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Authors: Barbara Wood

Tags: #Histórico, Romántico

Tierra sagrada (29 page)

BOOK: Tierra sagrada
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Sintiendo otra punzada de temor por la visita de los amigos de Lorenzo y pensando en su huida de California, que daría comienzo al cabo de sólo veinte horas, Luisa salió del huerto y se refugió en el frescor de la solana, donde almacenaba sus numerosas hierbas y medicinas.

Su hogar no era tan suntuoso como Lorenzo le prometiera una década antes, pero bastaba para reflejar la posición que ocupaban en Los Ángeles. Era una edificación de adobe y tejado de paja, con cuatro dormitorios, comedor, un salón de recibir y una enorme cocina que no sólo alimentaba al capitán, su esposa y su hija, sino también a las indias que lavaban, cosían, cocinaban y fabricaban velas, así como a sus esposos, los vaqueros y los jinetes.

Los hombres y sus promesas vacuas, pensó Luisa con desprecio mientras separaba las hojas de los tallos y las guardaba en sus correspondientes cestas. Lorenzo no sólo no le había construido el lujoso hogar que le prometiera, sino que además, el mísero pueblo no encajaba con la visión original del gobernador Neve. En la ceremonia de inauguración celebrada once años antes, el gobernador había declarado que se les brindaba la oportunidad de crear una ciudad distinta de todas las de Europa, pues estaría planificada aun antes de que el primer habitante pusiera los pies en ella. En aquella ocasión mostró los planos a los futuros colonos, en los que se veían la plaza mayor, los campos, los pastos y las tierras reales. El pueblo de Los Ángeles no crecería de forma incontrolada, prometió Neve, pero los recién llegados construían sus moradas como les venía en gana. Luisa ya intuía el caos en que algún día se convertiría el pueblo.

Mientras ponía a secar el opio, que más tarde amasaría hasta hacer una pegajosa bola negra para guardarla en un estuche de cuero, Luisa hizo examen de conciencia, pero no halló motivo alguno para sentirse culpable por huir. ¿Acaso no había cumplido la promesa que hiciera a la Virgen María?

Luisa se enorgullecía de haber convertido al cristianismo a gran cantidad de mujeres indias. Acudían a la capilla cada domingo, vestían con modestia y cuando una de ellas deseaba casarse, el futuro esposo también era obligado a convertirse. Puesto que era justa y generosa, casi todas las siervas le eran leales y muchas de ellas la emulaban. Doña Luisa llevaba el largo cabello negro en una trenza enrollada a la altura de la nuca y cubierto con una pequeña mantilla de encaje negro español que se quitaba al acostarse. Sus siervas se cubrían el cabello con chales, rezaban el rosario y llamaban a sus hijas María y Luisa. Sólo en contadas ocasiones, una de ellas huía a una aldea india para recuperar su antiguo estilo de vida. Cada vez había más campamentos que se instalaban en los ranchos, asentamientos erigidos por los indios tras abandonar su forma de vida para trabajar a las órdenes de los colonos, lo que les permitía convertirse en diestros jinetes, vaqueros, plateros y carpinteros. Al poder comer buey cada noche, no veían necesidad alguna de ir a las montañas cada año para cosechar la bellota. Algunos mantenían la tradición para oír las historias y concertar matrimonios, pero las reuniones en los bosques eran más reducidas cada año. El festival de cinco días que durante generaciones se había celebrado en honor de Chinigchinich, el Creador, empezaba a sustituirse por ritos navideños y las festividades de Santiago, santo patrón de España.

La solana estaba atestada de cestas tejidas por las indias de Luisa. Algunas de ellas eran bellísimas y, según la tradición, narraban las historias de la tribu. Las mujeres que tejían aquellas cestas habían contado alegremente los mitos a Luisa, explicando a la señora cómo fue creado el mundo y que el Abuelo Tortuga provocaba los terremotos. Al llegar al pueblo, la pequeña Angela contaba las mismas historias, sobre coyotes, tortugas y una Primera Madre llegada del este para fundar una nueva tribu, pero doña Luisa sustituyó en la mente de Angela aquellos relatos paganos por historias cristianas y cuentos de hadas españoles. La historia de dos hermanas, Elena y Rosa, que vivían en el Reino de los Zafiros y su transformación a manos de su madrina, el Hada de la Felicidad; el cuento del joven Gonzalito, quien, con ayuda de unos animales mágicos, salvó a una princesa y su reino de un enano malvado; la aventura de cuatro príncipes en busca de la tierra de la Princesa Aurora. Historias todas ellas con las que Luisa había crecido y que ahora transmitía a Angela.

Se asomó a la ventana abierta y vio que Lorenzo y sus invitados seguían bebiendo a la sombra de la rosaleda. Uno de los hombres, más alto que los demás, le llamó la atención. Era Juan Navarro. A Luisa no le gustaba, pues había algo extraño en sus ojos, una falta de calidez que recordaba a Luisa los ojos de una criatura marina. Y su sonrisa no era natural, sino que se limitaba a estirar los labios para dejar al descubierto la dentadura. Corría el rumor de que Navarro había llegado a Alta California tras huir de la Inquisición, que lo acusaba de leer libros prohibidos. Vivía de los muertos, pues se había dedicado a saquear las tumbas de los aztecas, haciéndose con una inmensa fortuna en oro, plata, turquesa y jade. Había que admitir que las tumbas que había saqueado eran paganas, por lo que no era culpable de profanación, pero a Luisa se le antojaba una espantosa crueldad arrancar un anillo a un cadáver y llevarlo. Estaba al corriente de sus ambiciones en California; Navarro era un hombre de baja cuna que deseaba casarse con una aristócrata.

Otro estremecimiento de temor le recorrió el cuerpo entero, pero se apresuró a reprimirlo. Que Navarro pidiera la mano de Angela, a Luisa no le preocupaba el asunto en lo más mínimo e incluso aceptaría de buen grado el compromiso, con la condición de que la boda se celebrase a su regreso de España.

Salió de la solana y atravesó la casa, pasando junto a las mujeres que pulían los muebles y fregaban las baldosas, hasta llegar a sus aposentos, donde los baúles ya estaban preparados para el viaje. Aquel era el santuario particular de Luisa, y Lorenzo no había puesto los pies en él desde la construcción de la casa. Por las noches permanecía en sus propias habitaciones y sólo veía a su esposa y su hija durante la cena. Luisa sabía que su esposo no la echaría de menos durante mucho tiempo. Tal vez al principio ardiera de indignación al darse cuenta de que su esposa no regresaría jamás, pero entonces vendrían sus amigos para jugar a los dados, correrían ríos de vino y las dos mujeres que habían ocupado la casa durante tantos años quedarían relegadas al olvido. Sin lugar a dudas, tendría a quien recurrir para buscar consuelo. Luisa no sólo estaba al corriente de sus amantes indias, sino también de sus bastardos indios.

Luisa se sentó frente al tocador, levantó la tapa de una cajita de madera y retiró el forro de terciopelo para sacar una llave de latón. Encerró la llave en la mano y percibió un soplo de esperanza al sentir el contacto del metal frío contra la piel. La llave abría un cofrecito que obraba en poder del padre Xavier.

El alijo secreto había comenzado por accidente diez años antes, cuando Antonio Castillo, el herrero, había llegado en un galope frenético desde el pueblo para decir a Luisa que su hijo ardía de fiebre y pedirle ayuda. Con sus hierbas especiales, Luisa había arrancado al pequeño de las garras de la muerte, y la señora de Castillo quedó tan agradecida que insistió en entregar a Luisa un anillo de oro en señal de gratitud. Luisa intentó rechazar el presente, pero no lo consiguió, y el hecho de aceptarlo por fin hizo muy feliz a la señora. Algún tiempo más tarde, ayudó a una joven durante un complicado parto con pociones cuya receta había aprendido de una anciana india, y el agradecido esposo le ofreció como obsequio un pequeño broche de plata. Con el tiempo, Luisa dejó de rechazar los regalos; no veía por qué no podía hacer buenas obras en nombre de la Virgen María y al mismo tiempo ser remunerada por ellas. ¿Acaso los padres misioneros no pasaban el platillo durante la misa?

Lorenzo desconocía el tesoro secreto de Luisa. Una vez acumulados varios objetos de valor, Luisa temió que su esposo los encontrara y los perdiera jugando. Con los colonos y los soldados, Lorenzo jugaba a las cartas y a los dados, mientras que con los indios el juego podía consistir en adivinar cuántos dedos escondía el jugador a la espalda. Lorenzo incluso se sentaba a la sombra de un árbol con otros rancheros, de cara al Camino Viejo, y hacían apuestas sobre el color del siguiente caballo que pasaría. Por todo ello, Luisa había confiado su cofrecito al padre Xavier. A lo largo de los meses y los años, cada vez que Lorenzo estaba jugando o salía de caza, Luisa hacía una visita a la misión y depositaba otro objeto de valor en manos del padre Xavier, como si fuera un banquero. El cofrecito también contenía monedas, piezas de plata de ocho pesos mexicanos, reales españoles e incluso algunos doblones de oro. En definitiva, una fortuna considerable.

Todo iría a parar a manos de su hija. Angela sería independiente aunque se casara. De haber tenido aquel dinero cuando su hija murió en el desierto de Sonora. Luisa habría dado media vuelta y regresado a México, pero a la sazón dependía de Lorenzo. A Angela no le sucedería lo mismo; en Madrid entregaría el cofrecito a la muchacha y haría redactar documentos legales que estipularan que el esposo de Angela, fuera quien fuese, no podía tocar el dinero.

Al oír que llamaban a la puerta, escondió de nuevo la llave, guardó la cajita en el cajón e indicó al visitante que podía entrar.

Para su asombro, era Lorenzo. Aun desde el otro extremo de la estancia, ella supo que había bebido. Luisa entrelazó las manos sobre el regazo y procuró serenarse, pues no quería estropearlo todo a un solo día de la fuga. Pero cuando vio que paseaba la mirada por los baúles repletos de ropa y regalos para los familiares de España, el corazón le dio un vuelco. ¡Lorenzo había cambiado de opinión!

Mantuvo la espalda erguida como una vara. No importaba si su esposo había descubierto su plan de quedarse en España. Lorenzo nunca se levantaba antes de mediodía; ella y Angela se escabullirían camino de la costa antes del alba…

—Puede que las cosas no hayan ido bien entre nosotros —empezó Lorenzo con voz pastosa, como si no estuviera habituado a hablar con ella—. Es evidente que no han ido como deben ir entre dos esposos, pero te he amado, Luisa. Dios mío, cuánto te he amado.

Pese a las canas que salpicaban su cabello y su tez curtida, Lorenzo seguía siendo un hombre apuesto de porte militar. Sin embargo no la conmovía como antaño, como en México cuando eran jóvenes y estaban enamorados. El día en que enterraron a su hija, Luisa le vedó su cuerpo. Y once años antes, cuando suplicaba a la Virgen que le concediera otro hijo, suplicaba en verdad un milagro, pues ni siquiera entonces, ni siquiera para tener otro hijo, habría permitido que Lorenzo la tocara. La Virgen le había concedido una niña ya mayor, ahorrándole así el ultraje del abrazo íntimo de un hombre y los dolores del parto.

Guardó silencio. Lorenzo hablaba como un hombre a punto de hacer una confesión. Luisa hizo acopio de valor para afrontarla.

—No puedes viajar a España.

—¿No va a zarpar el
Estrella
? —inquirió su esposa sin perder la calma.

—El
Estrella
zarpará, pero sin vosotras a bordo.

—No entiendo.

—No tenemos el dinero para pagar el pasaje.

—Pero si ya pagué al capitán Rodríguez.

—He recuperado el dinero.

—¿Que has recuperado el dinero? —repitió Luisa, parpadeando.

—Se lo debía a otros hombres. Esa cantidad y mucho más.

Lorenzo se removió inquieto, sintiéndose fuera de lugar en aquella estancia llena flores, alfombras de colores y estampas de santos.

—He tenido una racha de mala suerte y acumulado muchas deudas. Además, invertí mucho en un barco que zarpó rumbo a China cargado de pieles para cambiarlas por especias, pero naufragó cerca de la costa de las islas Filipinas.

Se detuvo mirando a todas partes menos a su esposa.

—¿Nos hemos quedado sin dinero? —preguntó Luisa, intentando contener la furia.

¡Maldito loco! ¿Qué derecho tenía a dilapidar su fortuna? Procuró mantener la sangre fría. No debía enojarse, sino seguirle la corriente y ganar tiempo. Lo que fuera con tal de que ella y Angela pudieran subir a bordo del Estrella.

—Tendremos que vender algo.

—No tenemos nada que vender —confesó su esposo con la cabeza gacha.

—Pero poseemos muchos bienes, Lorenzo —murmuró Luisa al tiempo que extendía las manos para señalar los hermosos muebles, la ropa de cama, la plata y los cortinajes.

—Mujer, no eres dueña ni de los botones de tu vestido.

En la voz de Lorenzo no se advertía rencor, impaciencia ni enojo. Sólo se limitaba a constatar un hecho, como si hablara del tiempo.

Luisa bajó la mirada hacia los botones de perla de su corpiño y al cabo de un instante alzó de nuevo la cabeza.

—¿Cómo es posible que lo hayamos perdido todo?

Vio la derrota reflejada en los ojos de su marido, así como desconcierto y desilusión. ¿Qué había sido del gallardo capitán que tantas cosas le había prometido? ¿Se había jugado y perdido también el orgullo?

—¿Hemos perdido también el rancho? —preguntó ella con un hilo de voz.

El rostro de Lorenzo se iluminó de repente.

—¡Eso es lo bueno, Luisa! He llegado a un acuerdo con un hombre de fortuna para que salde mi deuda. A cambio obtendrá la propiedad del rancho y cuanto contiene, pero podremos seguir viviendo aquí.

—¿Cómo es posible? —se extrañó Luisa con el ceño fruncido—. Salda tu deuda, y tú le entregas nuestro hogar. ¿Por qué ha de permitirnos seguir viviendo aquí?

—Porque… también le he entregado a Angela… como esposa. Luisa quedó paralizada.

—Las dos me lo agradeceréis —farfulló Lorenzo a toda prisa—. Corren tiempos peligrosos en Europa. La revolución lo arrasa todo, los campesinos guillotinan a los reyes. Os conviene quedaros aquí, a salvo.

—¿Quién…? —empezó Luisa, aunque en su fuero interno ya conocía la terrible noticia de la identidad del hombre, pues en Los Ángeles sólo había un hombre tan adinerado—. ¿Quién se casará con mi hija?

—Navarro.

Luisa cerró los ojos y se santiguó.

—Santa María —musitó.

El saqueador de tumbas.

—Lo siento, pero así están las cosas.

Luisa meditó unos instantes y por fin asintió.

—Así sea. Angela se casará con Navarro… cuando regresemos de España.

—Pero si ya te he explicado que no puedes ir. No tenemos dinero para el pasaje.

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