—Gracias por venir tan deprisa. ¿Traes un mensaje para mí? —preguntó Kineas amablemente.
El hombre sacó de entre los pliegues de la túnica un tubo para rollos. Aunque ni siquiera el tubo de hueso había resistido bien la humedad, el papel de vitela se podía leer bastante bien.
Likeles a Kineas de Atenas, saludos.
Amigo, he recibido tu solicitud de fondos y no puedo satisfacerla. La ciudad está casi en estado de guerra; las facciones han intentado asesinar a Patroclo y su hijo en dos ocasiones. No me atrevo a sacar riquezas de la ciudad por miedo a que las roben y las utilicen contra nosotros. Te envío a Nicanor para que comprendas lo presionado que estoy. Si no has llegado demasiado lejos, regresa, por favor. Y juntos aplastaremos a estos arribistas.
Me consta que te he fallado en esto, pero no veo otra opción.
Adjunto una carta que llegó desde Atenas en memacterión.
[6]
Seguramente, si tu ciudad cuenta con que emprendas campaña contra Anfípolis, el deber te llama.
Kineas leyó la carta, y después también la carta adjunta de Demóstenes de Atenas, o de alguien de su facción, con creciente alarma. Se las pasó a Filocles, que había estado interrogando a Nicanor. El antiguo esclavo ya estaba reducido al llanto.
—Has sido muy valiente al cruzar el Caspio en esta época del año —dijo Kineas. Lanzó una mirada al espartano, como diciendo: «¡Mira lo que has conseguido!»
Nicanor negó con la cabeza, los ojos clavados en el suelo.
—Tenía que venir —repuso—. El amo Likeles dijo… que tenía que alcanzarte… y… y lo he hecho.
Filocles terminó de leer las cartas y se las pasó a Diodoro.
—No están en condiciones de gobernar la ciudad —dijo Nicanor. Seguía mirando al suelo—. He venido para decirte eso. Serví a Nicomedes como factor jefe durante diez años. Sé cómo van estos asuntos. Likeles quiere emprender una acción directa; pagó por un asesinato. Me consta; yo mismo reuní el dinero y pagué a los asesinos.
Kineas asintió. Lo había visto venir; sospechaba que en realidad ya lo sabía.
—¿Alceo? —preguntó.
Nicanor dio un respingo y le temblaron las manos.
—¿Lo sabías? ¿Lo ordenaste tú?
Kineas negó con la cabeza.
—Se erigirá en tirano —prosiguió Nicanor—. No puede negociar. Y Patroclo es débil; amable y bienintencionado, pero débil. Está perdido sin mi amo, es decir, Nicomedes, y su amigo Cleito. Titubea. Sus aliados lo abandonan.
Kineas respiró hondo.
—Como bien decía Diodoro, esto pinta mal —dijo.
El megaron se estaba llenando de sus oficiales más allegados. Los rumores circulaban deprisa en el campamento, y eran una comunidad reducida. Herón estaba fuera patrullando y Lot rara vez mostraba interés por la política de los griegos, pero el resto acudió con prontitud, deslizándose entre las mantas que cubrían la puerta.
León asintió.
—Necesitamos dinero. Sin él, tendremos problemas para conseguir caballos de refresco en primavera. Ya estoy preocupado por la próxima paga de los hoplitas. —Rodeaba con un brazo los hombros de Nicanor—. Estoy cerrando tratos aquí; cuento con el respaldo de Olbia y Pantecapaeum para avalar el crédito que me conceden. De no ser así, tendremos un montón de acreedores enfadados cuando llegue el buen tiempo; y mis nuevas perspectivas de negocio se irán al garete.
—Likeles intenta hacernos regresar —señaló Diodoro—. Detesto ser yo quien lo diga, pero alguien lo manipula. Trata de retener tu dinero para obligarte a volver.
—¿Atenas? —preguntó Filocles.
—¿Macedonia? —preguntó Safo—. Es un secreto a voces que vas a combatir contra Alejandro. Esa mujer del palacio aún está a su servicio. Me juego la vida.
—Curiosa coincidencia de intereses —dijo Filocles. Estaba pensativo—. Suponiendo que tú regresaras a Olbia, el ejército se quedaría aquí toda la primavera, ¿no es así? —Miró a la concurrencia—. ¿Qué dices, Kineas?
Kineas suspiró.
—Si regreso, jamás volveré a marcharme. Lo presiento.
Diodoro se encogió de hombros.
—¿Habéis llegado a un acuerdo sobre la campaña de primavera tú y la reina? —Volvió a encogerse de hombros—. Lamento preguntarlo, pero guarda relación. Si vamos a efectuar una campaña de primavera, tenemos tiempo para enviar a alguien de regreso.
—Quiere mucho más que una simple campaña de primavera —dijo Kineas, provocando sin querer que todos se sonrieran con complicidad.
Niceas hizo oír su voz ronca:
—Deja que Diodoro dirija la campaña de primavera. Así tendrás tiempo de ir a Olbia, ponerlos a todos en su sitio y volver. Nos trasladaremos en pleno verano.
Diodoro sonrió.
—Lo admito, deseo estar al mando otra vez —dijo mirando a Niceas—. Aunque no creo que Kineas vaya a tenerlo tan fácil. Si esto es lo que creo que es, los poderes ocultos tras esta llamada contarán con varios medios, todos perfectamente legales, para retener a Kineas en Olbia.
Kineas asintió y miró a Filocles. El espartano apoyó el mentón en la mano.
—Tiene sentido lo que dice Diodoro. Tal vez restablezcas el orden en cuestión de días. —Se incorporó—. O tal vez no. Puedes verte embrollado en meses de debates, un año de acusaciones.
Diodoro volvió a pronunciarse.
—Y la flor y nata del ejército, los votos que siempre te respaldan, estarán aquí.
Filocles inspiró profundamente.
—Y es muy posible que te hagan matar.
La voz de Eumenes se oía como un murmullo de fondo, explicándole la situación política a Darío, cuya juventud persa lo privaba de la menor experiencia sobre la volubilidad de una asamblea griega.
—Sí —asintió Coeno—. Zorro, para variar llevas razón. Los acontecimientos superan a Likeles, eso está claro. —Coeno sonrió—. Pero os garantizo que no es deshonesto. Diodoro, tú deberías saberlo. Siempre ha estado de nuestra parte. Aunque a veces puede ser un idiota. —Diodoro asintió, admitiendo la verdad de ambas afirmaciones. Coeno prosiguió—: Pero es uno de mis más viejos amigos. Envíame a mí. No es que sea precisamente lo que pensaba hacer este invierno. —Lo que Coeno tenía previsto hacer aquel invierno era pasarlo con Artemisa, la cortesana más bella de Banugul. Se encogió de hombros—. Kineas, si vas tú, te hundirán en el lodo, tal como aquí nuestro Ulises sostiene. Si me envías a mí, nadie se gastará ni un dárico en matarme, y en cambio puedo ayudar a Likeles a poner orden, conseguir que me dé dinero en efectivo y trasladarlo por barco. Probablemente no estaré de vuelta hasta bien entrada la primavera; en cualquier caso, hasta que el lago Meotis se abra a la navegación. Pero nadie me retendrá. Y además —se encogió de hombros—, tengo cierto renombre. No es muy probable que se metan conmigo.
Diodoro lanzó una mirada a Safo.
—Lleva razón. Yo prefería el plan en que comandaba la campaña de primavera, pero lleva razón.
Filocles se mostró de acuerdo.
—Ha pasado el otoño cazando en los desfiladeros que conducen al Tanais. Conoce el terreno; será el más rápido.
Kineas detestaba renunciar a uno de sus amigos más íntimos. Echó una mirada a León y a Eumenes, pero ambos tenían vínculos con facciones de la ciudad y por tanto no podrían hacer lo que era preciso.
—Estás preparado para comandar un escuadrón —observó Kineas—. Haz esto por mí, Coeno, y lo tendrás.
—¡Quiá! —exclamó el aristócrata—, no me tienes que sobornar para que haga el viaje. Si no voy, Likeles quedará como un idiota y todos saldremos perdiendo. Además, ahora soy ciudadano de Olbia. Es mi deber para con la ciudad, no lo olvides. —Miró a los miembros del Estado Mayor—. Juradme que no os acercaréis a la cama de Artemisa. Puede que me case con ella.
Todos lo juraron entre risas.
Coeno navegó hacia el norte con los diez hombres que le habían acompañado en otoño. Zarparon un clemente día de invierno con viento favorable. Nicanor se quedó para encargarse de la casa de Kineas. Dijo que prefería conquistar Asia antes que volver a cruzar el Caspio otra vez. Le bastó un día para comprar cuatro esclavos, y Kineas ya no tuvo que servirse más el vino.
Dos días después llegó la tercera ventisca. Caían copos de nieve como las plumas de un ave monstruosa, según había descrito Heródoto, que el viento del norte arremolinaba.
—Coeno estará sano y salvo en la desembocadura del Rha, bebiendo vino caliente en nuestro antiguo fuerte —dijo Filocles.
Kineas rezó a Poseidón y al día siguiente sacrificó un cordero con sus propias manos. En la ciudadela, seguía negándose a emprender una campaña de primavera el día siguiente a la festividad de Perséfone, pese a las lisonjas y al oro que le prodigaba la reina.
Oyeron decir que Antípatro, el gobernador de Macedonia en ausencia de Alejandro, había infligido una contundente derrota a Esparta.
Oyeron decir que Alejandro se había esfumado de los confines orientales del mundo; que estaba en Bactria, o tal vez en Sogdiana.
Oyeron rumores de que Parmenio estaba alineando a los sátrapas de Occidente para destruir a Alejandro si regresaba. Leóstenes les había dicho que Artabazo estaba aliado con Parmenio y que su jefa, la reina Banugul, lo estaba con Alejandro y condenada a caer. Y que Atenas estaba preparada para liberarse del yugo y declarar la guerra a Antípatro.
León se sentaba en el mercado, o en el megaron, y oía hablar a los mercaderes sobre el este; la ruta comercial que atravesaba montañas, desiertos y estepas hasta un remoto país llamado Kwin. Sus ojos ardían con algo semejante a la lujuria. Los comerciantes hircanos y los nómadas de la estepa que invernaban en Hircania contaron a León que la seda procedía de Kwin.
De todas direcciones, este, oeste y sur, les llegaban rumores de revuelta y de guerra; hasta que la nieve vino en serio.
Y entonces la nieve se cuajó como las murallas de una blanca fortaleza, y todos los rumores cesaron.
Hasta la primavera.
Filotas sostenía con desenvoltura la fulminante mirada de Alejandro.
—¿Qué se supone que he hecho exactamente, majestad? —preguntó.
—¡Más respeto cuando hables con el rey, Filotas! —le espetó Hefestión. El mejor amigo y amante ocasional del rey iba vestido con sencillez, sin adornos en el cabello broncíneo, pero parecía haber ganado estatura de la noche a la mañana y su tono acusatorio restalló como el látigo de un arriero.
Filotas volvió la cabeza con exagerada lasitud, como si mirar a Hefestión le costara mucho trabajo.
—Soy respetuoso —protestó. Y se encogió de hombros—. También estoy ocupado. —Sus ojos volvieron a buscar los del rey, y el rechazo a Hefestión y a todo lo que a éste atañía fue palpable. Ambos hombres siempre se habían detestado mutuamente. Filotas era hijo de Parmenio, y el mejor oficial de caballería del ejército. Su arrogancia era de esa clase que tanto gusta a la tropa; una arrogancia respaldada por sus muchos logros. Ser guapo y de noble linaje no le perjudicaba; sin embargo, no había medrado valiéndose sólo del nombre de su padre. Era valiente, calculador y, por encima de todo, implacablemente exitoso. Algunos de la vieja guardia decían que, sin él, la batalla de Arbela quizás hubiese terminado en derrota.
La posición de Hefestión se fundamentaba en su privilegiada relación con el rey. Los observadores perspicaces, y en la corte militar en torno al rey de Macedonia abundaban, se fijaban en que cada vez que se daban órdenes, órdenes de combate, incluso el enamorado Alejandro pasaba por encima de su amigo para beneficiar a Filotas.
Así pues, pese a los rumores que circulaban por el campamento desde hacía un par de días, Filotas estaba en posición de descanso ante el rey.
—He oído muchas habladurías —dijo Filotas—. ¿Se me acusa de algo, majestad?
—Se te acusa de participar en un complot para asesinar al rey —reveló Hefestión.
Alejandro permaneció callado.
Filotas siguió mirando al rey.
—¡Eso es una gilipollez! —exclamó—. Soy absolutamente leal y todo el mundo lo sabe.
—Los conspiradores te han delatado —dijo Hefestión.
—Me importa un pelo de cono lo que tus torturadores hayan arrancado a un campesino —dijo Filotas.
—¿Por qué no acudiste a mí cuando Cebalino te acusó? —preguntó Alejandro con voz cansada.
Filotas asintió bruscamente.
—Ya me figuraba que se trataba de esto. Escucha, Alejandro —Filotas, como noble y Compañero, tenía derecho a dirigirse al rey con familiaridad—, ya sabes las malas pulgas que llega a tener el idiota de Cebalino. Como cualquier amante —y aquí Filotas sonrió a Hefestión con evidente mofa—, se pone mujeril y cotillea. De modo que oyó algo mientras le daban por el culo. Me lo contó. Me pareció que era una sarta de sandeces. Y no le hice caso.
—Pues no eran sandeces —repuso Alejandro—. Tenemos confesiones.
—Si me equivoqué —dijo Filotas en un tono que daba a entender que pensaba que todo aquello era un montaje—, presentaré mis más sentidas disculpas. Su majestad debe creer que yo jamás permitiría que un complot contra él prosperase. Por otra parte…
Aquí hizo una pausa porque se dio cuenta de que estaba a punto de entrar en terreno prohibido. «Si informara de todos los complots contra ti, nos quedaríamos sin ejército», no parecía algo muy apropiado para decir en aquel momento.
—No parece que te incomode demasiado la idea de una traición —soltó Hefestión.
—Eso es un montón de basura —dijo Filotas. Estaba perdiendo la paciencia. Era una acusación demasiado ridícula para tomarla en serio.
—En privado, dices que salvaste al rey en Arbela. Que tú y tu padre habéis ganado todas las batallas; que el rey no tiene competencia para dirigir un ejército.
Filotas se alarmó por primera vez y se notó. Levantó el mentón. Pensando deprisa, optó por la sinceridad.
—Quizás haya fanfarroneado estúpidamente, estando ebrio. —Procuró ganarse una sonrisa del rey—. Se da con frecuencia entre los soldados. —Al ver que el rey no sonreía, Filotas abrió más los ojos—. No puede ser que hables en serio. Me disculparé ante el ejército si es preciso, majestad, pero la fanfarronada de un borracho dista mucho de una traición.
—Tu padre lleva años conspirando contra mí —dijo Alejandro de repente. Parecía de mal humor.
—¿Qué? —exclamó Filotas. Ahora sí que se alarmó—. Eso no es cierto. ¡Por los huevos de Ares, Alejandro, ni siquiera serías rey de no haber sido por mi padre!