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Authors: John Marks

Tierra de vampiros (46 page)

BOOK: Tierra de vampiros
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—¡Evangeline! — gritó alguien.

Entré en la sala de visionado, pasé por delante de los rostros sorprendidos de corresponsales, productores, equipos de cámaras y productores asociados. Aplaudieron.

—¡Mirad el pelo! — gritó alguien con verdadero entusiasmo.

Pensé con afecto en Ian. Fui hasta mi lugar habitual en una cómoda silla cercana al monitor de vídeo gigante y esperé. Skipper Blant se sobresaltó y saltó de su silla: le incomodaba la idea de establecer contacto humano.

Yo le asustaba un poco. Me rodeó con los brazos y los demás se unieron también, y no solamente los vivos. Un mar gris inundó la habitación como una marea, aunque nadie más lo vio.

—¡Qué gran augurio! — prorrumpió Skipper, traicionando la ansiedad que sentía.

A mí me pareció verle por primera vez: no era un bravucón ni un sádico, como había creído yo cuando trató tan mal al pobre Ian. Por lo menos, no era solamente eso. En sus ojos enrojecidos vi un voraz odio contra sí mismo. Vi a un refugiado de un terror que rivalizaba con Torgu.

—No deberías haber venido -me susurró Sally Benchborn al oído, como si mi estado de salud fuera delicado. Le hice un gesto indicándole que hablaríamos tan pronto como tuviéramos la oportunidad. Dios sabía lo que Julia o Austen me dirían. Les busqué entre la multitud. ¿Dónde podían estar? El momento se acercaba. Mientras Sally se alejaba, vi que la culata de un rifle le sobresalía por debajo del chal.

Sam Dambles, siempre cortés, se me acercó y me ofreció sus condolencias por mis sufrimientos y me pidió que me pasara por su oficina para charlar. Los hombres y mujeres de
La hora
se pusieron en fila como los invitados de una boda. Me abrazaron, me besaron y me preguntaron por Robert. Alabaron mi aspecto. Todo el mundo quería invitarme a comer.

Vi a Stimson: tenía el labio hinchado y la boca cerrada. Sujetaba un portátil en el regazo y clavaba la vista en el teclado, evitando mi mirada. No había seguido mi consejo: no había huido. Miré a mi alrededor y conté a la gente. La mayor parte de los empleados, excepto los editores, habían venido. ¿Cuánta de la gente que había en la habitación pertenecía a Torgu? Como si me hubiera leído la mente, un productor dijo en voz alta:

—¿En qué anda Remschneider? ¿Alguien le ha visto esta mañana?

Bob Rogers entró en la habitación y las ovaciones aumentaron. La sala de visionados estaba abarrotada de gente. Olía a salchichas y a camarones. Alguien destapó una botella de champán. El calor del día envolvía los muros exteriores del edificio, pero la planta veinte estaba fresca. Los ventiladores imponían su ritmo. Las voces de la masa gris, atronantes y confusas, llamaban a Torgu. Rogers levantó las manos para silenciar a la multitud: tenía algo que decir.

Señor: Transcribo textualmente. La reunión empieza justo a la hora. Bob Rogers dice lo siguiente: «Chicos, sois fenomenales. Vosotros me habéis hecho ser lo que soy hoy, así que soy yo quien debería aplaudir. Esto es por vosotros». Aplaude. Otro aplauso de la multitud sigue al suyo, una multitud que describiré como el rostro ecléctico del programa, el mejor rostro; una colección de veteranos y de recién llegados, hombres y mujeres, blancos y negros; pero más allá de eso, un sorprendente gabinete de personalidades dispares reunidas a lo largo de décadas por Rogers para que le ofrezcan el programa semanal: cámaras que han rodado con Trotta y con Dambles en Vietnam, editores que han montado las películas recién llegadas de las calles amotinadas, mujeres que han roto las barreras de género en el periodismo internacional, herederas y radicales, gourmets y adictos al sexo, gente destrozada por los nervios, alcohólicos y vaqueros; una colección de verdaderas vidas humanas en toda su gloriosa vanidad, los elegidos de la profesión del periodismo televisivo a quienes se les ha dado la oportunidad de dar la vuelta al mundo para ir en busca de las mayores, más extrañas y candentes historias de la actualidad, gente que ha sobornado, ha jodido, ha mentido y que ha estado a punto de morir en el empeño por traerle a Bob Rogers su banquete de locura puntera, sus amadas imágenes. Pero me estoy desviando. Rogers dice: «Seré breve: he tomado una decisión importante. No os estoy pidiendo que me apoyéis, y no me sentiré decepcionado si no lo hacéis. No soy un niño». Se puede oír a una mosca. En este momento de silencio, yo le oigo a usted. Oigo su melodía. Se está acercando, tal y como usted prometió. Pero también hay otro tipo de tensión en el aire. «Allá va. — Da una palmada-. ¡A la mierda esos capullos, no me voy a ir!» Se oye una exclamación de sorpresa contenida antes de que una fuerte ovación de aprobación se levante. «Yo he creado este programa, con vuestra ayuda. Lo he mantenido durante tres décadas, con vuestra ayuda. ¡Y no me lo van a quitar de las manos hasta que éstas no estén jodidamente frías!» La gente grita. Le levantan sobre los hombros. «¡Estoy contigo, Bob!», grita Sam Dambles. «¡Viva la revolución!», le sigue Skipper Blant. «¡Motín!», les apoya Nina Vargtimmen, con su minifalda y sus tacones altos, y le da un gran beso en los labios a Bob, y todo el mundo canta
Porque es un chico excelente
y parece que una nueva era dorada acaba de nacer para todos a los que nos preocupa
La hora.
Presiento en el aire una gloriosa posibilidad: basta de consentir a las inteligencias más estrechas, a los vulgares ángeles de nuestra especie, basta de historias acerca de celebridades que han hecho tres películas decentes, basta de tragar la mierda de los inversores, los inconfesados culpables de nuestra tragedia, los despreciables accionistas que sólo nos han animado a corrompernos. Y en este momento de alegría, yo soy uno de ellos. El pasado está borrado. No he probado la sangre, y estoy llorando, señor, de felicidad. De repente, veo una expresión de preocupación en el rostro de Rogers. Él pide que le dejen en el suelo. Señala a Sally Benchborn. «¿Qué haces con esa arma, linda?» Ella no siente mi felicidad. No está feliz y no aplaude. Dios Santo. Rogers tiene razón. Ella tiene un rifle con bayoneta, y dice: «¿Por qué no cortas el rollo y nos dices qué está sucediendo de verdad, Bob?». En ese momento, la puerta de la sala de visionado se abre de golpe y se oye un chillido. Austen Trotta entra tambaleándose y cubierto de sangre de la cabeza a los pies.

Austen se me acercó tambaleante; tenía el cuerpo lleno de heridas.

—Evangeline…-dijo.

Sus ojos me imploraron. Cayó encima de mí, absolutamente acabado.

Se hizo el silencio en la habitación, del mismo tipo aunque mucho más terrorífico que el silencio que siempre sigue al visionado de una pieza mala de periodismo televisivo. Normalmente, en esa misma habitación, un silencio como ése es previo a la voz de Bob Rogers diciendo: «Esta mierda no va a aparecer en mi programa». Pero Rogers se había quedado sin habla, también. En los ojos se le veía que su cabeza no paraba. Parecía estar formándose alguna idea. Austen y yo estábamos de pie en medio de la habitación, en el punto en que había estado él. La gente empezó a murmurar.

—¡Dínoslo, Bob! — volvió a gritar Sally. Dio un paso hacia delante, separándose de la masa de gente de pie, apoyada o sentada contra las cuatro paredes-. ¿O es que no lo sabes?

—No lo sabe -dije yo. Todo el mundo me miró-. Él no sabe nada.

—Escuchadla -dijo Austen con voz débil-. Por dios, no queda mucho tiempo.

Tan pronto como hubo dicho esto, se produjo un cambio en la habitación, como si hubiera entrado más gente. De hecho, así había sido. En la sala de visionado había dos puertas, cada una de las cuales conducía a un pasillo distinto, y por esas puertas entraron una fila de editores grises como la ceniza conducidos por Remschneider, que tenía el aspecto de un fallecido. Atravesaron la multitud hasta llegar al centro de la habitación y se quedaron de pie, apiñados, con los ojos fijos en la alfombra. Al final de la última fila, completamente desnudo, con barba gris, murmurando entre dientes, se encontraba Edward Prince.

—¿Qué coño pasa? — preguntó alguien-. ¿Ese es Ed?

Sally disparó al aire. Un trozo de yeso se desprendió del techo y un olor a pólvora se extendió con el humo. El pánico asaltó a todos en la habitación: los músculos de todo el mundo se tensaron.

—¡Compañeros! — gritó ella-. ¡Nos están atacando! ¡Preguntad a Evangeline! ¡Ella lo sabe! ¡Ella es la única que lo sabe de verdad!

Nuestros colegas miraron a Sally y me miraron a mí. Trotta se inclinó hacia delante con el rostro demacrado.

—Torgu está ahí fuera -dijo, más para mí que para ningún otro-. Perdóname. Debí haberte hecho caso.

Me puso una mano en el hombro y yo sentí una tristeza profesional y personal, un dolor especial que nunca había experimentado antes. Estaba perdiendo a mi corresponsal.

—Sally Benchborn tiene razón -dijo Austen en voz alta con un temblor en su amada voz, la misma que yo conocía desde la infancia; él había sido un espíritu amigo en el televisor de la guarida de mis padres hace mucho, mucho tiempo.

Se desplomó en mis brazos. Es increíble el efecto que una visión como ésa, la del cuerpo maltratado de un hombre muy conocido, puede tener en las personas. En ese momento, en la sala de visionado, el equilibrio de la situación se decantó a mi favor, y yo sentí el primer aliento de lo que podría calificar de coraje en el pecho. Los empleados de
La hora,
esa gente encantadora, imposible y vana, se sumieron en un silencio comprensivo. Hacía meses que eso se estaba aproximando y ahora estaba ahí, el objeto de sus terrores ocultos, la fuente de sus pesadillas. Podían verlo. O así me pareció por un instante. Pero no podían evitarlo: sus instintos superaban la sensatez. Yo todavía era solamente una productora asociada que no llegaba a las seis cifras al año. Se volvieron hacia Bob otra vez, como si él pudiera ayudarles.

—¿Austen? — Solamente Rogers parecía capaz de intuir su propia ignorancia-. ¿Qué es esto? — Me miró, suplicante, como si solamente yo pudiera hacerle revivir. Todo el mundo miró a Bob-. ¿Es esto la mierda que me imagino que es? Han hecho, finalmente, lo que siempre sospeché que harían.

Austen se ahogaba y no podía hablar. Yo no sabía de qué estaba hablando Rogers, ni tampoco los demás. Se acercó a Austen, que contaba las respiraciones una a una y parecía agradecido de poder hacerlo.

Bob se dirigió al resto de nosotros. Parecía descubrir la verdad mientras la pronunciaba:

—Ellos han hecho esto.

—¿Ellos? — Miré la fila de editores medio en coma. Miré a Edward Prince.

—Los jodidos ejecutivos.

Austen expresó su estupor en voz ronca:

—Oh, dios, no, Bob, te estás equivocando…

—Van a echarnos a todos.

Creo que, por un instante, unos cuantos le creyeron. La mayoría eran demasiado buenos en su trabajo. Pero sólo tuvieron que echar una mirada a sus colegas, y a Prince, y supieron que eso estaba más allá de la política. Por todos lados, a mi alrededor, esas presencias habían aumentado y las líneas que separan las cosas se habían afinado, tal y como Ian había predicho. Quizá fuera la nube de pólvora del arma de Sally, o quizá fuera mi imaginación, pero las cuatro paredes de la sala de visionados, detrás de los ejércitos de Bob Rogers, se disolvieron ante mis ojos, como si no hubieran sido otra cosa que bancos de niebla. Los espacios entre esas paredes empezaron a abrirse en distancias infinitas. Parecía que nos encontráramos en el punto más elevado de una llanura en la cual las naciones en batalla se hubieran concentrado. Vi a Clementine Spence. Se encontraba en el campamento, era una sombra entre un millón, una molécula de una nube, pero para mí era visible. Las voces de las naciones eran atronadoras. El recuerdo de la raza apareció. Los muertos cantaron. Levantaron los brazos por encima de las cabezas, en un gesto de desafío o de súplica. Habían venido por Torgu, por mí, por todos nosotros. Estaban hambrientos. Estaban tristes. Yo me sentí hambrienta, y triste. Me miraban con esas caras pálidas y yo empecé a comprender. Querían algo, en especial, de mí. Sabían de qué tenía hambre yo. Conocían la existencia del cubo y del cuchillo. También sabían lo que le sucedía a mi cuerpo; sabían que yo tenía las marcas del poder.

Nadie más lo vio. Los empleados de
La hora
miraban a Bob Rogers. Buddy Gomez, que siempre llevaba su cámara a todas partes, se la colocó al hombro.

—A la mierda -dijo-. Mi trabajo es filmar. No pienso perderme esto.

—Tonterías -gritó Sally Benchborn-. O bajas eso hasta que hayamos arreglado esto o te atravieso.

—¡Me gustaría verte intentarlo, zorra!

Sally se levantó un extremo del chal por encima del hombro y apuntó al cámara.

—Dame un motivo, pendejo.

Stimson Beevers saltó en medio de los dos. Sally bajó el rifle. Stim sonreía.

—¡Vosotros dos, despertaos! ¡Que todo el mundo despierte! — Su voz tenía el tono exuberante de un predicador. Ninguno de los que estábamos allí le habíamos visto tan animado nunca-. Estáis todos a punto de morir, y no podéis hacer nada.

—¿Tú formas parte de esto, rata? — Sally le empujó con la bayoneta.

—No lo comprendes. Es hermoso. Es conocimiento, sabiduría. Estáis a punto de ser reclutados. Yo también tenía miedo, y dudaba, pero he recuperado el sentido común. Y ahora él está aquí. — Stim hizo una pausa, levantó una mano y señaló hacia una de las entradas de la sala de visionado-. ¡Y todo va a ir bien!

Torgu entró. Enfurecido y salvaje, irrumpió desde la oscuridad con su inmensa cabeza, con su largo cuchillo como un hacha dentro del cubo. Caminó hasta el centro de todos nosotros y los puntales de las paredes se estremecieron. Bob Rogers vio solamente a un enemigo, a un demonio procedente del infierno del centro de la cadena en la calle Hudson. Sus labios dibujaron una mueca. Señaló con el dedo.

—¡La cadena! — gritó.

Stim se rio. Sally Benchborn bajó la bayoneta y los demás se apiñaron detrás de ella. Yo me dejé caer de rodillas con Austen. Las hordas de los muertos cantaban la cercanía del triunfo. Stimson Beevers se colocó delante de la bayoneta de Sally Benchborn, todavía divertido. ¿Tenía intención de defender a Torgu? Ella le clavó la bayoneta en el vientre. Hubo un momento de silenciosa conmoción. Sally soltó el arma y Stim se tambaleó hacia delante y hacia atrás, sorprendido. Torgu se acercó a él con una calma majestuosa, como un impresionante y compasivo rey de los muertos. Se oyó el ruido del cuchillo dentro del cubo. El rey levantó el brazo, alto, por encima de la cabeza y el filo del cuchillo se precipitó hacia abajo y cortó a Stim, penetrando entre su hombro y su cuello y llevándose su cabeza calva, que voló hasta el tumulto de los sedientos de sangre. Torgu tiró el cuchillo, sujetó el cuerpo de Stim por los hombros y llevó los labios hasta el lugar donde había estado su cabeza. Finalmente los muertos vinieron a la vida, su canción se elevó como desde un coro de catedral. Los editores levantaron la cabeza y miraron a sus colegas. Edward Prince se reía socarronamente.

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