Felip espoleó a su caballo contra los supuestos moros y cargó gritando. Solo había avanzado unos cuantos pasos cuando oyó tronar un nuevo estampido al tiempo que notaba un impacto ardiente en sus tripas que le derribó de su montura y le hizo caer de espaldas, con los brazos abiertos. Nadie le había seguido y, al verle abatido, los lanceros retrocedieron varios pasos, lo que provocó pánico entre los que se refugiaban a sus espaldas, y todos, frailes, autoridades y soldados, terminaron huyendo a todo correr hacia la ciudad.
El inquisidor Mercader vio cómo caía el fiscal, se encogió de hombros y murmuró:
—Será la voluntad del Señor. —Y corriendo para alejarse de allí lo antes posible, añadió—: Bendito sea Su nombre.
Joan observó al muchacho que había disparado; estaba pálido y se dijo que sería su primera acción de guerra. Aquello le traía recuerdos antiguos. Se veía a sí mismo, muchos años antes, en un asalto similar disparando sobre un hombre. Solo que aquel defendía a su familia y no merecía morir, mientras que el miserable fiscal de la Inquisición sí.
Entonces Miquel Corella sopló un silbato ordenando a los suyos que se replegaran.
—Un momento —le dijo Joan.
No podía irse sin más y se dirigió al lugar donde había caído Felip.
—Todos a la galera —ordenó Miquel—. Vos también, señora —le dijo a Anna poniéndola bajo la protección de uno de sus hombres—. Yo me encargo de que vuestro marido regrese sano y salvo.
El fiscal de la Inquisición estaba tumbado en el suelo boca arriba y a través de un agujero en su abultado vientre, de donde brotaba sangre en abundancia, se veían sus vísceras. Aquel tipo de herida era mortal de necesidad y muy dolorosa.
—Mátame,
remença
, mátame —le dijo a Joan al verle. Estaba lleno de odio—. Maldito seas. Ahora puedes vengarte.
Joan le miró con indiferencia, disimulando la alegría que sentía. Le complacía ver a su enemigo en aquel estado, pero aquella satisfacción no se podía comparar con la increíble dicha que experimentaba por su liberación y la de su esposa. Sabía que no había esperanza para Felip y se decía que la Providencia había intervenido de forma milagrosa para hacer justicia.
—No —dijo.
Prefería que el matón muriera víctima de sus propios actos, no quería cargar con su muerte, aunque fuera un acto de piedad. Si el Señor había decidido que aquel malvado muriese con grandes sufrimientos, él no iba a cambiar su designio.
—¡Mátame, hijo de puta! —insistió con un rugido de dolor.
—No.
Miquel Corella apareció por detrás y sin ningún reparo le quitó a Felip una cadena de oro, un anillo del mismo metal y la bolsa. El herido sufría a cada movimiento.
—¡Humm! —exclamó Miquel cuando contó las monedas—. ¡Cuatro libras de oro y varios sueldos! Te pagaba bien la Inquisición.
Felip le contemplaba con mirada vidriosa.
—Me quedo todo esto a cambio del servicio que te voy a hacer —le dijo con aquella mirada que hacía estremecer a la gente.
Y con la habilidad natural que le caracterizaba, don Michelotto sacó una soga fina que llevaba en el cinto, se la puso a Felip en el cuello cuidando de no mancharse de sangre y, usando su daga enfundada como pomo, empezó a agarrotar al fiscal de la Inquisición. A este se le hincharon las venas de las sienes, sus ojos se abrieron desorbitados y boqueó en busca de aire antes de morir.
—¡Ya está! —le dijo a Joan cuando terminó—. Ya nos podemos ir. Ha sido más trabajoso que apuñalarle, pero más elegante.
Tuvo que tirar del librero, que no podía apartar su vista del abultado cuerpo tendido con los ojos abiertos sobre un charco de sangre. ¡Cómo había cambiado la fortuna de ambos en solo unos instantes! Miquel cogió el caballo de Felip, montaron ambos y se dirigieron al trote hacia la playa a través de los cañaverales.
—¿Por qué le matasteis? —le increpó Joan al valenciano de camino al mar—. ¿Por qué no dejasteis que muriera sufriendo, tal como merecía?
—Fue un acto de piedad bien cobrado. —La voz de Miquel sonaba risueña—. Además, robar a un muerto no es pecado.
El librero se dijo que aquel hombre nunca dejaría de sorprenderle.
Una galera con los estandartes verdes del islam se mantenía a corta distancia de la costa con la popa mirando a la arena. Los soldados cargaron los mosquetes y ballestas en la chalupa y Miquel embarcó en ella junto a los marinos, que remaron hasta el costado de la nave. Estaba tan cerca de la playa que Joan y Anna prefirieron chapotear, como la mayoría de los soldados, hasta las escalas de cuerda que colgaban de las bordas cercanas a popa.
—El mar, la libertad —repetía Anna como tratando de convencerse de que todo aquello era real.
—¡Aprisa! —los azuzaba el capitán desde la nave.
Se sumergieron para librarse del agua de la charca y treparon con rapidez a la galera por las escalas. Una vez a bordo, Joan reconoció al capitán: era su amigo Genís Solsona.
—¿Habéis venido desde Nápoles solo para rescatarme? —preguntó incrédulo Joan mientras se abrazaban.
—Sí —le dijo sonriente.
Cuando la caballería del rey, alertada por los huidos, llegó a la playa del Canyet, vieron que la nave sarracena se encontraba ya a distancia de la costa. Se sobresaltaron al oír el cañonazo que esta les lanzaba y se encogieron de temor a la espera de que la bala impactara. Pero no llegó a hacerlo; solo era una salva de despedida disparada por Joan.
Joan y Anna contemplaron la puesta de sol sobre el horizonte de España desde la carroza de la galera. El día se despedía con nubes rosas, blancas y azulonas entre las que jugaba la luz dorada del atardecer. Y después, cuando el astro se escondió en la lejana cadena de montes, el ocaso se tiñó de rojos.
—Fuego —murmuró Joan, a pesar de la belleza del crepúsculo—. O quizá sangre.
El chapuzón que se habían dado en el mar los había librado del olor a agua fétida de la charca del Canyet y del humo de la hoguera. Genís les dio ropas limpias y se sentían nuevos, como si acabaran de nacer. Se cogían de la mano con ternura y en ocasiones Joan asía la de su esposa con fuerza, para convencerse de que no soñaba. No tenían palabras para describir aquella felicidad y se refugiaban en el silencio.
—En estos momentos seríamos apenas un montón de cenizas —dijo Anna al rato—. Prometedme que viviremos esta nueva vida que el Señor nos concede siendo felices y haciendo que nuestros hijos lo sean.
Joan miró a su esposa sopesando aquellas palabras. Le recordaban demasiado a una promesa que le había hecho a su padre muchos años antes.
—Eso no se puede prometer —objetó él. Una sonrisa bailaba en sus labios—. La felicidad no depende plenamente de uno mismo.
—Y ¿la libertad sí?
Él quedó en silencio. La respuesta para ambas era no, y también sí.
—Es lo mismo —insistió ella—. Si un día prometisteis que seríais libre, hoy me tenéis que prometer que seréis feliz.
Joan se resistió juguetón, aplazando, con diversas objeciones, aquella promesa que sabía iba a hacer.
Durante aquella travesía, Joan y Genís tuvieron tiempo sobrado de renovar su amistad con largas conversaciones.
—Bartomeu se convirtió en nuestro contacto en Barcelona y tu hermano Gabriel y los Elois fueron los responsables del motín que obligó a que las tropas se quedaran en la ciudad —le explicó Genís—. Por eso no encontramos resistencia en el Canyet y nos resultó fácil rescataros. Eres un hombre afortunado no solo por tu familia, sino por tus amigos.
—Te estaré eternamente agradecido —repuso Joan—. Eres uno de esos amigos por los que soy tan afortunado. Sin embargo, es muy costoso traer una galera de Nápoles y llevarla de vuelta. A pesar de tu nueva posición como segundo en la flota del sobrino de Vilamarí, no pudiste tomar la decisión solo. ¿Quiénes te apoyan y financian? ¿Son mis amigos de Nápoles, Constanza d’Avalos y Antonello?
—Antonello nos advirtió de lo que ocurría. —Genís sonreía—. Pero no hizo falta su dinero.
—No será…
—Sí, es el gobernador de Nápoles, el antiguo almirante Vilamarí. Ya te dije que nunca abandona a los suyos.
—Así que me considera uno de los suyos… —musitó Joan pensativo mientras trataba de reponerse de la sorpresa.
—Sí, y por más de un motivo.
Genís no quiso aclarar su misteriosa afirmación.
Mientras Joan mantenía sus largas conversaciones con Genís, Anna acostumbraba contemplar el mar desde la proa de la nave. En aquel lugar evitaba en buena medida el tufo intenso de la embarcación y podía deslizar su mirada por el inmenso horizonte azul. Respirar profundamente el aire del mar le producía un placer indescriptible. ¡Había pasado tanto tiempo confinada en aquella lúgubre mazmorra!
—Es hermosa la libertad —oyó que le decía una voz áspera—. ¿No es cierto, señora?
—La libertad y también la vida, don Miquel —repuso ella después de superar el sobresalto que la inesperada aparición del valenciano le produjo.
Su aspecto avejentado, su cojeo y sus cicatrices eran testimonio de una vida azarosa de mil combates, prisión y tortura. Ella solo había soportado la cárcel unos meses y Miquel había resistido largos años en condiciones mucho peores que las suyas. Se precisaba un extraordinario tesón y voluntad para sobrevivir en semejantes circunstancias.
Anna había considerado a aquel hombre como un amigo, su protector en Roma, hasta su violación, de la que le hizo en parte responsable. Después había sido testigo de cómo asesinaba al hermano de Sancha, al que Lucrecia tanto amaba, y aquel día sintió pánico cuando estuvo a punto de morir a sus manos. Era un monstruo detestable al que a partir de entonces trató con distante frialdad y solo cuando se veía obligada a hacerlo. Sin embargo, su aspecto ahora la movía a la compasión y se dijo que se le podía coger cariño incluso a un monstruo. Miquel Corella era como era, pero ella nunca olvidaría aquel instante en el que apareció entre las llamas para salvarles la vida.
Anna mencionó intencionadamente la vida al responder a don Michelotto y con ello quería hacerle un velado reproche a él, que tantas vidas había extinguido. El valenciano no se dio por enterado.
—Es cierto, es hermosa la vida —repitió.
Y se quedó apoyado en la borda contemplando pensativo el horizonte. Quizá recordara algunas de tantas veces en las que le rondó la muerte.
—Gracias por salvar la nuestra —dijo Anna sonriéndole al tiempo que apoyaba su mano en su brazo para dar un mayor énfasis a sus palabras.
Era la primera vez que le tocaba y él le devolvió una sonrisa que mostraba varios huecos en su boca. Sorprendida, Anna creyó ver que los ojos de don Michelotto se humedecían por la emoción.
Joan también charló con Miquel Corella largo y tendido.
—Después de la muerte de César, nuestro amigo Niccolò dei Machiavelli me reclamó. Fui el primer sorprendido cuando el papa me concedió la libertad; pienso que algo debió de obtener de Florencia a cambio.
Joan afirmó con la cabeza. El propio Niccolò le había escrito contándoselo y se dijo que quizá al florentino le remordieran la conciencia las traiciones y que rescató a su amigo para acallarla.
—Estuve adiestrando a las milicias populares florentinas —continuó Miquel—. Trabajé junto a Niccolò hasta que cayó la república. Y ahora tengo un nuevo señor. Un hombre de honor que cuida de los suyos.
—¿No será el mismo que os envía?
—Sí. Lo es —afirmó con su sonrisa mellada.
Cuando Joan entró en el Castel Nuovo para la cita concedida por el gobernador, se sorprendió al encontrarse con que Antonello le esperaba. El napolitano había organizado el emotivo encuentro de Anna y Joan con sus hijos, que trabajaban en su librería, y el hermano de ella, el día anterior, en su casa.
—¿Qué hacéis aquí?
—Vilamarí me ha encargado que te conduzca a su presencia.
—Y ¿qué tenéis que ver vos con el gobernador?
—Ahora lo sabrás.
Vilamarí aguardaba sentado detrás de una mesa y les ofreció asiento.
—Os agradezco, señor, mi rescate y el de mi esposa —le dijo Joan después de los saludos de rigor.
—Te agradezco el agradecimiento, pero no hace falta —repuso el gobernador—. Ahora estamos en paz.
—¿En paz?
—Te debía dos vidas; la de tu padre y la mía, que salvaste en batalla.
Joan quedó pensativo.
—Así que fuisteis consciente de la muerte de mi padre y del daño que nos causasteis… —dijo al fin mirándole a los ojos.
—Conocí tu caso cuando mataste a uno de mis hombres y negocié tu castigo con mosén Bartomeu Sastre. Él me lo contó todo.
—Y ¿no os pesó en vuestra conciencia?
Bernat de Vilamarí se removió incómodo en su asiento y se tomó un tiempo antes de responder.
—Yo te arranqué las raíces, pero te di alas. —Hablaba con solemnidad—. El desarraigo duele, pero es necesario para el verdadero desarrollo del ser humano. Por eso las mujeres paren con dolor y sus hijos nacen llorando. La raíz es el cordón umbilical que hay que cortar para poder crecer, para poder volar, para desarrollar el potencial que cada uno tenemos. De haber continuado en Llafranc, serías un pobre pescador analfabeto atado a tus raíces. Te arranqué de tu aldea, pero te di el mundo.
Joan reflexionó; guardaba la imagen de su aldea como la de un paraíso del que aquel hombre, cual ángel punitivo con espada de fuego, le había desterrado sin tener culpa. Negó con la cabeza.
—Lamento lo ocurrido en tu aldea —continuó Vilamarí—, pero mis hombres pasaban hambre y no había otra forma de alimentarlos.
El gobernador movió su brazo derecho dando énfasis a sus palabras, su chaquetilla se abrió y Joan pudo ver el medallón que colgaba sobre su camisa. Un círculo de oro que enmarcaba un triángulo isósceles. Era el medallón de Innico d’Avalos.
—¡El medallón del gobernador de Ischia! —exclamó Joan atónito.
—Cuando el almirante fue nombrado gobernador de Nápoles, Constanza d’Avalos consideró que serviría mejor a nuestra causa cediéndole el liderazgo a alguien más poderoso que es también de los nuestros —le informó Antonello.
Aquella era la respuesta a la presencia de Antonello allí y a la misteriosa afirmación de Genís al decir que el viejo almirante tenía más de un motivo para rescatarle. Sin embargo, no podía entender que aquel hombre ocupara el lugar de Innico.
—¿De los nuestros? —repuso Joan—. ¡Pero si es un esclavista!