sé si voy a poder... —empezó, pero la voz se le apagó, incapaz de dar un nombre a lo que era incapaz de hacer.

—Por supuesto —admitió Brunetti, procurando decir lo mínimo.

Tendió la mano y tomó la del doctor. Antes de que pudiera hablar, el doctor se la estrechó hasta el punto de causarle daño y dijo:

—No diga nada. Por favor.

Soltó la mano de Brunetti y atravesó el
campo
en dirección al hospital.

8

Brunetti alargó la mano y cogió uno de los bocadillos del plato. Cohibido porque lo vieran comer de pie, volvió a sentarse
y
se lo acabó. Luego entró en el bar y se tomó un vaso de agua mineral. Se dio cuenta de que no había llamado a Paola para decirle que no iría a casa a almorzar. Pagó y salió para hacer la llamada. Marcó el número de su casa y esperó que ella entendiera que había estado, en cierto sentido, secuestrado por los acontecimientos.

—Paola —dijo, cuando ella respondió con su nombre—. Las cosas se me han ido de las manos.

—Lo mismo que un
rombo
al vino blanco con hinojo.

Bueno, al menos no estaba enfadada.

—Y patatas de guarnición, y zanahorias —prosiguió ella incansable— y una de esas botellas de tokay que te dio tu informador.

—Se supone que no debí haberte dicho eso.

—Entonces haz como que no me has oído decir que sé de quién las conseguiste.

Quizá no iba a salir tan bien librado.

—He tenido que reunirme con el hijo de esa mujer que murió anoche.

—No venía en el periódico esta mañana, pero ya está en la versión digital.

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