Al poco de concluir la danza, los invitados presenciaron la puesta de sol y la tertulia continuó a la luz de las velas, con el calor de la música, los exquisitos vinos y la fragancia de la rosaleda. Sancha gozó de la charla, se sentía feliz y agradeció a su suegra con un beso y un fuerte abrazo aquella velada tan agradable.
Jofré y las mujeres se quedaron a dormir en el palacio y el resto de los invitados abandonaron la fiesta ya bien entrada la noche. Juan y César Borgia salieron juntos, los primeros. César montó en su mula, que conducía un palafrenero con un farol, y Juan, en su caballo. Sancha se despidió cariñosa de los invitados y cuando besó a su cuñado y amante Juan, ignoraba que aquel sería el último beso que le daría.
Al duque de Gandía le esperaban su escudero y un extraño personaje al que le dio la mano para ayudarle a montar a la grupa de su corcel. Aquel hombrecillo misterioso había sido visto con frecuencia en los últimos días acompañando a Juan Borgia, pero su identidad era desconocida porque siempre ocultaba su faz tras una máscara negra.
De camino al Vaticano, una vez pasado el Campo de’ Fiori, la comitiva llegó frente al palacio del cardenal Sforza, que traía recuerdos de la infancia a los hermanos Borgia, ya que había pertenecido a su padre antes de ser nombrado sumo pontífice. Se decía abiertamente en Roma que Alejandro VI había comprado el voto del cardenal en su elección como papa a cambio de aquel palacio y de otras prebendas.
Allí, Juan Borgia les dijo a sus acompañantes que le apetecía pasear por la ciudad por su cuenta y, después de despedirse de los demás, se fue con su escudero y con aquel tipo del antifaz. César y su primo, el cardenal Borgia Lanzol, prosiguieron su camino al Vaticano, alcanzaron las torres de defensa que protegían el puente de Sant’Angelo y cruzaron el río convencidos de que el portaestandarte vaticano se dirigía, según su gusto y costumbre, a un encuentro galante que le facilitaría el enmascarado.
Siguiendo las indicaciones de aquel hombre, el duque de Gandía fue a la plazoleta Judaica y allí ordenó a su escudero que le esperara una hora junto a los caballos y que regresase al Vaticano si él no aparecía al cabo de ese tiempo. Después, en compañía del hombrecillo enmascarado, Juan Borgia se perdió en la oscuridad de una de las callejas que convergían en la plaza.
Casi palpando las paredes llegaron a un portón que se abrió cuando el guía hubo golpeado cuatro veces a un ritmo convenido. La entrada estaba a oscuras y el enmascarado le mostró al duque un pasillo al final del cual se encontraba una habitación con la puerta entreabierta y luz en su interior. Cuando alcanzaba ya la estancia, el hijo del papa oyó cómo el portón de entrada era atrancado a sus espaldas. No le dio importancia y, ansioso por encontrarse con la dama seducida, empujó la puerta y entró con ímpetu. Para su sorpresa, no vio a dama alguna, sino que se encontró frente a frente con un hombre enmascarado que, espada al cinto, le esperaba con los brazos cruzados.
—¿Quién sois? —interrogó el hijo del papa molesto—. ¿Qué broma es esta?
El hombre se acercó a él, demasiado para el gusto del duque, y arrancándose el antifaz le dijo:
—El marido de la mujer a la que violasteis a cambio de la vida de su hijo.
—¡El librero! —exclamó Juan Borgia comprendiendo que había caído en una trampa. Y buscó la empuñadura de su espada para tirar de ella.
Pere Torrent, el oficial de tropa en la época en que Joan navegaba en la Santa Eulalia, nunca había sido un tipo de su agrado, pero cumplió a conciencia las órdenes del almirante Vilamarí y le había enseñado el manejo tanto de la espada como de la daga, más útil en las distancias cortas, y le había mostrado una variedad de trucos que recordaba bien. Por un tiempo, Joan rumió la idea de enfrentarse a Juan Borgia con su espada; confiaba en vencerle. Pero aquella era arma de caballeros y el duque de Gandía era un miserable. Decidió apuñalarle; el suyo era un asunto personal, quería matarle con sus propias manos, a corta distancia, aunque mirándole a los ojos, frente a frente, y dándole opción a defenderse. Sin embargo, no era tan estúpido como para renunciar a la sorpresa, así que estuvo ensayando sus movimientos una y otra vez.
Al quitarse Joan la máscara, Juan Borgia, atento a reconocerle, había dejado que se le acercara mucho más de lo prudente y, al mover su mano hacia la espada, estaban tan cerca que solo dando un paso más al frente el librero pudo sujetar con su izquierda el puño del arma, impidiéndole que la sacara. Mientras, con la derecha desenfundó una daga de doble filo, afiladísima, que llevaba sobre la cadera.
Pudo haberle matado en aquel momento, pero Joan sintió que sería demasiado rápido; deseaba que el Borgia dispusiera de unos instantes en los que supiese que iba a morir y aflojó la fuerza que ejercía con su mano izquierda sobre la derecha de su contrincante para que este pudiera desenfundar su espada.
—Mírame bien, miserable —le dijo—. ¡Te voy a matar!
El hijo del papa desenvainó tratando de desembarazarse sin éxito de la mano del librero, que le impedía usar su espada con comodidad, al tiempo que con su izquierda intentaba, desesperado, asir el brazo de su enemigo que blandía el puñal.
Joan vio en los ojos desorbitados de aquel miserable de faz lobuna el miedo, pero no dejó que el placer que su visión le producía le distrajese. El Borgia sin duda sabría luchar también cuerpo a cuerpo, y escondió en su espalda, fuera de su alcance, la mano con el puñal.
Juan Borgia vio en el rostro del librero una sonrisa que le mostraba dientes de gran felino y una mirada que era una sentencia de muerte. Aun así, él no podía morir… Por primera vez en sus veintiún años sintió que aquella no solo era una posibilidad, sino casi una certeza.
—¡Ayudadme! —gritó, jadeante, a la otra persona que había en la habitación y que observaba la escena con los brazos cruzados—. ¡Os ordeno que me ayudéis!
Pero aquel hombre le contempló moviendo levemente la cabeza en negación al tiempo que sonreía satisfecho viendo su angustia.
—Vas a morir, hijo de puta —le dijo el librero a su víctima arrastrando las palabras—. Morirás por Anna.
Hizo un amago de clavarle la daga en los intestinos. Juan Borgia, desencajado de terror, trató de asirla, pero su enemigo varió la dirección del arma y le asestó un profundo corte de arriba abajo en el cuello, seccionándole la yugular.
Los dos supieron que el golpe era mortal, y el hijo del papa se quedó mirando a su verdugo con los ojos muy abiertos. De inmediato le empezó a brotar un chorro de sangre mientras en su cara aparecía una expresión de estupor. No podía creer que aquello fuera real, que fuese a morir. Él, Juan Borgia, duque de Gandía, hijo del papa, pariente del rey de España, al que el rey de Nápoles estaba a punto de conceder títulos que le harían uno de los mayores nobles del reino, capitán general de los ejércitos del Vaticano, amo de Roma, al que las damas festejaban; no podía asumir que se le estaba yendo la vida. Y menos que le hubiera matado un simple librero. Oyó el sonido de su espada al caer al suelo y lo último que vio fueron las cejas poderosas, los ojos felinos y la sonrisa de triunfo de aquel villano arrogante al que tanto detestaba. Un postrer recuerdo, el de la última de las violaciones cometidas, le acompañó al más allá.
Joan le había apartado para ver su expresión, pero lejos de saciarse al contemplar la muerte reflejada en su faz, recordando a su esposa, sintió una furia incontenible y le acuchilló con todas sus fuerzas. Una y otra vez, gruñendo de rabia, fue clavándole el puñal de abajo arriba, jadeando por el esfuerzo, borracho de sangre.
Desde los primeros golpes tuvo que sostener con su mano izquierda un cadáver que se desplomaba inerte y, sin embargo, no lo dejó caer hasta que, agotado por el esfuerzo y la emoción, le hubo hundido nueve veces el arma. El cuerpo del duque doblándose por las rodillas sonó mortecino al dar con el suelo, y a poca distancia se dejó caer Joan. Jadeaba, estaba empapado en sangre y exhausto por la violencia de sus sentimientos.
Miquel Corella, que había contemplado la escena desde la puerta para evitar una posible huida del duque, con los brazos cruzados y sin inmutarse, expuso entonces su opinión de experto:
—Muy bueno el primer tajo. —Después apretó los labios en desaprobación—. El resto de las cuchilladas, totalmente innecesarias.
—Habrá que encargarse ahora del escudero —repuso Joan sin prestar atención al maestro.
—Sí, hay que hacerlo. Pero antes ponte de nuevo el antifaz.
Miquel envió al hombrecillo de la máscara para que le dijese al sirviente que el duque, su amo, quería que se acercara con los caballos y le ordenó que lo matase cuando estuvieran frente a la puerta de la casa. El escudero entró en el callejón siguiendo al enmascarado. Sujetaba las riendas de los caballos con una mano y el farol con la otra. Al llegar frente al portón, que mantenían abierto, el sicario se revolvió para acuchillarle, pero el escudero, que debía de sospechar, supo esquivar la puñalada y estrelló el farol contra la cara de su atacante.
—¡Que no escape! —susurró Miquel, emboscado junto a Joan dentro del portón.
Al caer el farol, la llama ardió en el suelo el tiempo suficiente para que Joan, que ya estaba en la calle, viera cómo el escudero trataba de huir después de chocar contra los caballos, que, asustados, habían hecho un movimiento extraño. Se lanzó tras él temiendo que gritase y logró asestarle una puñalada a la altura de los riñones. Se oyó un gemido justo antes de que el callejón volviese a quedar totalmente a oscuras. Joan no sintió piedad; recordaba a aquel individuo sonriendo lascivo con su máscara de ave de pico fálico y diciéndole que le iban a hacer cornudo. Y también después, cuando hubo terminado, alardeando de su fechoría. Un rugido de rabia surgió de su pecho y en la oscuridad, palpando las paredes, se lanzó a la caza de aquel sujeto, que intentaba salvarse amparado por las tinieblas y el silencio.
Era noche cerrada, pero el cielo estaba despejado y desde el callejón se veían las estrellas. Estas aportaban la claridad suficiente para que, una vez acostumbrados los ojos, Joan pudiese ver en la oscuridad el bulto del cuerpo del escudero y seguirle a la carrera. Llegando a la plaza Judaica, Joan le agarró del jubón y le dio otra cuchillada. El hombre se giró con su daga trazando un círculo hacia Joan. El librero intuyó el peligro y detuvo el golpe con su brazo izquierdo, mientras con su derecha hundía su puñal en el pecho de su enemigo. El escudero se desplomó con un suspiro y Joan, en presencia de Miquel Corella, lo remató en el suelo.
—Primero hay que deshacerse del cuerpo del duque, que está en la casa —dijo Miquel—. Este, en la calle, no nos compromete.
Don Michelotto montó el caballo de Juan Borgia y lo condujo frente al portón, que continuaba abierto. Una vez arrastrado el cadáver a la calle, el hombrecillo enmascarado cogió la bolsa del duque y contó su contenido con avidez.
—¡Hay treinta ducados de oro! —dijo—. Es una fortuna.
—¡Devuelve el dinero a la bolsa! —le ordenó Miquel—. Y ni se te ocurra tocar la cadena de oro de su cuello.
—Él ya no necesita nada de eso —argumentó el tipo con una sonrisa ratonil—. Nos lo podemos repartir.
—Ni pensarlo —insistió el valenciano—. No somos ladrones, y debe quedar claro que este es un asunto de honor. Además, ya te pago un dineral.
El hombre, contrariado, murmuró para sí mientras ayudaba a Joan a cargar el cuerpo en la grupa del caballo. Miquel montó y se dirigieron por las callejuelas oscuras a un punto del río cercano al hospital croata de los Esclavones. Joan y Miquel se quedaron ocultos en las tinieblas y el hombrecillo se asomó para comprobar que no hubiera impedimentos. No vio a nadie e hizo una seña para que acercaran el caballo a la orilla del río. Cuando estuvo al borde del agua, Miquel hizo girar al animal y el hombre y Joan cogieron el cuerpo del duque por los pies y los brazos y después de balancearlo lo soltaron de forma que cayese lo más lejos posible dentro de la corriente. El cadáver se hundió, pero su capa quedó flotando en la superficie.
—Lo encontrarán enseguida —gruñó Miquel disgustado. Y señaló unas piedras de la orilla e hizo gesto de lanzarlas.
El hombrecillo lo comprendió de inmediato y con la ayuda de Joan consiguió hacer que la capa se hundiera bajo el peso de las piedras, ocultando definitivamente el cuerpo en las oscuras aguas.
Sin mediar palabra ni advertencia, don Michelotto descargó un golpe en la cabeza del hombrecillo del antifaz. Cuando estuvo en el suelo le puso una soga al cuello, hizo un torniquete del lado de la nuca ayudándose con el mismo pomo de madera con el que le había golpeado y le estranguló hasta que estuvo seguro de su muerte. Se encontraban en un callejón oscuro de regreso desde el río a la plaza Judaica; el librero llevaba el caballo del duque por las riendas y todo fue tan rápido que al principio se dijo que aquel tipo había tropezado. Joan no pudo comprender lo sucedido hasta que Miquel se levantó mostrando el trozo de cuerda y el antifaz que le había arrancado a su víctima.
—Había que matarlo distinto que a los otros para que no se puedan relacionar las muertes —dijo—. Este fiambre no va a sorprender mucho; era carne de horca y nos habría delatado por dinero. Una rata.
—¿Quién era? —preguntó Joan, intranquilo, mientras reanudaban la marcha hacia la plaza Judaica.
—Un alcahuete, un vendedor de placeres prohibidos. Conseguía contactos al duque con las mujeres casadas de las que este se encaprichaba —explicó Miquel—. Compraba a los criados o los intimidaba para conseguir que traicionasen a sus amos. Y también le proporcionaba distintos vicios. Desde juego y bebidas a drogas, afrodisíacas o no, y todo tipo de sexo. Sexo fáunico, gorgónico, centáurico…
—¿Qué?
—Sí, sexo prohibido inspirado en la mitología, que tan de moda está ahora en Roma…
—¿El duque lo hacía con animales? —Joan estaba escandalizado.
—No necesariamente él, pero tenía a mujeres y hombres que hacían lo que fuese para su solaz. A veces se echaba a suertes…
—No me contéis más, no lo quiero saber. —El librero se estremeció al recordar que el duque y su escudero habían violado a su esposa uno tras otro.
Continuaron su camino mientras Joan sentía el corazón en un puño. Era mucho más que la intensa emoción vivida al apuñalar al Borgia, y de la que aún no se había recuperado; temía seguir de un momento a otro el mismo destino que el hombrecillo del antifaz. Miraba de reojo a don Michelotto temiendo sentir de pronto un golpe y notar aquella cuerda estrujándole la garganta hasta la muerte. Pensó que aún le necesitaba para librarse del cuerpo del alcahuete y que, por lo tanto, le quedaban algunos instantes de vida. No se le escapaba la gravedad que revestía el asesinato del hijo del papa, y que la participación de don Michelotto en este no se debía a que se hubiese apiadado de sus desdichas y hubiera decidido ayudarle por amistad. Aquello solo podía tener dos explicaciones, y la primera de ellas, la traición, no encajaba en absoluto con aquel hombre al que toda Roma llamaba
el perro de los Borgia
. Su actitud debía de responder a un complot familiar en el que los testigos sobraban. Pensó que lo prudente sería echar a correr a través de las callejas oscuras y salvar su vida. Sin embargo, se dijo que no podría. Había aceptado la ayuda de Miquel Corella a pesar del riesgo que entrañaba, pues su rabia y su deseo de vengar a su esposa eran mayores que su aprecio a la vida. No podía abandonar al valenciano en aquella situación; Miquel siempre le había ayudado, siempre había sido fiel a su palabra. Decidió seguir, pero manteniéndose atento, con la mano cerca de la empuñadura de la daga, aun sabiendo que nunca se podía estar suficientemente alerta con un hombre como don Michelotto.