Textos fronterizos (2 page)

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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Ensayo, Relato

BOOK: Textos fronterizos
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Esta nítida línea diferencial entre los síntomas de una y otra especie de veneno es tan acusada por lo general, que el solo examen de un paciente basta para que él denuncie sin temor de yerro la especie de ponzoña de que éste es víctima.

Así es por lo común. A veces, sin embargo, la influencia de la estación, del tiempo, de la idiosincrasia de agente y paciente, enturbia hasta límites increíbles esta agua clara del límite diferencial.

Una tarde, a la caída del crepúsculo, entraba yo a galope de mi caballo en una picada de la selva de Misiones. Delante de nosotros galopaba también mi perra setter, cachorra aún, que por la dulzura de su carácter y por haber sido criada en los brazos de mis chicos, absorbía el cariño de toda la casa.

Habíamonos internado cien metros en la picada, cuando alcancé a ver en el suelo, justamente en la misma línea que llevaba mi caballo, y ya casi debajo de éste, una gran víbora arrollada. Por la disposición de las curvas de la bestia y la situación de su cuello noté con la brevedad de un relámpago que era una yarará y que iba a atacar. Quise levantar el caballo, pero era tarde ya, y pasamos. Lleno de inquietud eché pie a tierra y examiné las patas del animal, el cual, vuelto hacia el lugar que acabábamos de dejar, dirigía hacia el suelo sus orejas durísimas. Nada hallé felizmente, y me encaminé hacia la víbora.

Pero hacia allá, con aire más curioso que intranquilo, iba también mi perra al encuentro de la víbora. Seguramente ella a su vez había advertido algo anormal al pasar corriendo y aprovechaba nuestra detención para cerciorarse de ello. La contuve con un grito, en el instante en que tendía el hocico hacia la muerte. Acababa de salvar a mi perra, como se había salvado por casualidad mi caballo. No me quedaba por hacer sino concluir con la víbora, y un instante después comprobaba su inequívoca especie. Era una
lachesis neuwiedi
, de piel recién cambiada y en pleno vigor de lucha, por lo tanto.

Cuando volví hasta mi caballo tuve que palmearlo para que se recobrara, pues sus orejas continuaban con la misma inmovilidad y dureza dirigidas a tierra. No había perdido detalle del drama, seguramente. Reemprendimos la marcha, siguiendo al galope por la picada ya casi sumergida en las tinieblas.

De pronto —no recuerdo por qué ni en qué momento— me di cuenta de que la perra no estaba con nosotros. Y con la misma instantaneidad tuve la iluminación certera y fatal de lo que había pasado en realidad a comienzos de la picada.

Volví riendas llamando a mi perra y un momento después la hallaba sentada y jadeando con extrema velocidad. Estaba loca de alegría por verme. Su mirada azorada dejaba traslucir claramente su sentimiento de incomprensión por lo que le pasaba. Hacía todos los esfuerzos de que es capaz un noble animal por seguir a su dueño. Pero tenía paralizadas las piernas traseras, y un momento después caía de costado, sacudida por convulsiones tetánicas.

De acuerdo con todas las reglas del arte, había sido cazada a la entrada de la picada por la yarará. Con la caída de la noche, la víbora había ido a arrollarse en un costado del sendero, a la espera de una liebre o un agutí. Nuestro galope resonante no la había cogido pues de improviso; y al ver pasar velozmente ante ella una presa —mi perra—, había lanzado adelante sus colmillos. Mi perra lo había sentido sin duda —sensación de golpe, de hincadura de espina—, y aprovechando mi detención para examinar las patas del caballo, había ella retornado sobre sus pasos a investigar la causa del pinchazo. Ello explica la salvación milagrosa de mi caballo, ya que la víbora, casi exhausta de veneno por su primera mordedura, había reservado prudentemente sus últimas gotas de ponzoña.

Omito recordar la impresión de toda nuestra casa cuando ya muy entrada la noche llegamos yo y mi caballo, con el cadáver de la pobre Tuké dentro de una bolsa, y anoto lo siguiente:

Comuniqué por carta el caso al Instituto de Seroterapia Ofídica de San Pablo, Brasil, con el que yo mantenía entonces relación epistolar. Informé detalladamente sobre los síntomas a todas luces anormales que había observado, tratándose, como era el caso, de una mordedura de
lachesis
, y no de crótalo.

El Dr. Gómez, distinguidísimo herpetólogo del Instituto, me respondió que la sintomatología en cuestión correspondía en efecto al veneno de una serpiente de cascabel. Yo era así quien debía estar equivocado en mi observación, al acusar a una yarará del daño que había causado un crótalo.

Contesté al sabio asegurándole que en el terreno de lucha no había habido serpiente de cascabel alguna, y que la mordedura, los síntomas y la muerte incluso, de mi setter debían ser imputadas a la
lachesis neuwiedi
cuya descripción detalladísima le remitía también.

Acusó recibo el Dr. Gómez, diciéndome que la descripción que le enviaba era bien y efectivamente la de una
neuwiedi
. Pero como los efectos del veneno observados no correspondían a los que produce aquella especie, era obvio que la muerte de la perra no podía ser atribuida a una
lachesis
. Un crótalo, que con seguridad yo no había visto, había huido después de morder al animal, dejando ante mi vista y en reemplazo, a una yarará inocente. Que si yo hubiera buscado bien, etc.

Y así estamos. En cuanto me concierne de este problema, considero hasta hoy absurda la hipótesis del Dr. Gómez. Él por su parte, considera (consideraba: ha muerto hace algunos años) más absurdo todavía el atribuir la acción neurotóxica del veneno del caso, al veneno de una
lachesis
que, como nadie lo ignora, tiene una acción hemolítica de las más marcadas.

La guardia nocturna

Se me había dicho que Angelici había logrado resolver el arduo problema de la defensa nocturna del jardín, y yo me puse en campaña para averiguarlo.

Nadie ignora que mucho más que el vergel de frutales, el jardín floral constituye la nocturna pesadilla de sus dueños. Como no existen valla ni cerco capaces de contener al ratero —no siempre ratero— de rosas de calidad (
souvenir
de Mme. une telle), los modestos propietarios deben confiar la guardia nocturna de su jardín a los animales domésticos cuya voz de alerta pone en jaque a los ladrones.

Pero esto acarrea consigo un segundo problema: ¿cómo, en efecto, dormir en paz, cuando explota a cada instante en la sombra el ladrido de un perro? Descartado éste, puédese fijar la atención en el ganso o el teruteru, ambos excelentes centinelas, pero tan ruidosos como incapaces de imponer respeto. No queda así otra solución que buscar hasta hallarlo, un ser poderoso y mudo, un animal sombrío y disimulado, sin ruido ni voz a quien confiar con toda garantía la defensa del jardín.

Y esto fue lo que encontró Angelici tras interminable búsqueda: halló el yacaré.

No se requiere mucha imaginación para entrever en la noche un huso vivo de tres metros de largo, aplastado y moviente, negro como carbón en la penumbra de los macizos, gris pizarra a la luz de la luna, arrastrándose con lenta y dislocada ondulación por los senderos de granza.

Si no puede jurarse que tal guardián troncha en vilo las piernas del ratero, como sería su deber, puede tenerse la certeza de que su diluviana presencia —y ¿quién sabe? alguna dentellada a ojo distraído— basta para asegurarnos dulce ensueño.

Yo no tengo jardín todavía. Comienzo a formarlo con las penurias inherentes a una tierra volcánica que cría con más injuria meláfidos y hierro que azucenas. El hallazgo del yacaré, sin embargo, con el fin primero, excitó mi viejo deseo de poseer uno al cual poder confiar la defensa de mi futuro rosedal. De éste, por el momento, sólo poseo un gajito de «Estrella de Holanda» y otro de «Maréchal Niel». Pero siento ya que el yacaré me es necesario.

Tiempo atrás yo había sido propietario de un cachorro —regalo de un mensú— que nunca llegué a tener conmigo por ser imposible hallarlo en su ciénaga natal cada vez que yo iba en su procura. Teyucuaré en compañía de un chancho, hocico contra hocico sobre la misma raíz. Si Cleopatra —era su nombre— vive todavía, debe alcanzar holgadamente a un metro de largo. Y digo si vive, pues su hermano de leche y el mismo peón desaparecieron, junto con su rancho, arrastrados por una de las avalanchas de piedra y bosque que se desprendieron de los cerros a raíz de la gran lluvia de 1926.

Hace un par de años tuve informes de que un colono había hallado una nidada de huevos de yacaré en los pajonales del Yabebirí, próximos al puente nuevo, y que puestos a incubar en la ceniza del fogón, habían dado origen a tres yacarés, uno de los cuales había muerto al nacer.

Fui enseguida a cerciorarme de la hazaña, pues no es común que un indígena demuestre el menor interés por observaciones de la especie. Hálleme en efecto con dos yacarés recién nacidos, flotando laciamente en el agua de una olla. No eran mayores que una lagartija. Poseían una gran cabeza, fuertemente prognata, donde lucían dos ojillos saltones de azul muy claro que miraban con asombrada inmovilidad. Flotaban como cosa muerta, inertes, muy abiertas las flaquísimas patas. Lo único fuerte en ellos —estigma de la raza— era la cola, verticalmente aplastada y ya con dientes de serrucho.

Los llevé a casa, decidido a transformar aquellas infinitamente débiles criaturas en sombríos guardianes de mi jardín.

¿Cuándo? ¿Al cabo de diez, veinte, treinta años?

Nada sé sobre el desarrollo de los cocodrilos. Debe de ser lento, muy lento. Pero la fe realiza milagros, y yo tenía la mía puesta en mis dos gajitos de rosal, débiles en suma como sus futuros defensores.

Ahora bien: sobrepasa el quehacer de una familia ya bastante ocupada en reorganizar su casa y su vida, la tarea de cuidar, alimentar, vigilar y educar dos recién nacidos de crianza incógnita. Se les construyó jaulas, enrejados y piscinas para exponerlos al sol, preservarlos del frío —estábamos en otoño— y muy particularmente de las gallinas. Se les reservó de noche un sitio sobre la chimenea para asegurarles el goce de un agua constantemente tibia dentro de una piscina forrada con triple envoltura de arpillera. Se hizo cuanto es posible para que se alimentaran. En vano.

Nada conseguimos. Nunca se les vio comer ni hacer movimiento alguno que demostrara interés por ello. Pero tampoco dejaron nunca de abrir cuan grande era su boca para morder —y mordían— cada vez que nos acercábamos. El cambio de agua por otra más cálida les arrancaba también un ligero croar de rana, de timbre perfectamente lacustre.

Mas no progresaban. Yo tenía alguna experiencia sobre la eternidad de tiempo que puede pasar una culebra sin alimentarse. Pensé que por un espacio de tiempo nuestros pupilos debían hallar en el ambiente acuático los elementos necesarios para su nutrición, y no nos esforzamos más, cansados como estábamos de luchar.

En cuatro meses, día tras día, perdieron paulatinamente la escasa carne original, y al final del invierno tenían el mismo tamaño que al nacer, y el menor movimiento de una pata arrastraba consigo la piel en pliegues sucesivos.

No habían perdido las fuerzas, sin embargo, ni dejaban de abrir la boca ante nuestra presencia.

En esa época uno de ellos sufrió un lamentable accidente. El extremo de su
solárium
portátil fue alcanzado por la rueda de un coche, y al ceder de nuevo cayó sobre la nuca de la criatura. Lo creímos muerto por un día entero. Sobrevivió sin embargo dos meses a su lesión medular, aunque con la cabeza doblada sobre un flanco, e inmóvil como piedra. Cuando se lo tocaba, aun con el extremo de una paja, se sacudía violentamente en botes desordenados, para caer otra vez en su letargo, hecho un arco.

Nos quedó un solo pupilo. Ya muy avanzada la primavera comenzaron las lluvias, escasísimas ese invierno, y con ellas renacieron nuestras esperanzas. El manantial del fondo del antiguo bananal se transformó en laguna con las grandes aguas, y allí llevamos entre todos como en un rito sagrado, la piel y los huesos del yacarecito, que en verdad era cuanto quedaba de él.

Como he dicho, pese a la atroz dieta, sus fuerzas no parecían disminuidas. En la laguna y su plancton ardido de sol debía ofrecerle, resucitándolo, los momentos natales que no había hallado en nuestra crianza artificial. Había allí rincones de agua umbría y estancada, arena quemante en la orilla y piedras a flor de agua: musgos, algas, libélulas, infusorios y cuanto es posible desear para la convalecencia de un pobre ser.

Depositado sobre el agua, como un ataúd, allí quedó nuestro yacaré, inmóvil como siempre y con las patas laciamente abiertas, gozando, fuera de toda duda, de una sutil y somnolienta fruición que venía del fondo de la especie lacustre.

Al día siguiente fuimos otra vez todos a dar los buenos días al feliz liberado. Pero no era feliz: había muerto.

Flotaba muerto, como antes vivo, en la misma postura e igual asombro en los ojos; pero definitivamente muerto.

¿A qué atribuir este inesperado desenlace? El examen prolijo del cadáver no nos dio ninguna luz. Ni herida, ni vientre abultado. Devuelto a su habitual nativo, sostenido, acariciado, alentado por todos los elementos protectores de su vida infantil, el yacarecito ha muerto.

Pues bien: por risueño que resulte, nuestra impresión es que ha muerto ahogado. Seis meses de hambre, de vida torturada, sin más horizonte que el vidrio de una piscina forrada de arpillera, han roto como finísimo alambre la brújula vital de sus mayores. La laguna primordial ha sido excesiva para su existir ya desviado. Bruscamente falto del ambiente pervertidor, la libertad radiante ha pesado como plomo sobre él y se ha ahogado.

Quedan en casa su piscina y los dos gajitos del rosedal. Pero no tendremos más guardianes.

Tempestad en el vacío

El hombre ha llegado a la frontera tropical sin afán de lucro, lo que es muy raro, y se instala a guisa de huésped en un campamento de yerba mate. No ofrece la vida allí grandes comodidades. Mayordomo, capataces, y peones gustan de la misma pobre comida. El lecho es duro, la cama angosta, el mosquitero corto. Nuestro hombre pasa por todo, como se pasa una eterna Semana Santa en la soledad de la metrópoli. En realidad, una semana es también el plazo que el visitante ha fijado a su vacación agreste. Finalizada ésta, regresará a su hogar rico de impresiones.

Ni rico ni pobre, ciertamente en sólo siete días de selva. ¿Qué puede ver con mirada virgen en tan breve lapso?

¿Cómo lavar sus ojos del paño que la vida urbana ha sedimentado en ellos durante décadas? A lo más, adquirirá de la selva el conocimiento que pudo haber tenido sin moverse de la ciudad, asistiendo durante siete noches consecutivas a la exhibición de cintas naturales. La naturaleza al vivo llaga los ojos; y sólo después de largo tiempo se los recupera.

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