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Authors: John Marks

Tierra de vampiros (35 page)

BOOK: Tierra de vampiros
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A la mañana siguiente tuvimos una breve conversación mientras él preparaba unas tortitas de limón con mermelada de frambuesa.

—Puedes quedarte conmigo un tiempo -dijo mientras trabajaba en la cocina-, si quieres.

Yo me estaba tomando el café.

—Gracias, pero no.

—Lo digo de verdad. Me gustaría. — Se apartó de la cocina-. Nos haría bien a ambos.

—No, Robert.

Mis palabras le hirieron, y yo me sentí mal. Él volvió a ocuparse de la comida.

—No voy a dejar que te alejes de mí -dijo.

—No, cariño. Sólo quiero decir que voy a necesitar un poco de tiempo.

Él asintió con la cabeza, de espaldas a mí.

—¿Cuánto tiempo? ¿Quieres decir una semana, un mes, un año? Me doy cuenta de que algo ha cambiado.

—¿Ah, sí?

—Eres una mujer distinta.

—¿Entonces por qué me quieres, si soy distinta?

Él revolvía la mermelada de frambuesa mientras les daba la vuelta a las tortitas.

—No voy a dejar que te alejes de mí -volvió a decir, como si hablara consigo mismo.

Yo volví a mi apartamento. Me pareció que era un museo dedicado a la chica que yo había sido una vez. La ropa de los armarios olía a otra persona. Mi madre había puesto flores frescas en la habitación y había llenado la nevera con comida sana. Yo la tiré toda. Al cabo de una semana, mis padres y mi hermana se marcharon de la ciudad y yo estuve sola otra vez.

Pasaron los días. Evité a mis amigos y los sitios que había frecuentado. Me parecían una insignificancia de la que me podía deshacer. Caminé por la ciudad buscando señales de Torgu. Me puse fuerte de nuevo. Fui a carnicerías y compré kilos de carne cruda. Austen me llamaba a menudo y me preguntaba por mi salud. ¿Ya estaba comiendo? ¿Hacía ejercicio? Al principio no sacó el tema del trabajo, pero cuando pasaron unos días mencionó que todo el mundo en la planta veinte se alegraría mucho de verme. Yo no le creí.

Llamé al número de Stim del trabajo, pero no contestó. Comí con Austen, pero éste no contestó a las preguntas que le hice sobre Stim.

Vinieron a verme unos miembros del cuerpo de policía, y me sometieron a unos amistosos interrogatorios. Debí de pasar la mayor parte del mes de marzo en una charla constante. Querían saber si había visto de verdad a Ion Torgu. ¿Había conseguido confirmar su identidad de forma oficial? Repasamos una y otra vez la descripción física. Yo me daba cuenta de su escepticismo. La mayoría de ellos no creía que yo me hubiera encontrado con el verdadero Torgu. Sus preguntas apuntaban a una teoría incipiente: yo había caído en las garras de una especie de sádico que había adoptado el papel adecuado para tenerme en su poder. Unos especialistas en salud mental afirmaron que yo había sufrido un trauma. Unos médicos me examinaron y concluyeron acertadamente que no había sido violada. No me creyeron cuando dije que él se encontraba aquí, en Nueva York; ni parpadearon. Nadie mencionó a Clementine Spence. Pensaban que todo ese asunto había sido un extraño entretenimiento.

—Él tenía la intención de venir aquí -les dije.

—Ya nos lo ha dicho.

—¿Han hecho algún intento de comprobarlo?

—¿Y cómo podríamos hacer eso, exactamente?

—Tienen una descripción. Tienen un nombre. ¿No pueden comprobar las listas de los vuelos al país durante los últimos tres o cuatro meses?

—Señorita Harker, ¿tiene idea de lo difícil que es eso?

Mis pesadillas empeoraron. Tomé somníferos, pero no resultaron de ninguna ayuda. Mis noches empezaron a parecerme un preámbulo. Oía las voces, los nombres de lugares, con tanta constancia como las bocinas de los coches en la calle. A veces caminaba por el West Village hasta las tres de la madrugada y nadie me importunaba. Me quedaba delante del apartamento de Robert, vigilando, como para protegerle de mi propia violencia. Iba al gimnasio. Salía a correr con un tiempo inclemente. Comía como un caballo: hamburguesas y filetes y entrañas.

Fui a la Biblioteca de Nueva York y consulté libros sobre vampiros. Me introduje en un laberinto de misterios, pero hice algunos descubrimientos también. Los libros más acertados hablaban de folclore y de temas médicos, nada de lo cual me importaba. Otros libros ahondaban en la oscuridad: crucifijos y espejos y agua corriente, murciélagos y lobos en noches de luna, una burla de la verdad una y otra vez. Torgu no me había mordido; sus dientes se descomponían. Él utilizaba un cuchillo y un cubo: sus métodos no tenían nada de sobrenatural. En todo caso, trabajaba con crudeza, como si acabara de salir de la Edad de Piedra. ¿No se suponía que los vampiros eran los asesinos más elegantes? Vi películas y encontré todavía más contradicciones: los vampiros no se reflejaban en los espejos y detestaban el ajo. Pero yo había visto a Torgu en el espejo del hotel. Torgu se reflejaba en los espejos y cocinaba pollo con ajo. ¿O era con romero? Los vampiros se escondían de la luz del día y detestaban los crucifijos. Yo no había visto a Torgu durante el día nunca, pero sabía que mostraba una clara afición a los símbolos e inscripciones religiosas. Él era muy viejo: me había hablado del funeral de su padre, la ofensa a los muertos, y en esos momentos me vino a la cabeza que estaba hablando de sucesos que habían ocurrido miles de años atrás. Descendía de una gente de la cual yo nunca había oído hablar. ¿Y qué era lo que Clemmie me había dicho? Dos millones de años de asesinatos en forma humana. ¿Qué significaba eso? ¿Era posible que fuera tan antiguo? Mi mente se rebelaba ante esa idea, pero algo de verdad había en ello. Y me vino a la cabeza otra verdad: la mordedura de Torgu eran sus palabras. Sus palabras tenían colmillos, penetraban mis oídos como el veneno, y aunque entraban por ese conducto, envenenaban la mente. Yo había oído los nombres y ahora deseaba sangre. Por tanto, ¿no era yo un vampiro? No me importaba la luz del sol. Era capaz de controlar mis apetitos, aunque el esfuerzo era enorme. Había entrado en las iglesias y no había sucedido nada. Los crucifijos asustaban a Drácula, pero sólo cuando se encontraban en manos de creyentes. Torgu había escupido al oír nombrar a Drácula. Yo había herido su dignidad con ese nombre, porque mencionarlo era envilecer el verdadero horror, porque ese personaje ficticio era una mentira sobre lo fundamental de la especie. Pensé en Drácula durante todo ese tiempo. Drácula era un chiste.

Todo eso era un preámbulo. Me interesé por la historia. Quería saber todo lo que fuera posible sobre el pasado sangriento de la ciudad de Nueva York. Ansiaba conocer los cementerios improvisados que se encontraban bajo las piedras, los lugares donde se había enterrado a los esclavos azotados y a los piratas desmembrados, donde habían caído las víctimas de la batalla de Brooklyn, donde habían sido profanados en su muerte por las tropas británicas. Quería saber más cosas sobre criminales y mafias, sobre cuchillos y armas de fuego. Robert y yo empezamos a salir otra vez y, poco a poco, intenté mostrarle mi nuevo yo. Durante nuestros paseos por el centro de la ciudad, le guiaba hasta una calle en concreto y le contaba alguna historia sobre algún horrible suceso, y él me suplicaba que parara. Me decía que dejara de leer esos libros sobre atrocidades. Lloraba.

Todo eso era un preámbulo; el resto, distracciones. A mediados de abril nos fuimos a vivir juntos. Fue una concesión por mi parte. Mantuve mi apartamento gracias a la ayuda de mi padre, pero Robert se negó a aceptar una negativa como respuesta.

Un día, mientras hacía paquetes en mi casa, llamaron a la puerta. Al abrir me encontré con un hombre de pelo muy corto vestido con un traje barato.

—Siento interrumpirla, señorita -dijo.

Era más bajo que yo, tenía la piel oscura y se le notaba cierto acento, pero mostraba la autoridad de un policía. Yo dudé un momento en abrir la puerta del todo.

—No se preocupe -me dijo.

Le permití entrar y él se presentó como Rení. Trabajaba para la Interpol, pero no había venido con carácter oficial. Un amigo suyo de París le había pedido que se pasara por mi apartamento para saludarme y para hacerme unas cuantas preguntas acerca de un caso que se encontraba en un atolladero.

Rechazó el café que le ofrecí y nos sentamos.

—¿Conoce a esta mujer? — preguntó mientras me acercaba una fotografía de Clementine Spence por encima de la mesa de café. Estaba un poco movida y se veían unas montañas de fondo. Yo pensé que se la habían hecho en Cachemira. La mano me tembló un poco al coger la foto y el visitante se dio cuenta.

—Clemmie Spence -dije.

—Sí.

—Viajamos juntas por Rumania. Antes de… todo.

—Comprendo. Mis colegas me han mandado un informe sobre su trabajo. ¿Me permite? — Sacó un montón de documentos de su abrigo-. Unos cuantos detalles serán de mucha ayuda.

Yo dejé la foto en la mesa.

—¿La han encontrado?

Él dejó los documentos encima de la mesa y clavó sus ojos en los míos. Sin pronunciar ni una palabra, me estaba haciendo una pregunta.

—¿Se encuentra en dificultades?

Él se aclaró la garganta. A mí me empezaron a temblar los brazos, como si la habitación se hubiera enfriado de repente. A Robert no le gustaría saber que ese hombre estaba allí. Mi padre se hubiera encolerizado. Yo deseé contárselo todo, pero no sabía por dónde empezar.

—He pasado por una época muy difícil -le dije-. Siento no poder controlar mis emociones.

—Lo comprendo, señorita, pero esta mujer de la foto está muerta. Su cuerpo fue encontrado debajo de un colchón en un hotel de Rumania no muy lejos de donde la encontraron a usted. ¿Es posible que la viera usted allí? ¿Otra vez? ¿En algún sitio?

Yo intenté contárselo. Intenté pronunciar las palabras, pero se me atragantaron. Una emoción que no podía definir me desbordó, monté en cólera, sentí vergüenza y terror por todo. «Todo es un preámbulo», quería decirle. Él se alarmó, se dio cuenta de que esa visita improvisada de parte de su amigo había sido un error de estrategia. Si se sabía que había llevado a cabo una interrogación fuera de programa, a cuenta de otra persona, tendría que pagar un precio muy caro. Ningún amigo se merecía asumir tantos problemas por su causa. Incluso en el estado en que me encontraba, me di cuenta de qué le sucedía. Cuando volví a levantar la vista, se había marchado. Ni siquiera se había molestado en dejarme su tarjeta.

Treinta y nueve

R
obert insistió en que celebráramos una cena y yo pensé que era una idea sensata. Invitó a cuatro parejas: dos de sus mejores amigos y sus esposas y a dos de mis mejores amigas y a sus compañeros. Hacía meses que no les veía. Sacó la vajilla Lenox de su madre. Tres años antes había comprado vino
en primeur
en el sur de Francia y todavía no lo había abierto, se trataba de un burdeos que satisfacía su gusto por lo caro y lo absurdo y cuyo bouquet, se suponía, contenía trazas de grasa de cerdo. Insistió en abrir tres botellas. Hubo cigarros, arreglos florales primaverales de Simpsons y él preparó su especialidad:
tarte aux pommes.

Llegaron los amigos. Al otro lado de las ventanas, esa noche de finales de abril era fría y nos hacía apreciar ese perfecto ambiente acogedor típico de Nueva York: gente sentada alrededor de una mesa en un apartamento del segundo piso del West Village. Pasamos la noche charlando.

Cuando íbamos por la tercera botella de vino, la esposa de uno de los amigos de Robert formuló una pregunta sorprendente. Ella formaba parte de un club de lectura cuya última elección había sido una biografía de la familia Gotti. Era evidente que no conocía las circunstancias relacionadas con sus anfitriones: nadie se las había explicado. Además, estaba un poco borracha.

—¿Habéis conocido alguna vez a alguien que haya sido asesinado? — preguntó, como si eso no fuera posible.

Robert levantó la vista hacia mí. Hacía muy poco que se había quitado las vendas de las muñecas. Apretó los labios y me miró pidiéndome paciencia.

—¿Has oído hablar del incendio de la fábrica Triangle Shirtwaist? — le pregunté.

Ella negó con la cabeza.

—Sucedió no muy lejos de aquí, hacia el sur, en 1905. Ciento veintisiete personas murieron y yo siento como si las conociera a cada una de ellas. Me siento como si los hubiera visto quemarse vivos.

—Querida -interrumpió Robert.

—¿Eso cuenta? — le pregunté a esa imbécil.

Ella parpadeó, sorprendida. Tenía un trozo de pastel en el labio superior.

—Hay otra cosa que me atormenta un poco -continué-: ¿Conoces el tema ese del 11 de septiembre?

—Lo siento -dijo en tono suplicante-. He sido una idiota…

—Y eso fue solamente la punta del mismo iceberg que hundió al
Ti
tank…

—Evangeline -cortó Robert.

Me llenó la copa hasta el borde.

—Justo debajo de este edificio, debajo de los cimientos, en el lecho de roca, hay cinco nativos abenaki que fueron estrangulados mientras dormían después de haber ganado a las cartas. Estaban borrachos mientras los estrangularon. Tenían a sus mujeres río arriba. Uno de ellos había abrazado en secreto a Jesús como su señor y salvador, pero los asesinos no lo sabían. Quizás eso los hubiera detenido, no lo sé.

—¿Cómo sabes todo eso? — preguntó la imbécil con voz temblorosa.

Yo deseé cortarle el cuello.

Cuarenta

H
acía dos semanas que Robert se había quitado las vendas. Estábamos a punto de meternos en la cama. Había sido la primera noche cálida de primavera y las ventanas estaban abiertas. La brisa se arremolinaba en nuestra habitación.

Robert había vuelto de la cocina de uno de los restaurantes y olía deliciosamente, como a carne asada. Se sentó en la cama vestido con su bata y se puso a leer los periódicos del día, tal y como hacía a menudo. Sin llamar la atención, fui al fondo del vestidor y saqué la caja de Ámsterdam. Me preguntaba si él se habría olvidado de ella. Era un buen chico judío, demasiado educado para volver a hablar de ese asunto, especialmente ahora con la nueva situación. Me metí en el baño y desenvolví la pieza más exótica, la que estaba hecha de cuero negro. Tenía unos agujeros en los puntos críticos que estaban cubiertos por unas pequeñas cortinitas de bolitas metálicas; me convertí en una casa cuyos puntos de entrada importantes se escondían tras unas cortinas de acero.

Me sentía hambrienta y, mientras me envolvía con las correas, me excité. Me gustaba lo que Robert había imaginado. Me cubrí con un albornoz.

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