A Joan le dolía abandonar a su esposa para acudir a una guerra en la que se exponía a un doble peligro. No hubiera deseado otra cosa que continuar a su lado gozando de su compañía, de su contacto. Sin embargo, se consolaba al saber que nadie la molestaría en su ausencia.
Por su parte, Anna odiaba la idea de separarse de su marido, pero cuando este le mostró la carta de don Michelotto tuvo que rendirse a la evidencia y, desconsolada y conteniendo las lágrimas, le despidió con un fuerte abrazo.
—Cuidaos —le dijo—. Sed prudente. Mis oraciones estarán en todo momento con vos.
Joan sintió que dejaba parte de sí en aquel abrazo que le hubiera gustado fuera eterno.
Aquel era un desapacible día de enero, el cielo estaba encapotado y los caminos, encharcados y llenos de barro. El viaje, que normalmente se podía hacer en unas horas, les llevaría todo el día.
—Todo iba bien hasta llegar a Bracciano —les explicó el correo—. Fueron cayendo en nuestro poder ocho fortalezas de los Orsini, una tras otra. Sin embargo, esta es más fuerte que las anteriores y, cuando le pusimos sitio, no hubo forma de impedir que a través del lago continuaran llegándoles suministros. Al no poder abrir una brecha en las murallas, el duque de Gandía y el de Urbino, al que el papa contrató para que ayudara a su hijo, decidieron trasladar un barco por tierra desde el Tíber hasta el lago y así cortar la vía de suministros. Pero los Orsini se enteraron, salieron de la fortaleza por sorpresa y lo destruyeron.
—Y ¿cuál es la situación ahora? —inquirió Joan.
—Bracciano no se rinde y estamos hartos de pasar frío y soportar la lluvia. El campamento es un lodazal. Dicen que sois un buen artillero. A ver si abrís una buena brecha en aquellos muros y entramos de una vez.
Al atardecer divisaron las aguas del lago y las redondeadas torres del castillo. Joan pudo distinguir en sus almenas las enseñas de los Orsini y, para mayor desafío, las de Francia.
—Hay algo extraño en el campamento —los advirtió el guía al divisarlo.
Y se desvió del camino para hablar con unos soldados que montaban guardia.
—El ejército se ha ido —les explicó a su regreso—. Aquí solo queda una pequeña tropa de retén. Los duques supieron que Carlo Orsini se acercaba por el norte con un ejército reclutado con dinero francés y decidieron salir a su encuentro.
Joan miró a Niccolò y le dijo:
—Creo que debemos ir en su busca. Cuanto antes me vea Juan Borgia, mejor.
Partieron al amanecer del día siguiente y bordearon el lago hacia su extremo norte. Había dejado de llover y gozaron del hermoso paisaje de olmos, sauces y otros árboles de hoja caduca a la orilla del lago, desnudos de sus hojas, y pinos y olivos en las colinas circundantes.
Antes del mediodía abandonaron la orilla del lago Bracciano para continuar hacia el lago Vico, situado más al norte.
—Nos separan pocas millas tanto de nuestras tropas como de las de los Orsini —los informó su guía después de hablar con un mensajero con el que se cruzaron al atardecer.
—La batalla es inminente —murmuró Niccolò.
—Pues partiremos con las primeras luces —dijo Joan—. Hay que encontrar a Miquel Corella antes de que los ejércitos se enfrenten.
Joan apenas durmió aquella noche; sentía su cuerpo entumecido y su manta y su capa eran incapaces de protegerle del frío y la humedad. Por suerte no llovió. Pensaba en Anna, en su calor y cariño, y también en lo que ocurriría al día siguiente. Tan pronto como la luz lo permitió montaron en sus caballos, que pusieron al trote donde el camino lo hacía posible. Comieron un mendrugo de pan por todo desayuno sin desmontar del caballo.
—Llegamos tarde —dijo el guía un par de horas después, al poco de entrar en una zona llamada Ciminos, antes de llegar a la población de Soriano.
Se encontraban en una elevación del camino y señaló al frente. Abajo, en la distancia, pudieron ver a los dos ejércitos que avanzaban uno contra el otro. Las enseñas de los Borgia, del Vaticano y del duque de Urbino ondeaban en un bando, y las de los Orsini y las de Francia, en el otro. Se podían oír los tambores, pífanos y cornetines de órdenes. El cielo mostraba grandes claros y en ocasiones el sol hacía brillar los cascos y las armaduras de los soldados.
—Ya no hay nada que hacer —dijo Niccolò—. Fuera de disfrutar del espectáculo.
—¡Todo este camino ha sido inútil! —se lamentó Joan.
—Subamos a aquella colina —propuso Niccolò—. Desde allí veremos mejor.
El choque se produjo momentos después. Sonaron los cornetines, los arcabuceros y ballesteros empezaron a disparar y a continuación cargó la infantería con sus largas picas.
—¡Mirad! —gritó el guía al rato—. ¡Ganan los nuestros! Los Orsini están cediendo, retroceden.
—Es cierto —advirtió Niccolò, que no compartía su entusiasmo—. Sin embargo, lo hacen de forma demasiado ordenada.
Las tropas de los Orsini se retiraban hacia una colina situada a sus espaldas, acosadas por las tropas del papa. Podían ver claramente los estandartes del duque de Urbino penetrar en las líneas del enemigo, que continuaba retrocediendo.
—Observad nuestra caballería pesada, los gendarmes —dijo Niccolò señalando hacia el campo—. ¡Abandona la batalla!
—No, lo que pretenden es rodear a los Orsini y atacarlos por la retaguardia —explicó Joan, y después razonó—: Aunque muy seguros tienen que estar de la victoria para ejecutar ese movimiento; si el enemigo se abre paso por alguno de los flancos, no habrá quien proteja a nuestra infantería.
Las palabras de Joan parecieron anticipar los hechos. De repente, los gendarmes de los Orsini, con sus armaduras de acero, sus yelmos coronados de penachos y lanza al ristre, cargaron en masa, colina abajo, sobre la infantería del costado derecho. Los soldados trataron de protegerse con sus picas, pero fueron desbaratados en unos instantes. Juan Borgia envió a sus jinetes ligeros a taponar la herida, sin que estos pudieran hacer nada para detener a los gendarmes enemigos, verdaderas máquinas de matar acorazadas. Sonaron los cornetines y las tropas de los Orsini, que hasta aquel momento iban retrocediendo, pasaron a avanzar. En unos instantes, el duque de Urbino se vio rodeado. La caballería pesada de los Orsini continuaba haciendo estragos y al poco un grupo de soldados vaticanos dio media vuelta y huyó. A este le siguió otro, y otro más. Solo una unidad de lanceros que ondeaba las enseñas del papa mantuvo el orden, formando en cuadro, al tiempo que iba retirándose. Nadie los atacaba. El enemigo prefería acometer a los que huían, convertidos en presas fáciles para la caballería.
—¡Mirad a nuestros gendarmes! —señaló Joan—. Dan la batalla por perdida y se retiran sin combatir. ¡Qué infamia! ¡Son los responsables de la derrota!
—Su comandante es Fabrizio Colonna —recordó Niccolò—. Y los Colonna son aliados recientes del papa, cambiaron de bando con la retirada francesa. Creo que Juan Borgia se equivocó al poner a un antiguo enemigo al mando de los gendarmes.
El descalabro era evidente y las tropas vaticanas huían tratando de salvar sus vidas.
—Dios mío, ¡qué desastre! —exclamó el guía al ver cómo masacraban a sus compañeros—. ¡Qué traición!
—¡Volvamos a Roma! —exclamó Joan, que sentía una extraña mezcla de alegría y tristeza ante la derrota de los
catalani
—. ¡De inmediato!
Niccolò le miró interrogante.
—Con esta confusión no podremos encontrar ni a Juan Borgia ni a Miquel Corella —le explicó—. Y de hacerlo, no los hallaremos del humor adecuado. Es inútil que los busquemos, estarán huyendo como los demás. Sin embargo, cuando la noticia llegue a Roma, los Orsini de la ciudad se sublevarán. Y atacarán la librería de nuevo. ¡Anna, mi familia y nuestros camaradas están en peligro!
Llegaron a Roma al atardecer del día siguiente a la batalla y, al entrar por el Vaticano, Joan supo de inmediato que la noticia los había adelantado. La ciudad papal se mantenía silenciosa y en un tenso orden; mientras cruzaban el puente de Sant’Angelo oyeron las campanas de las iglesias y estampidos de petardos y arcabuces.
—Démonos prisa —apremió Joan a sus acompañantes—. Los asaltos estarán empezando.
Ansiosos, pusieron los caballos al trote y al llegar al Campo de’ Fiori vieron un numeroso grupo que celebraba la noticia frente al palacio Orsini. Agitaban pendones, vitoreaban y disparaban al aire. Tomaron de inmediato la Via dei Giubbonari y Joan respiró tranquilo al ver que la librería se encontraba intacta. No había barricadas en el exterior, pero todos aguardaban los acontecimientos con las armas en la mano. Joan y Niccolò fueron recibidos con alivio y gran alegría. La casa estaba de nuevo completa.
—La noticia se conoció hace unas horas y hemos oído vítores, redoble de tambores, disparos y repique de campanas —comentó Anna después de abrazar a Joan—. Estamos preparados.
—Nos mantendremos en alerta, seguramente muchos de los que nos atacaron la última vez se encuentren en el norte, en el campo de batalla. Esperaremos a ver qué ocurre cuando regresen. Mientras, montaremos las barricadas exteriores como precaución.
—Yo mandaba a los veteranos de infantería españoles; son pendencieros y broncos, pero soldados expertos, y al ver que aquello no tenía solución nos fuimos retirando sin romper la formación y siempre protegidos por las picas —explicaba Miquel Corella unos días después. Parecía que su reciente aventura no le había afectado demasiado. Joan y Niccolò le escuchaban atentamente, a puerta cerrada, en el salón pequeño de la librería—. Solo perdí a uno. La caballería de Fabrizio Colonna ni siquiera entró en combate.
—Vimos la batalla y presenciamos vuestra retirada ordenada —puntualizó Joan—. Como atestiguó el mensajero, Niccolò y yo acudimos con la intención de unirnos al ejército. Lamento que llegáramos tarde.
—Dudo que lo lamentes de verdad —repuso Miquel—. Os librasteis de un buen descalabro. Le diré a Juan Borgia que estuvisteis allí, aunque no creo que eso le satisfaga.
—Estuvimos allí —insistió Joan firme y enfático—. Si no pudimos presentarnos, fue a causa de la desbandada del ejército frente a los Orsini.
—Y ¿cómo ha reaccionado el papa? —preguntó Niccolò con la intención de cambiar de conversación.
—Está furioso y algo asustado —explicó Miquel—. Culpa del fracaso a todo el mundo menos a su hijo. El amor de padre le ciega. Culpa al duque de Urbino, que fue apresado, y ha decidido no pagar el rescate que por él piden los Orsini. A Fabrizio Colonna le acusa de separar a la caballería pesada del resto de las tropas sin que su hijo se lo hubiera ordenado. Sospecha que los Colonna fingen ser sus aliados, aunque en realidad desean su derrota. Y finalmente se queja del rey Fernando de España por negarle su ayuda, cree que se alegra de su desgracia.
—¿Qué esperaba del rey Fernando?
—Quería tropas, o al menos dinero tal como los franceses les dieron a los Orsini —contestó Miquel—. Pero no recibió nada.
—Y ¿qué va a ocurrir ahora? —quiso saber Joan.
—Ahora es cuando los reyes de España ayudarán al papa —contestó Niccolò con toda convicción.
—Y ¿por qué iban a ayudarle ahora si antes no quisieron?
—Porque le quieren humilde y sumiso —explicó Miquel—. Y como continúa siendo su aliado contra los franceses, no desean que sea derrotado del todo. No les gusta el papa, pero si los Orsini, que están aliados con Francia, controlaran Roma, sería mucho peor para España. Es el juego de los políticos. Temen tanto a sus amigos poderosos como a sus enemigos.
Niccolò afirmó con un leve movimiento de cabeza ante el gesto incrédulo de Joan.
—¿Qué le pasó a Juan Borgia? —quiso saber este.
—Yo no estaba con él —dijo Miquel—. Le hirieron en la cara y no en la espalda, eso sugiere que luchó, lo que no es de extrañar, porque los Borgia son valientes. Sin embargo, su herida es poco más que un rasguño. Dicen que huyó disfrazado de soldado.
—¿Creéis que se la autoinfligió para fingir una derrota honrosa?
—No lo sé —repuso Miquel encogiéndose de hombros—. Espero, por el bien de todos nosotros, que no sea así. Él es el confaloniero, el portaestandarte, el general de los ejércitos del papa.
Joan tenía sentimientos encontrados con respecto a Miquel Corella. Le había creído su amigo y le debía mucho. Pero sabía que su lealtad a Juan Borgia podía convertirle en su verdugo. Pensaba que si su señor le ordenaba que le diese muerte, el capitán vaticano cumpliría su macabro cometido por mucho que le disgustara. Era el perro fiel de los Borgia. Sin embargo, intuía que al valenciano no le complacía tener semejante jefe y sus últimas palabras parecían confirmar ese presentimiento. Joan decidió usar un poco del sentido político italiano que tan bien manejaba Niccolò y tantearle.
Así que en su siguiente visita a la librería quiso charlar con Miquel a solas y llevó la conversación hacia Sancha de Aragón y la relación de esta con el duque de Gandía.
—Mi esposa compadece a la princesa de Esquilache —le comentó a Miquel—. Sancha es una mujer enamorada del amor y ardiente, casada con un adolescente que no la complace y al que ella desprecia por su poco carácter.
—Mi oficio es el de las armas. Y el de la princesa es ese. Casarse con el marido que le designen y darle descendencia. Yo no me quejo, que no se queje ella. De eso vive.
—Sin embargo, tiene que ser duro semejante matrimonio para una mujer tan briosa.
—Eso no justifica su adulterio —le cortó Miquel—. En absoluto. Aunque la mujer es como es y es deber del marido cuidarla, mantenerla a raya y tener ojo avizor.
—Jofré es un niño incapaz de eso —afirmó Joan—. ¿No creéis que sus hermanos deberían ayudarle?
Miquel bufó incómodo.
—Juan Borgia puede poseer a cientos de mujeres y en realidad tiene muchas a la vez —repuso al rato—. ¿Por qué la mujer de su hermano? Eso es una traición. Puedes acostarte con la mujer de tu enemigo si ella se deja, o violarla si quieres y puedes, es ley de guerra. Pero a la mujer de un camarada de armas no se la toca. Y menos si es familia. Eso conduce a la destrucción del clan. —Miquel hizo una pausa en la que ambos quedaron pensativos—. Tu esposa es una de las mujeres más bellas de Roma. Y haces bien como hombre cuidándola y defendiéndola. Espero por tu bien que el duque se haya olvidado de ella.
Transcurrieron unas semanas de paz en la librería en las que la clientela fue aumentando paulatinamente conforme los asuntos del papa mejoraban. Anna volvía a reinar entre los clientes.