Tras la muerte de Alejandro Magno en Babilonia, el mundo se ha convertido en un gigantesco campo de batalla en el que sus generales se disputan el inmenso imperio por él creado. Elegir bando, y saber cuándo cambiar, es un asunto de vida o muerte, pero a veces ni siquiera alinearse con los vencedores garantiza la supervivencia.
Los gemelos Sátiro y Melita, herederos de un próspero reino a orillas del mar Negro, tienen que aprender deprisa esta lección cuando una infame traición los convierte en desesperados fugitivos. Acompañados por su preceptor, el espartano Filocles, deben emprender un peligroso viaje hacia el oeste, con unos implacables asesinos pisándoles los talones, esperando hallar refugio en Alejandría, la ciudad más extraordinaria del mundo antiguo.
En medio de la tormenta y convertidos en peones de la enmarañada red de alianzas y conspiraciones que conducirá a un monumental enfrentamiento final, Sátiro y Melita tendrán que volverse adultos sin dilación y atender a la llamada del destino.
Christian Cameron
Juegos funerarios
Tirano III
ePUB v1.1
rodricavs18.08.12
Título original:
Tyrant. Funeral Games
Christian Cameron, 2011
Traducción: Borja Folch
Editor original: rodricavs (v1.0 a v1.1)
Corrección de erratas: celso1200
ePub base v2.0
Para los trekkers
316 a. C
El
kurgan
de Kineas se alzaba sobre el delta del río Tanais cual pirámide del remoto Egipto cubierta de césped. En lo alto, un plinto de mármol de Paros parpadeaba al sol.
A los pies del
kurgan
, donde las aguas del Tanais, turbias tras el deshielo, batían la playa fangosa, se hallaba Srayanka, que había sido la esposa de Kineas. Detrás de ella aguardaba un barco de treinta remos con la popa firmemente varada en el barro, a la espera de sus órdenes. La mujer volvió a abrazar a sus hijos gemelos: Melita, que con doce años ya era la viva imagen de su madre, y Sátiro, idéntico a su padre tanto en complexión —caderas estrechas, hombros anchos— como en la forma de la boca. En ese momento le temblaban los labios porque contenía el llanto. Sátiro abrazó a su madre otra vez, luego Melita le tomó la mano y ambos se quedaron en la playa junto a Filocles, su preceptor.
—Espero que hagan algo más que estudiar manuscritos y poetas muertos —dijo Srayanka—. Llévalos a montar. Salid de pesca. Demasiado escribir mata el espíritu.
—La lectura ejercita la mente así como los deportes entrenan el cuerpo —entonó Filocles automáticamente, arrastrando las erres al pronunciar las palabras.
—Sólo estaré fuera cinco días. Termino esta desagradable misión y nos largamos al mar de hierba a pasar el verano. ¿Se me olvida algo?
Srayanka miró a Sátiro, que tenía muy buena memoria.
—Nos lo has dicho todo —respondió Melita.
—El nuevo entrenador de Corinto debería llegar cualquier día de éstos —dijo Srayanka—. Ocupaos de que sea bien recibido.
—Ya lo sé —dijo Filocles. No estaba más ebrio que de costumbre, y expresaba su impaciencia por la reiteración de las instrucciones con la soltura que confiere un viejo hábito.
—Todos lo sabemos —apostilló Melita.
A Sátiro le habría gustado hablar, pero bastante esfuerzo le costaba ya contener las lágrimas. Detestaba separarse de su madre. Sin embargo, recobró la compostura, respiró profundamente y dijo:
—Quiero ir en el barco.
Srayanka le sonrió, pues Sátiro amaba los barcos y el mar tanto como su hermana amaba los caballos y el mar de hierba.
—Pronto, cariño. Pronto estarás al mando de mi barco. —Miró hacia el agua—. Pero no en este viaje.
Temblando por el esfuerzo de reprimir sus sentimientos, Sátiro le sonrió. Srayanka le devolvió el gesto, complacida de que su hijo estuviera aprendiendo a controlarse.
Y entonces, a pesar de sus recelos, Srayanka bajó por la playa hasta la pasarela y embarcó.
Tardaron dos días en cruzar el paso que sorteaba los largos bancos de arena que delimitaban la bahía del Salmón, y un día más en abrirse camino entre los bajíos hasta salir al Euxino. Una vez que hubieron dejado atrás el último banco traicionero, navegaron costeando. Acamparon al raso para pasar la noche y al día siguiente continuaron remando despacio a lo largo de la playa de Panticapea, ante la ciudad de Herón, buscando el lugar señalado para el encuentro.
Hacía uno de esos días que la gente recuerda cuando recuerda haber sido feliz: el cielo profundo y de un azul deslumbrante, el sol primaveral iluminando la hierba verde que se perdía en el horizonte, el mar de un perfecto azur que reflejaba la bóveda celeste, y la nítida playa dorada contrastando con la tierra negra de los campos que se extendían hacia el sur y el oeste. En otoño estarían colmados de grano, ese bien que proporcionaba su riqueza al Euxino.
Srayanka iba sentada en la popa del barco con un reducido grupo de sus mejores guerreros y con Ataelo, un miembro de las tribus sakje que había sido el jefe de exploradores de su marido. En ese momento era algo más que un mero explorador: más de seiscientos jinetes componían su clan.
A los remos, una mezcla de griegos y lugareños meotes, así como labriegos sindis de tierras más occidentales. Srayanka sonreía al verlos remar juntos, pues la unión de las tres razas representaba su territorio, no del todo un reino, en el río Tanais. Ese día iba a desembarcar cerca de Panticapea para sellar su estatus mediante un tratado —un concepto que aun siendo griego entendía a la perfección— que garantizaría la seguridad de sus embarcaciones, sus labriegos y sus hijos.
Qué distinto era todo de los tiempos de su niñez, pensó, mientras el sol le calentaba el rostro. Como doncella lancera había cabalgado por el mar de hierba. Cuando la contrariaban, presentaba batalla. Cuando sus enemigos eran más fuertes que ella, galopaba hasta desaparecer en el mar de hierba. Kineas y su sueño de un reino en el Euxino habían cambiado todo aquello. Para entonces tenía a miles de campesinos que proteger y cientos de colonos y comerciantes griegos. «Rehenes.» Ya no podía huir a caballo.
En lo alto de la playa, a una distancia que un caballo recorrería en doscientos latidos, vio al hombre con quien había venido a tratar: Herón, el tirano de Panticapea. Igual que Ataelo, Herón había sido uno de los hombres de su marido doce años antes. No uno de sus favoritos, pero los vínculos perduraban. Herón tenía intención de convertirse en rey del Euxino y, por más que esa idea la ofendiera, saludarlo no le costaría ni un caballo, como decía el viejo refrán sakje.
Rio entre dientes.
Ataelo le dedicó una de sus amplias sonrisas. Resultaba fácil, además de erróneo, interpretar esas sonrisas como prueba de escasa inteligencia. Más bien ocurría que Ataelo era uno de esos hombres que encontraban muchos motivos para sonreír.
—¿Para ser feliz? —preguntó Ataelo. Quince años viviendo con griegos y su dominio del idioma no había mejorado un ápice.
—Vamos a convertir a Herón en kan del mar Interior —dijo Srayanka en sakje. En ese idioma, su desdén fue patente; ella, que portaba ostensiblemente la espada de Ciro y podría acabar sus días como reina de todos los sakje en el mar de hierba, debía arrodillarse ante un muchacho griego que tan sólo poseía una ciudad a su entera disposición.
—Por llamarle Eumeles —dijo Ataelo en griego, encogiendo los hombros—. Eumeles, no Herón.
Srayanka miraba hacia la playa cada vez más cercana y negó con la cabeza.
—No consigo que me caiga bien —dijo.
Ataelo se encogió de hombros, gesto que era prácticamente la única característica de los griegos que había adoptado. Lucía una pesada sobrevesta de seda de Qin con bordados de oro. Debajo llevaba una armadura de bronce con las escamas de asta. Pese a su reducida estatura tenía el aspecto de lo que era: un alegre caudillo.
—¿Quieres cambiar de parecer? —preguntó, hablando por fin en sakje.
Srayanka negó con la cabeza. Veía a Herón —Eumeles— de pie delante de su guardia, dos docenas de mercenarios. Resultaba fanfarrón, vestido de púrpura y oro, con sandalias rojas y una ornamentada espada. Justo a su lado había otro hombre, un desconocido, pero su posición revelaba que era casi tan importante como Herón. El segundo hombre no destacaba por su vestimenta, constitución ni ninguna otra característica. Tenía el pelo de un color anodino y era de estatura media. No obstante, el hecho de que estuviera tan cerca de Herón hizo que Srayanka entornara los ojos.